Corsarios De Levante
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Corsarios de levante es el sexto libro de la serie `Las aventuras de El Capit?n Alatriste`, que Arturo P?rez Reverte comenz? a escribir all? por el a?o de nuestro se?or de 1996. Pardiez como pasa el tiempo.
Como los anteriores Libros, Corsarios de Levante pretende hacernos vivir uno mas de los aspectos de la vida del siglo XVII. Y en esta ocasi?n Arturito nos lleva por las aguas del Mediterr?neo, Donde Turcos, Espa?oles, Venecianos, Franceses, Ingleses y dem?s se pasaban el d?a comerci?ndo y degoll?ndose. Para ello nos embarca con Alatriste y el ya crecidito I?igo en una galera, ` La Mulata `, y nos lleva de paseo en plan barquita de recreo. No cuento m?s, que no es menester de estas l?neas, pero decir que el que no quiera ver tripas, oler mal y pasar miedo entre deguellos y voto a tales, mejor lea otra cosa.
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Diego Alatriste movió la cabeza. No todo era así, y él lo sabía.
– También había gente honrada -dijo-: cristianos nuevos sinceros, fieles súbditos del rey. A alguno, soldado, conocí en Flandes… Además, era gente útil y trabajadora. No había entre ellos hidalgos, pícaros, frailes ni mendigos… En eso, desde luego, no parecían españoles.
Lo miraron todos en silencio, un largo espacio. Luego, el alférez se mordió una uña y escupió el trozo por la borda.
– Eso era lo de menos. Tenía que acabar tanta zozobra y tanta infamia. Y con la ayuda de Dios, se acabó.
En realidad, se dijo Alatriste, nada había acabado todavía. Aquella guerra sorda, civil, entre españoles, seguía por otros medios y en otros lugares. Algunos moriscos, muy pocos, habían logrado volver más tarde, clandestinamente, ayudados por sus propios vecinos, como había ocurrido en el campo de Calatrava. En cuanto al resto, llevando su rencor y la nostalgia de la patria perdida a las ciudades corsarias de Berbería, los exiliados mudéjares de Granada y Andalucía, los tagarinos de Aragón, Cataluña y Valencia, expertos en muchas cosas y también hábiles en oficios útiles para el corso, habían reforzado la potencia turca y norteafricana. Era usual encontrarlos como arcabuceros -la galeota apresada contaba con una docena de ellos-, y además de aportar su conocimiento de las costas y lugares que asolaban, construían embarcaciones, fabricaban armas de fuego y pólvora, y sabían comerciar como nadie con los esclavos capturados, amén de ser diestros capitanes, pilotos y tripulantes de galeotas y fustas. De modo que su odio y su coraje, su práctica en la escopetería y su determinación de luchar sin pedir cuartel los equiparaba a los mejores soldados turcos, situándolos encima de las tripulaciones compuestas sólo por moros. Por eso eran los corsarios más feroces, los más despiadados tratantes de cautivos y los mayores enemigos que España tenía en el Mediterráneo.
– De cualquier manera, hay que reconocerles redaños -comentó el piloto-. Pelearon como tigres, los hideputas.
Alatriste miraba el mar alrededor de la galera y la galeota, cubierto de restos del combate. Los muertos se habían hundido ya casi todos. Sólo algunos, con aire atrapado en las ropas o los pulmones, flotaban en el agua tranquila, igual que tantos viejos fantasmas lo hacían en su memoria. Pocos, y ni siquiera él, negaron en su momento la necesidad de aquella expulsión. Eran tiempos duros. Ni España, ni Europa, ni el mundo, estaban para ternezas o melcochas. Pero lo habían desasosegado las maneras: frialdad burocrática y brutalidad militar, amén de la infame condición humana que acabó sazonando el asunto -«se podría evitar el dejarles llevar tanto dinero, pues algunos salen de muy buena gana», llegó a escribir al rey don Pedro de Toledo, jefe de las galeras de España-. Por eso, el año de mil seiscientos diez, a los veintiocho de su edad, el soldado Diego Alatriste, veterano del tercio viejo de Cartagena -traído de Flandes con objeto de reprimir a los moriscos rebeldes-, había pedido la baja en su antigua unidad, alistándose en el tercio de Nápoles para combatir contra los turcos en el Mediterráneo oriental. Puesto a maltratar y degollar infieles, argumentó, prefería a los que eran capaces de defenderse. Y en eso seguía, azares de la vida, casi veinte años después.
– Yo estuve cargándolos como a bestias, el año diez y el once, entre Denia y las playas de Orán -apuntó el capitán Urdemalas-. A esos perros.
Dijo lo de perros recalcándolo mucho. Luego se fijó en Diego Alatriste con extrema atención, como si acechase sus adentros.
– A esos perros -repitió Alatriste, pensativo.
Recordaba las cuerdas de rebeldes encadenados camino de las minas de azogue de Almadén, de las que ninguno volvía. Y al viejo morisco de un pueblecito valenciano, único que no había sido expulsado a causa de su edad y achaques, muerto a pedradas por los muchachos del lugar sin que ningún vecino, ni siquiera el párroco, hiciese nada por impedirlo.
– Hay perros de muchas clases -concluyó.
Sonreía amargo, el aire ausente, los ojos glaucos muy fijos en los del capitán de galera. Y, por la expresión de éste, supo que no le gustaban ni aquella mirada ni aquella sonrisa. Pero también supo -estaba hecho a calibrar hombres de un vistazo- que Urdemalas se guardaría mucho de manifestarlo en voz alta. A fin de cuentas, en lo formal nadie faltaba allí el respeto a nadie. En cuanto al resto, no todo ocurría sobre una galera, donde la disciplina militar vetaba cualquier lance de bueno a bueno. La vida estaba llena de puertos con callejas oscuras y silenciosas, de noches sin luna, de lugares discretos donde un capitán de gurapas, sin otro respaldo que el de su toledana, podía verse con un palmo de acero entre pecho y espalda sin tiempo a decir Jesús. Por eso, cuando Diego Alatriste adobó mirada y sonrisa con un punto de insolencia, el capitán Urdemalas, tras observar un momento la mano de Alatriste puesta, como al descuido, junto a la empuñadura de la espada, desvió los ojos al mar.
II. METER EN ORÁN CIEN LANZAS
Cuando la embarcación corsaria se hundió, miré hacia atrás. Las últimas luces del crepúsculo silueteaban, colgados en la entena e inclinándose hasta tocar el mar y ser engullidos por su sombra, los cuerpos sin vida del arráez, el piloto y tres moriscos; entre ellos uno de los jóvenes, a quien el alférez Muelas encontró, para su mala suerte, vello en las partes berrendas. El otro, más imberbe y afortunado, había sido puesto al remo con el resto de los cautivos, que ahora bogaban o estaban en la cala, asegurados con cadenas. En cuanto al piloto morisco, que resultó ser valenciano, juró, ya con la soga al cuello y en buen castellano, que pese a su expulsión de España cuando muchacho, era de conversión sincera y siempre había vivido como cristiano, tan ajeno a la secta del Profeta como aquel cristiano que en Orán decía:
Ni niego a Cristo ni en Mahoma creo.
Con la voz y el vestido seré moro para alcanzar el fin que no poseo.
… Y que estar tajado no era sino trámite propio del qué dirán, por haber morado en Argel y Salé. A eso repuso el capitán Urdemalas que se alegraba mucho; y que, pues cristiano había sido y era, muriese luego a luego como tal. Que, a falta de capellán en la galera, bastarían un credo y un paternóster, más lo que pusiera de su cosecha, para quedar en regla con la otra vida; menester para el que no tenía inconveniente en concederle un poco de tiempo antes de colgarlo por el pescuezo. Tomóselo a mal el piloto morisco y blasfemó de Dios y de la Virgen Santísima, esta vez menos en parla castellana que en lengua franca de Berbería trufada de aljamía valenciana; y no paró de hacerlo hasta que, detenido para tomar aliento, escupió un certero gargajo que dio en una bota del capitán Urdemalas; con lo que éste ordenó abreviar el trámite, ni credos ni puta que los parió, dijo, y el piloto subió a la entena en línea recta, atadas las manos a la espalda, pataleando y sin reconciliar su alma. En cuanto a los otros corsarios heridos, moriscos o no, habían sido maniatados y echados al mar sin más ceremonia. Sólo a uno de los que aguantaban en pie, aunque acuchillado en el cuello, no se le pudo ahorcar. La herida era un tajo grande de medio palmo, aunque no cortaba vaso ni hacía mucha sangre; y, según de qué lado se mirase, el pobre diablo parecía, aunque algo pálido, fresco como una lechuga. Fue opinión del alguacil que si se le colgaba, el cuello se le rompería por ahí, haciendo feo espectáculo. Tras echarle un vistazo, nuestro capitán de galera convino en ello; así que acabó en el agua maniatado sin más ceremonia, como el resto.
Soplaba un gregal suave, no había salido la luna y el cielo estaba cubierto de estrellas cuando fui en busca, casi a tientas, del capitán Alatriste. En la atestada cubierta de la galera -no digo maloliente, pues yo mismo formaba parte de aquello, y estaba de sobra curtido en olores y hedores-, soldados y gente de cabo descansaban tras el combate, tras repartírseles salume de pescado y algo de vino para reponer fuerzas, mientras que la chusma, trincados los remos y dejado el cuidado de movernos al viento próspero, había recibido un refresco de bizcocho, vinagre y aceite, del que daba cuenta tirada entre sus bancos, con rumor de conversaciones en voz baja, algún canturreo para matar el rato y mucho quejarse de los heridos y contusos. Sonaba quedo una copla, que alguien acompañaba con repiqueteo de cadenas y palmas sobre el cuero que cubría los bancos: