Corsarios De Levante

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Corsarios De Levante
Название: Corsarios De Levante
Дата добавления: 15 январь 2020
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Corsarios De Levante - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

Corsarios de levante es el sexto libro de la serie `Las aventuras de El Capit?n Alatriste`, que Arturo P?rez Reverte comenz? a escribir all? por el a?o de nuestro se?or de 1996. Pardiez como pasa el tiempo.

Como los anteriores Libros, Corsarios de Levante pretende hacernos vivir uno mas de los aspectos de la vida del siglo XVII. Y en esta ocasi?n Arturito nos lleva por las aguas del Mediterr?neo, Donde Turcos, Espa?oles, Venecianos, Franceses, Ingleses y dem?s se pasaban el d?a comerci?ndo y degoll?ndose. Para ello nos embarca con Alatriste y el ya crecidito I?igo en una galera, ` La Mulata `, y nos lleva de paseo en plan barquita de recreo. No cuento m?s, que no es menester de estas l?neas, pero decir que el que no quiera ver tripas, oler mal y pasar miedo entre deguellos y voto a tales, mejor lea otra cosa.

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– La sangre no es tuya, ¿verdad?

Me miré los brazos y palpé mi coselete y mis muslos. Ni un arañazo, comprobé con júbilo.

– Todo en su sitio -sonreí, cansado-. Como vuestra merced.

Miramos, en torno, el paisaje tras la pelea: las dos naves aún aferradas, los cuerpos destripados entre los bancos, los prisioneros y los moribundos, la gente empapada que empezaba a subir a bordo bajo la amenaza de chuzos y arcabuces, los camaradas que daban saco franco a la galeota. La brisa de levante nos secaba sangre turca en las manos y en la cara.

– Hagamos galima -suspiró Alatriste.

Así llamábamos al botín a bordo, pero apenas había. La galeota, armada por gente del puerto corsario de Salé, todavía no había hecho ninguna presa cuando la descubrimos acercándose al convoy; así que sólo aparecieron víveres y armas, sin objetos de valor a los que echar mano, aunque levantamos cada tabla de cubierta y rompimos todos los mamparos abajo. Ni para el maldito quinto del rey apareció una dobla. Yo tuve que conformarme con una aljuba de paño fino -aun así hube de disputarla casi a golpes con un soldado que decía haberla visto primero-, y el capitán Alatriste se quedó un cuchillo damasquino grande, de buen filo y muy bien labrado, que le quitó de la faja a un herido. Con eso volvióse a la Mulata, mientras yo seguía forrajeando por la galeota turca y echaba un vistazo a los prisioneros. Una vez el cómitre se hubo quedado con las velas de la presa, como solía, lo único valioso eran los turcos supervivientes. Por fortuna no iban cristianos al remo, sino que los corsarios mismos bogaban o combatían según las circunstancias; y cuando nuestro capitán Urdemalas, con muy buen seso, había ordenado parar la matanza, aún quedaban vivos de los rendidos, los heridos y los que nadaban sin osar acercarse, unos sesenta. Echando cuentas rápidas, eso suponía ochenta o cien escudos por cada uno, según dónde se vendieran como esclavos. Apartado el quinto real, lo del capitán de galera y lo demás, y repartido entre los cincuenta hombres de mar y los setenta soldados que íbamos a bordo -la chusma de casi doscientos galeotes no entraba en el reparto-, no era volvernos ricos, pero algo era. De ahí que se nos hubiera recordado a gritos que, a más turcos vivos, más ganancia. Pues cada vez que liquidábamos a uno de los que nadaban queriendo subir a bordo, se iban al fondo más de mil reales.

– Hay que ahorcar al arráez -dijo el capitán Urdemalas.

Lo comentó en voz baja, sólo para los oídos del alférez Muelas, el cómitre, el sargento Albaladejo, el piloto y dos soldados de confianza o caporales, uno de los cuales era Diego Alatriste. Estaban reunidos en consejo a popa de la Mulata, junto al fanal, mirando hacia la galeota corsaria aún enclavada por el espolón de la galera, los remos destrozados y entrándole agua por la brecha. Todos convenían en que era inútil remolcarla: se anegaría de allí a poco, yéndose al fondo sin remedio.

– Es renegado español -Urdemalas se rascaba la barba-. Un tal Boix, mallorquín. Por mal nombre, Yusuf Bocha.

– Está herido -apuntó el cómitre.

– Pues arriba con él, antes de que muera por su cuenta.

El capitán de galera miraba el sol, ya cerca del horizonte. Quedaba una hora de luz, calculó Alatriste. Para entonces los prisioneros debían encontrarse encadenados a bordo de la Mulata, y ésta rumbo a un puerto amigo donde venderlos. En ese momento los interrogaban para averiguar lengua y nación, poniéndolos aparte: renegados, moriscos, turcos, moros. Cada nave corsaria era una babel pródiga en sorpresas. No era extraño encontrar a bordo a renegados de origen cristiano, como era el caso. Incluso ingleses u holandeses. Por eso, en lo de colgar al arráez, nadie discutía el asunto.

– Aparejen de una vez la soga.

Aquello, sabía de sobra Alatriste, iba de oficio. Para un renegado al mando de una embarcación que se había resistido y hecho muertos en la galera, acabar con indigestión de esparto era obligado. Y más, siendo español.

– No será sólo al arráez -aclaraba el alférez Muelas-. También hay moriscos: el piloto y otros cuatro, al menos. Había muchos más, casi todos hornacheros, pero están muertos… O muriéndose.

– ¿Y los otros cautivos?

– Moros bagarinos y gente de Salé. Hay dos rubios, y les están mirando el prepucio a ver si son tajados o cristianos.

– Pues ya se sabe: si están tajados, al remo; y luego, a la Inquisición. Y si no, a colgar de la entena… ¿Cuántos muertos nos han hecho?

– Nueve, más los que no lleguen a mañana. Sin contar la chusma.

Urdemalas dio una palmada impaciente, de fastidio.

– ¡Juro a mí!

Era marino curtido, rudo de maneras, con treinta años de Mediterráneo en la piel agrietada por el sol y en las canas de la barba. Sabía de sobra cómo tratar a aquella gente que anochecía en Berbería y amanecía en la costa de España, hacía de ordinario presa y se volvía, tranquilamente, a dormir a sus casas:

– Soga para los seis, y que el diablo se harte.

Un soldado llegó con noticias para el alférez Muelas, y éste se volvió a Urdemalas.

– Me dicen que los dos rubios están tajados, señor capitán… Un renegado francés y otro de Liorna.

– Pues al remo con ellos.

Todo aquello explicaba el duro empeño de la galeota: sus tripulantes sabían a qué atenerse. Casi todos los moriscos a bordo habían preferido morir luchando antes que rendirse; y en eso se les notaba -según comentó desapasionadamente el alférez Muelas-, aunque perros de agua, qué tierra los había parido. Después de todo, era universal que los soldados españoles no respetaban la vida de los compatriotas renegados que patroneaban embarcaciones corsarias, ni tampoco la de sus tripulantes cuando eran moriscos, excepto si éstos venían a las manos sin luchar, en cuyo caso eran entregados a la Inquisición. Los moriscos, moros bautizados pero sospechosos en su fe, habían sido expulsados de España dieciocho años antes, después de muchas sangrientas revueltas, sospechas, falsas conversiones, traiciones y turbulencias. Maltratados, asesinados por los caminos, despojados de lo que llevaban consigo, violadas sus mujeres e hijas, se vieron al fin arrojados a la costa norteafricana, donde tampoco sus hermanos moros les hicieron grato recibimiento. Establecidos al fin en puertos corsarios del norte de África -Túnez, Argel y sobre todo Salé, el más cercano a las costas andaluzas-, eran ahora los enemigos más feroces y odiados, por ser también los más crueles con sus presas españolas, tanto en el mar como en sus incursiones contra la costa peninsular. Que asolaban sin piedad, con su conocimiento del terreno y con el lógico rencor de quien salda viejas cuentas, como contaba en La buena guarda el gran Lope:

Y moros de Argel, piratas,
entre calas y recodos,
donde después salen todos
tienen ocultas fragatas.

– Pero cuélguenlos sin alardes -recomendó Urdemalas-. Que no se alboroten los cautivos. Cuando todos estén asegurados y con las cadenas puestas.

– Vamos a perder dinero, señor capitán -protestó el cómitre, que veía colgar de una entena otros miles de reales desperdiciados. El cómitre era aún más tacaño que el capitán de galera, tenía ruin cara y peor alma, y conseguía un sobresueldo, a medias con el alguacil de a bordo, con lo que sacaba de sobornos y cohechos a los galeotes.

– Me cago en los dineros de vuesamerced -Urdemalas fulminaba al cómitre con la mirada-. Y en quien los engendró.

El otro, hecho de antiguo al trato con el capitán de la Mulata, encogió los hombros y se alejó por la crujía, pidiendo unas cuantas sogas al sotacómitre y al alguacil. Éstos desherraban a la chusma muerta durante el combate -cuatro esclavos moros, un holandés y tres españoles condenados a remar en galeras -para echar sus cuerpos al mar y poner a corsarios en los grilletes vacantes. Otra media docena de galeotes heridos y de aspecto miserable, tumbados entre lamentos sobre sus bancos ensangrentados y con las calcetas y manillas puestas, esperaba a ser atendida por el barbero, que hacía a bordo las funciones de sangrador y cirujano. Cualquier herida, por terrible que fuera, la trataba éste con vinagre y sal, a usanza de galera.

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