El caballero del jubon amarillo
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Don Francisco de Quevedo me dirigi? una mirada que interpret? como era debido, pues fui detr?s del capit?n Alatriste. Av?same si hay problemas, hab?an dicho sus ojos tras los lentes quevedescos. Dos aceros hacen m?s papel que uno. Y as?, consciente de mi responsabilidad, acomod? la daga de misericordia que llevaba atravesada al cinto y fui en pos de mi amo, discreto como un rat?n, confiando en que esta vez pudi?ramos terminar la comedia sin estocadas y en paz, pues habr?a sido bellaca afrenta estropearle el estreno a Tirso de Molina. Yo estaba lejos de imaginar hasta qu? punto la bell?sima actriz Mar?a de Castro iba a complicar mi vida y la del capit?n, poni?ndonos a ambos en grav?simo peligro, por no hablar de la corona del rey Felipe IV, que esos d?as anduvo literalmente al filo de una espada.
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Me volví hacia él. Yo sabía algo del mundo y de la Corte. También recordaba lo del rey y su piojo.
– Pues bien que viaja vuestra merced, señor poeta -dije sonriendo-, en el coche del marqués de Liche.
Don Francisco me devolvió imperturbable la mirada, ojeó a un lado y a otro, y al fin me dio un pescozón disimulado.
– Chitón, lenguaraz. Cada cosa tiene su momento. Y no hagas verdad ese magnífico verso, mío por cierto, que dice: raer tiernas orejas con verdades no es seguro.
Y en el mismo tono quedo, recitó:
Pero el mundo nuevo, o sea, yo, había dejado de prestarle atención al mundo viejo. El bufón Gastoncillo acababa de asomar la cabeza entre la gente, y por señas me indicaba la escalera de atrás, utilizada por la servidumbre de palacio. Y al levantar la vista hacia la galería superior vi, tras la balaustrada de granito labrado, los tirabuzones rubios de Angélica de Alquézar. Una carta escrita por mi la tarde anterior había llegado a su destino.
– Tendréis algo que decirme -apunté-. Supongo.
– En absoluto. Y no dispongo de mucho tiempo, pues la reina mi señora está a punto de bajar.
Estaba de manos en la balaustrada, mirando el trajín del patio. Sus ojos eran esa mañana tan fríos como sus palabras. Nada que ver con la jovencita cálida, vestida de hombre, a la que yo había estrechado en mis brazos.
– Esta vez habéis ido demasiado lejos -dije-. Vos, vuestro tío y quien ande complicado en esto.
Enlazó los dedos, el aire distraído, en las cintas que adornaban el corpiño de su vestido de raso con flores y guardapiés de ormesí.
– No sé de qué me habláis, caballero. Ni qué tiene que ver mi tío con vuestras locuras.
– Hablo de la emboscada en las Minillas -repuse, irritado-. Del hombre del jubón amarillo. Del intento de matar al…
Me puso una mano sobre los labios, exactamente igual que unas noches antes me había puesto un beso. Me estremecí, y se dio cuenta. Sonrió.
– No digáis sandeces.
– Si todo se descubre -dije- corréis peligro.
Me observó, interesada. Casi curiosa por mi inquietud.
– No os imagino pronunciando el nombre de una dama en lugares inconvenientes.
Había intención en sus palabras. Como si adivinara lo que pasaba por mi cabeza. Me erguí, incómodo.
– Yo, tal vez no -dije-. Pero hay más gente implicada.
Parecía no dar crédito a lo que insinuaban mis palabras.
– ¿Le habéis hablado de mí a vuestro amigo Batatriste?
Callé, desviando la vista. Ella leyó la respuesta en mi cara.
– Os creía un hidalgo -dijo con desdén.
– Lo soy -protesté.
– También creía que me amabais.
Me puso una mano sobre los labios…
– Y os amo.
Se mordió el labio inferior, pensativa. Sus ojos eran círculos de piedra azul muy dura y pulida.
– ¿Me habéis delatado ante alguien más? -inquirió al fin, con rudeza.
Había tal desprecio en la palabra delatado que enmudecí de vergüenza. Al cabo pude rehacerme y abrí la boca para protestar de nuevo. No pretenderéis, quise decir, que le oculte todo esto al capitán. Pero unos trompetazos que resonaban en el patio ahogaron mis palabras: sus majestades los reyes habían aparecido al otro lado de la balaustrada, en lo alto de la escalera principal. Angélica miró en torno y se recogió el ruedo del vestido.
– Tengo que irme -parecía reflexionar a toda prisa-. Os veré de nuevo, tal vez.
– ¿Dónde?
Dudó, dirigiéndome una extraña ojeada; tan penetrante que me sentí desnudo ante ella.
– ¿Vais a El Escorial con don Francisco de Quevedo?
– Sí.
– Entonces, allí.
– ¿Cómo os encontraré?
– Sois bobo. Seré yo quien os encuentre.
Aquello sonó menos a promesa que a amenaza. O las dos cosas a un tiempo. Me quedé viéndola irse, y se volvió para dedicarme una sonrisa. Por Dios, pensé una vez más, que era hermosa. Y temible. Luego dobló tras las columnas Y fui abajo en pos de los reyes, que ya estaban al pie de la escalera cumplimentados por el conde-duque de Olivares y los cortesanos. Al fin se pusieron todos en marcha hacia la calle. Anduve detrás, ocupado en negros pensamientos. Recordaba, con desasosiego, otros versos que me había hecho copiar en cierta ocasión el dómine Pérez:
Afuera brillaba el sol, y por Dios que el espectáculo era espléndido. El rey galanteaba a su esposa, dándole el brazo, y ambos usaban ricas prendas de viaje, vestido nuestro cuarto Felipe con ropa de montar pasada de hilo de plata, faja de tafetán carmesí, espada y espuelas; señal de que, joven y de gallardo jinete como era, haría parte del trayecto a caballo escoltando el carruaje de la reina, que iba tirado por seis magníficos caballos blancos y seguido por otros cuatro coches donde viajaban sus veinticuatro azafatas y meninas. En la plaza, entre los cortesanos y la gente que atestaba el lugar, los monarcas fueron cumplimentados por el cardenal Barberini, legado papal, que viajaría en compañía de los duques de Sessa y de Maqueda; y las salutaciones y parabienes se sucedieron. Con las personas reales estaban la infantita María Eugenia -de pocos meses de edad y en brazos de su aya-, los hermanos del rey, infantes don Carlos y doña María -el amor imposible del príncipe de Gales-, y también el infante cardenal don Fernando, arzobispo de Toledo desde niño, futuro general y gobernador de Flandes, bajo cuyo mando, pocos años más tarde, el capitán Alatriste y yo acuchillaríamos a mansalva suecos y protestantes en Nordlingen. Entre los cortesanos próximos al rey distinguí al conde de Guadalmedina con capote galán, botas y calzón franceses; y algo más lejos a don Francisco de Quevedo junto al yerno del conde-duque, marqués de Liche, que tenía fama de ser el hombre más feo de España y estaba casado con una de las mujeres más hermosas de la Corte. Y así, a medida que los monarcas, el cardenal y los nobles iban ocupando sus respectivos coches, los aurigas hacían chasquear los látigos y la comitiva arrancaba hacia Santa María la Mayor y la puerta de la Vega, el pueblo aplaudía sin cesar, encantado con el espectáculo. Hasta vitorearon el carruaje donde yo me había acomodado con los criados del marqués de Liche. Y es que, en nuestra infeliz España, el pueblo siempre estuvo dispuesto a vitorear cualquier cosa.
La campana del hospital viejo de los Aragoneses tocó a maitines. Diego Alatriste, que estaba despierto y tumbado en su jergón de la osada del Aguilucho, se incorporó, prendió luz a una vela y empezó a ponerse las botas. Tenía tiempo de sobra para estar en la ermita del Ángel antes de que rayara el alba; pero cruzar Madrid y pasar el Manzanares, en su situación, era aventura complicada. Más vale una hora antes, se dijo, que un minuto después. Así que una vez calzado echó agua en una jofaina, se lavó la cara, mordió un mendrugo de pan para asentarse el estómago y acabó de vestirse: coleto de piel de búfalo, la daga de ganchos y la toledana al cinto, envuelta la daga en un lienzo para que no hiciera ruido contra la cazoleta de la espada; y por lo mismo, en vez de ponérselas, guardó en la faltriquera las espuelas de hierro que estaban sobre la mesa. Atrás, ocultas por la capa que se puso, sobre los hombros, se colocó las dos pistolas de Gualterio Malatesta -botín de la accidentada visita a la calle de la Primavera-, que había cargado y cebado la tarde anterior. Luego se caló el sombrero, miró alrededor por si olvidaba algo, mató la luz y salió a la calle.