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El caballero del jubon amarillo

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El caballero del jubon amarillo
Название: El caballero del jubon amarillo
Дата добавления: 15 январь 2020
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El caballero del jubon amarillo - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

Don Francisco de Quevedo me dirigi? una mirada que interpret? como era debido, pues fui detr?s del capit?n Alatriste. Av?same si hay problemas, hab?an dicho sus ojos tras los lentes quevedescos. Dos aceros hacen m?s papel que uno. Y as?, consciente de mi responsabilidad, acomod? la daga de misericordia que llevaba atravesada al cinto y fui en pos de mi amo, discreto como un rat?n, confiando en que esta vez pudi?ramos terminar la comedia sin estocadas y en paz, pues habr?a sido bellaca afrenta estropearle el estreno a Tirso de Molina. Yo estaba lejos de imaginar hasta qu? punto la bell?sima actriz Mar?a de Castro iba a complicar mi vida y la del capit?n, poni?ndonos a ambos en grav?simo peligro, por no hablar de la corona del rey Felipe IV, que esos d?as anduvo literalmente al filo de una espada.

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Hice memoria. La calle era corta y oscura, con varios reparos que incluían una tapia derruida y un par de ángulos que la noche mantendría en sombras. El único problema, dije, sería que los sitios adecuados estuvieran ocupados por acechonas.

– ¿Acechonas?

– Putas.

Sentí un rudo placer en hablarle de ese modo, como si aquello me devolviera la iniciativa que ella parecía empeñada en controlar. Angélica de Alquézar no lo sabía todo, al cabo. Y a fin de cuentas, por muy vestida de hombre y muchas agallas que tuviera, en Madrid y de noche yo estaba en mi elemento, y ella no. La espada que pendía de mi cinto no era un adorno.

– Ah -dijo.

Eso me dio a plomo. Enamorado, sí. Hasta la gola. Pero no menguado. Y no estaba de más, concluí, ponerlo en claro

– Decidme qué os proponéis, y qué pinto en esto.

– Luego -repuso, y echó a andar, decidida.

No me moví. Tras un corto trecho ella se detuvo, volviéndose.

– Contádmelo -insistí- o seguís sola.

– No seréis capaz.

Se me encaraba desafiante en su indumento masculino, silueta negra, una mano al descuido en el cinto donde llevaba atravesado el puñal. Era mi turno: conté hasta diez y luego volví la espalda y caminé decidido. Seis, siete, ocho pasos. Maldije en mis entrañas, desgarrándome el corazón. Ella me dejaba ir, y yo no podía volver atrás.

– Esperad -dijo.

Me detuve, aliviado. Sus pasos sonaron acercándose, su mano se apoyó en mi brazo. Cuando me giré hacia ella, un reflejo de luna entre dos aleros clareaba sus ojos frente a los míos. Creí sentir su olor: pan tierno. Por mi vida que olía a pan tierno.

– Necesito escolta -apuntó.

– ¿Y por qué yo?

– Porque no puedo fiarme de otro.

Sonó sincero. Sonó a mentira. Sonó a cualquier cosa probable o improbable, posible o imposible; y lo cierto es que me daba igual cómo sonara. Ella estaba cerca. Mucho. Si hubiera alzado una de mis manos habría tocado su cuerpo. Rozado su rostro.

– He de vigilar a un hombre -dijo.

La contemplé, atónito. Qué hacía una menina de palacio en plena noche y peligros de Madrid, vigilando a un hombre. Por cuenta de quién. La siniestra imagen de su tío el secretario real me pasó por la cabeza. Me estaba enredando de nuevo, comprendí. Angélica era la sobrina de uno de los enemigos mortales del capitán Alatriste; la niña-moza que me había llevado tres años atrás a las cárceles de la Inquisición y al pie de la hoguera -Debéis de tomarme por estúpido.

Se quedó callada, el óvalo de su rostro como una mancha pálida en las sombras. Seguía el reflejo lunar en sus pupilas. Comprobé que se acercaba un poco más, y más todavía. Su cuerpo estaba tan próximo que la guarnición de su puñal se me clavaba en la cadera.

– Una vez os dije que os amo -susurró.

Y me besó en la boca.

Una ventana iluminada y un hacha de luz sucia, humeante, puesta en una argolla de la pared junto a la puerta de la taberna del Perro, era la única luz de la calleja. El resto estaba a oscuras, de modo que era fácil disimularse en las sombras, junto a la tapia en ruinas que daba a un huertecillo abandonado. Nos situamos allí, desde donde veíamos la puerta y la ventana. Al extremo de la calle, entre las tinieblas próximas a la calle de Tudescos, se movían los bultos de dos o tres pecatrices que echaban el anzuelo con poca suerte. De vez en cuando, hombres solos o en grupo entraban y salían de la taberna. Dentro se oían voces y risas, y a veces el canto de una copla o el aire de una chacona a la guitarra. Un borracho tambaleante vino a aliviarse a nuestro rincón; le di un susto de muerte cuando, sacando la daga, se la puse entre los ojos y le dije que se fuera enhoramala con su vejiga a otra parte. El borracho debió de tomarnos por gente ocupada en comercios carnales, y sin replicar nada se alejó dando bordos. Terquísima de mí, Angélica de Alquézar sofocaba la risa, divertida.

– Nos toma por lo que no somos -dijo-. Ni hacemos.

Parecía encantada con todo aquello: el lugar inadecuado, la hora, el peligro. Tal vez también conmigo, quise creer. Con mi presencia. De camino hacia allí habíamos visto pasar de lejos a la ronda nocturna: un alguacil y cuatro corchetes con rodelas y espadas, que caminaban alumbrándose con un farol. Eso nos obligó a dar un rodeo; primero, porque el uso de espada por un mozo de mis años, casi en el límite requerido por las premáticas, podía ser tomado a mal por la justa. Pero había algo más serio que mi toledana: el traje de hombre de Angélica no habría superado el escrutinio de los corchetes; y tal suceso, simpático y novelero en el tablado de un corral de comedias, podía tener graves consecuencias en la vida real. El uso de ropas de hombre por las mujeres estaba prohibido con rigor. Incluso muchas veces censuróse representar así en el teatro; y sólo se permitió a quienes interpretaban papeles de mujeres solteras ofendidas o deshonradas; que, como las Petronila y Tomasa de La Huerta de Juan Fernández o la Juana del Don Gil de las calzas verdes de Tirso, la Clavela de La francesilla de Lope y otros sabrosos personajes de ocurrencias semejantes, tenían como excusa ir en procura de su honor y del matrimonio, y no se disfrazaban por vicio, capricho o putería:

No te finjas tan helado.
Yo os quiero desengañar;
que soy sirena de mar,
de medio abajo, pescado.

– En fin. Mojigatos e hipócritas aparte -luego se llenaban las mancebías, pero ésa es otra historia-, no resultaba ajena a ese celo indumentario la presión de la Iglesia, que a través de confesores reales, obispos, curas y monjas, de los que siempre estuvimos más abastecidos que de chinches y garrapatas una posada de arrieros, procuraba, por la salvación de nuestras almas, que el diablo no hiciese de las suyas; hasta el punto de que ir vestidas de hombre llegó a considerarse agravante a la hora de mandar mujeres a la hoguera en los autos de fe. Pues hasta el Santo Oficio tomaba cartas en este asunto, como lo hacía -y lo sigue haciendo, pardiez- en tantos otros de nuestra desdichada España.

Pero no era desdicha lo que yo sentía aquella noche, escondido en las sombras frente a la taberna del Perro junto a Angélica de Alquézar. Estábamos sentados sobre mi capa, aguardando, y a veces nuestros cuerpos se rozaban. Ella miraba la puerta de la taberna, yo la miraba a ella, y a veces, cuando se movía, el hacha que chisporroteaba enfrente iluminaba el perfil de su rostro, la blancura de la piel, algunos cabellos rubios que escapaban bajo la gorra de fieltro. El ajustado jubón y las calzas dábanle el aspecto de un paje joven; pero esa impresión quedaba desmentida cuando un resplandor más intenso iluminaba sus ojos: claros, fijos, resueltos. En ocasiones parecía estudiarme con mucho sosiego y penetración, hasta el último recodo del alma. Y siempre, al final, antes de volverse de nuevo hacia la taberna, el lindo trazo de su boca se curvaba en una sonrisa.

– Contadme algo de vos -dijo de pronto.

Acomodé la espada entre mis piernas y estuve un rato azorado, sin saber qué decir. Al cabo hablé de la primera vez que la vi, casi una niña, en la calle de Toledo. De la fuente del Acero, de las mazmorras de la Inquisición, de la vergüenza del auto de fe. De su carta escrita a Flandes. De cómo pensaba en ella cuando nos cargaron los holandeses en el molino Ruyter y en el cuartel de Terheyden, mientras corría tras el capitán Alatriste con la bandera en las manos, seguro de que iba a morir.

– ¿Cómo es la guerra?

Parecía atenta a mi boca. A mí o a mis palabras. De improviso me sentí adulto. Casi viejo.

– Sucia -respondí con sencillez-. Sucia y gris.

Movió la cabeza despacio, cual si reflexionara sobre eso. Luego pidió que siguiera contando, y el color sucio y gris quedó relegado a un rincón de mi memoria. Apoyé la barbilla en la cazoleta de la espada y volví a hablar de nosotros. De ella y de mí. Del encuentro que tuvimos en el alcázar de Sevilla y de la emboscada a la que me condujo junto a las columnas de Hércules. De nuestro primer beso en el estribo de su coche, momentos antes de que yo me batiera a vida o muerte con Gualterio Malatesta. Eso fue lo que dije, más o menos. Nada de palabras de amor, ni sentimientos. Sólo describí nuestros encuentros, la parte de mi vida que tenía que ver con ella, de la forma más ecuánime posible. Detalle a detalle, como la recordaba. Como no la olvidaría nunca.

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