La Carta Esferica
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Un marino sin barco, desterrado del mar, conoce a una extra?a mujer que posee, tal vez sin saberlo, respuestas a preguntas que ciertos hombres se hacen desde siglos.
Cazadores de naufragios en busca del fantasma de un barco perdido en el Mediterr?neo, problemas de latitud y longitud cuyo secreto yace oculto en antiguos derroteros y cartas n?uticas, museos navales, bibliotecas…
Nunca el mar y la Historia, la ciencia de la navegaci?n, la aventura y el misterio se hab?an combinado de un modo tan extraordinario en una novela, como en La carta esf?rica. De Melville a Stevenson y Conrad, de Homero a Patrick O’Brian, toda la gran literatura escrita sobre el mar late en las p?ginas de esta historia fascinante e inolvidable.
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Seguía mirándolo con atención; parecía realmente interesada. Llevaba su falda larga y amplia de algodón azul, y una blusa blanca que resaltaba el bronceado de los últimos días. El pelo estaba sedoso y limpio igual que una escueta cortina de oro; la había visto lavárselo por la tarde. Para la ocasión sustituía el reloj masculino por un semanario de plata, cuyos siete aros relucían a la luz de la vela que ardía en el cuello de una botella, a un lado de la mesa.
– ¿Eso quiere decir que el mar ya no sirve?
– Tampoco es eso -Coy hizo un gesto vago-. Sirve. Lo que pasa es que… Bueno. Ya no es fácil mantenerse lejos.
– ¿Lejos de qué?
– Hay teléfono, y fax, e Internet… Ingresas en la escuela náutica porque… No sé. Porque quieres irte. Quieres conocer muchos sitios, y muchos puertos, y muchas mujeres…
Sus ojos distraídos se posaron en la cantante mulata. Tánger siguió la dirección de su mirada.
– ¿Has conocido a muchas mujeres?
– No recuerdo en este momento.
– ¿Muchas putas?
Se encaró con ella, irritado. Cómo te gusta tu maldito juego, pensaba. Ahora tenía delante unos ojos de hierro pavonado que lo miraban implacables. Parecían divertidos, pero también curiosos. Se tocó la nariz.
– Algunas -respondió.
Tánger estudió de soslayo a la cantante.
– ¿Negras?
Él bebió un trago de vino, vaciando medio vaso de golpe. Hizo ruido al ponerlo otra vez sobre la mesa.
– Sí -dijo-. Negras. Y chinas. Y mestizas… Como decía el Torpedero Tucumán, lo bueno de las putas es que te piden dólares, no conversación.
Tánger no parecía molesta. Miró de nuevo a la cantante. Sonreía pensativa, y él no encontró nada agradable en aquella sonrisa.
– ¿Y cómo son las negras?
Ahora observaba los fuertes antebrazos de Coy, desnudos bajo los puños remangados de la camisa. Éste la estuvo contemplando unos segundos y luego se echó hacia atrás, recostándose en la silla. Intentaba imaginar alguna barbaridad adecuada.
– No sé qué decirte. Algunas tienen el coño color de rosa.
La vio parpadear, entreabriendo la boca. Por un momento, advirtió retorcidamente satisfecho, la sonrisa parecía desconcertada. Touch, cabroncita. Luego volvió a enfrentarse a la mirada serena, la mueca irónica, el metal azul marino reflejando la luz de la vela.
– ¿Por qué te gusta alardear de grosero y de duro?
– No alardeo -bebió lo que quedaba en el vaso de vino. Lo hizo tomándose su tiempo, y después alzó un poco los hombros-. Uno puede ser grosero, puede ser duro y además puede ser idiota… En esa isla tuya, todo parece compatible.
– ¿Y has decidido ya si soy caballero o escudero?
Se quedó pensativo, tocando el vaso vacío.
– Lo que tú eres -dijo- es una maldita bruja mala.
No se trataba de un insulto, sino de un comentario. La enunciación de una circunstancia objetiva, que ella encajó sin mover un músculo de la cara. Lo miraba tan fijamente que Coy terminó preguntándose si lo miraba a él.
– ¿Quién es el Torpedero Tucumán?
– Era.
– ¿Quién era el Torpedero Tucumán?
Dios mío, pensó. Qué templada y qué lista es. Qué condenadamente lista. Después puso otra vez los brazos sobre la mesa y sacudió la cabeza, riendo casi para sus adentros. Una risa resignada que se llevó su irritación del mismo modo que el viento disipa la niebla. Cuando alzó los ojos vio que seguía mirándolo, pero que su expresión había cambiado. También sonreía, mas esta vez el sarcasmo ya no estaba allí. Era una sonrisa franca. No es nada personal, marinero. Y él sabía que en el fondo era cierto; no se trataba de nada personal. Así que le pidió a la camarera una ginebra azul con tónica, y luego puso cara de recordar: de Popeye evocador ante una copa. Aquellas noches con Olivia, etcétera. Y como se trataba exactamente de eso, y ella aguardaba, y no había nada que inventar porque todo estaba allí, en su memoria, situó sobre el mantel, sin esfuerzo, al propio personaje, dejándolo correr al hilo del sabor de la ginebra en su lengua. Así habló del Torpedero, y de la Tripulación Sanders, y del caballito de feria que una noche robaron en una atracción de Nueva Orleans, y del Anita.s de Guayaquil y el Happy Landers de El Callao, y del burdel más austral del mundo, que era el bar La Turca de Ushuaia. Y de la bronca de Copenhague, y de otra con policías en Trieste, cuando el Torpedero y el Gallego Neira también se dieron a la fuga tras hundirle la mandíbula a un guardia: piernas para qué os quiero, con Coy suspendido como de costumbre entre ambos, uno por cada brazo, y él movía los pies en el aire sin tocar el suelo, y así llegaron a salvo al barco. Y además le habló a Tánger, que escuchaba muy atenta e inclinada hacia adelante en la mesa, de la más fabulosa pelea que vieron nunca los puertos del mundo: la del remolcador de Rotterdam que llevaba marinos y estibadores de muelle a muelle y de barco a barco, sentados en bancadas largas, cuando un estibador holandés muy mamado cayó sobre el Torpedero, y la pelea corrió como un reguero de pólvora -viva Zapata, gritaba el Gallego Neira-, y ochenta hombres cargados de alcohol se enzarzaron a puñetazos abajo, en la gran cámara; y Coy se fue a cubierta a tomar el aire, y de vez en cuando el Torpedero asomaba por un portillo, respiraba y volvía a meterse dentro. Y todo terminó con el remolcador arriando al final del viaje marinos y estibadores inconscientes, tumefactos y oliendo a alcohol; echándolos como fardos aquí y allá, cada uno en su muelle y en su barco, igual que un repartidor de telepizzas.
De telepizzas, repitió. Luego se quedó callado, una vaga sonrisa en la boca. Tánger estaba muy quieta, como si temiera tirar un castillo de naipes.
– ¿Qué ha cambiado, Coy?
– Todo -dejó de sonreír, bebió un poco más, y el aroma de la ginebra azul fue deslizándose por su garganta, analgésico-. Ya no hay viaje, porque apenas quedan barcos de verdad… Ahora un barco es como un avión: no viajas, te transportan del punto A al punto B.
– ¿Y antes era distinto?
– Claro que sí. La soledad del viajero era posible: estabas entre A y B, suspendido en lo intermedio, y el trayecto era largo… Ibas ligero de equipaje y no importaba el desarraigo.
– El mar sigue siendo el mar. Tiene secretos y peligros.
– Pero no como antes. Ahora es como llegar demasiado tarde a un muelle vacío, y ver el humo de la chimenea alejándose en el horizonte… Cuando eres alumno usas el vocabulario correcto, babor y estribor y todo lo demás. Intentas conservar tradiciones, confías en capitanes como de niño confiabas en Dios… Pero ya no funciona… Yo soñaba con tener un buen capitán, como el Macwhirr de “Tifón”. Y serlo yo también algún día.
– ¿Qué es un buen capitán?
– Alguien que sabe lo que hace. Que nunca pierde la cabeza. Que sube al puente en tu guardia y ve un barco cerrándote por la banda, y en vez de decir mete todo a estribor que nos la vamos a pegar, se calla y te mira y espera a que tú hagas la maniobra correcta.
– ¿Tuviste buenos capitanes?
Coy hizo una mueca. Aquélla era una buena pregunta. Pasó mentalmente las páginas de un álbum de fotos viejas con manchas de agua de mar. También había manchas de mierda.
– Tuve de todo -dijo-. Miserables y borrachos y cobardes, y también gente estupenda. Pero siempre confié en ellos. Toda mi vida, hasta hace muy poco, la palabra capitán me inspiró respeto. Ya te he dicho que la asociaba con ese capitán que describe Conrad: ‘“El temporal se había cruzado con aquel hombre taciturno y sólo consiguió arrancarle algunas palabras”’… Recuerdo un temporal duro del noroeste, el primero de mi vida, en el golfo de Vizcaya, con olas enormes que cubrían la proa del “Migalota” hasta el puente. Llevábamos escotillas Mcgregor con problemas de juntas que no encajaban bien; entraba agua con cada cáncamo, y la carga era de mineral, que al mojarse se corre fácil… Y cada vez que hundíamos la proa en el agua y parecía que ya no iba a salir, el capitán don Ginés Sáez, que iba agarrado a la timonera, murmuraba ‘Dios’ muy bajito, entre dientes… En el puente había cuatro o cinco personas; pero yo, que estaba a su lado, era el único que podía oírlo. Nadie más se dio cuenta. Y cuando miró de reojo y vio que yo andaba cerca, no volvió a abrir la boca.