El Zorro
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«?sta es la historia de Diego de la Vega y de c?mo se convirti? en el legendario Zorro. Por fin puedo revelar su identidad, que por tantos a?os mantuvimos en secreto?» California, a?o 1790: empieza una aventura en una ?poca fascinante y turbulenta, con personajes entra?ables y de esp?ritu ind?mito, y un hombre de coraz?n rom?ntico y sangre liviana. Lleg? la hora de desenmascarar al Zorro. Isabel Allende rescata la figura del h?roe y, con iron?a y humanidad, le da vida m?s all? de la leyenda.
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No sospechaba que ese personaje era la madre de Diego de la Vega, pero había oído el cuento varias veces de boca de la misma Eulalia, quien padecía el vicio de tratar de controlar las vidas ajenas y además se jactaba de ello. Pensaba suplicarle que recibiera a las niñas De Romeu en su corte en calidad de protegidas, en vista de que habían perdido a su padre y no contaban con familia. Salvarlas de la deshonra y lograr que fuesen aceptadas de vuelta en la sociedad sería un desafío interesante para Eulalia, tal como lo fue aquella india en California, veintitantos años antes.
Cuando la madraza abriera su corazón a Juliana e Isabel, como al final hacía con casi todo el mundo, él volvería a plantear el asunto del casamiento. Sin embargo, si aquel rebuscado plan no daba resultados, siempre existía la alternativa sugerida por la misma Eulalia. Las palabras de su tía le habían dado una impresión imborrable: Juliana de Romeu podría ser su amante. Sin un padre que velara por ella, la joven terminaría mantenida por algún protector. Nadie mejor que él mismo para ese papel. No era mala idea. Eso le permitiría obtener una esposa con rango, tal vez la misma Medinaceli, sin renunciar a Juliana. Todo se puede hacer con discreción, pensó. Con esto en mente se presentó en la residencia de Tomás de Romeu.
La casa, que siempre le había parecido venida a menos, ahora se veía arruinada. En pocos meses, desde que cambió la situación política en España y Tomás de Romeu se sumió en sus preocupaciones y deudas, el edificio adquirió el mismo aire derrotado y suplicante de su dueño. La maleza se había apoderado del jardín, las palmeras enanas y los helechos se secaban en sus maceteros, había bosta de caballo, basura, gallinas y perros en el patio noble. En el interior de la mansión reinaban el polvo y la penumbra, no se habían abierto las cortinas ni encendido las chimeneas durante meses. El soplo frío del otoño parecía atrapado en las inhóspitas salas. Ningún mayordomo salió a recibirlo, en su lugar apareció Nuria, tan mal agestada y seca como siempre, y lo condujo a la biblioteca.
La dueña había tratado de reemplazar al mayordomo y hacía lo posible por mantener a flote aquel velero a punto de naufragar, pero carecía de autoridad frente al resto de la servidumbre. Tampoco sobraba el dinero en efectivo, porque habían guardado hasta el último maravedí para el futuro, única dote que tendrían Juliana e Isabel.
Diego había llevado los pagarés de Eulalia de Callís donde un banquero que ella misma recomendó, hombre de escrupulosa honestidad, quien le entregó el equivalente en piedras preciosas y algunos doblones de oro, con el consejo de coser aquel tesoro en los refajos. Les explicó que así habían salvado sus bienes los hebreos durante siglos de persecución, porque se podía transportar fácilmente y en todos lados valía igual. Juliana e Isabel no podían creer que ese puñado de pequeños cristales de colores representara todo lo que su familia había poseído.
Mientras Rafael Moncada aguardaba en la biblioteca, entre los libros empastados en cuero que fueran el mundo privado de Tomás de Romeu, Nuria partió a llamar a Juliana. La joven estaba en su habitación, cansada de llorar y rezar por el alma de su padre.
– No tienes obligación de hablar con ese desalmado, niña -dijo la dueña-. Si quieres, puedo decirle que se vaya al infierno.
– Pásame el vestido color cereza y ayúdame a peinarme, Nuria. No quiero que me vea de luto ni vencida -decidió la joven.
Momentos más tarde aparecía en la biblioteca, tan deslumbrante como en sus mejores tiempos. En la luz vacilante de las velas, Rafael no alcanzó a ver sus ojos enrojecidos por el llanto ni la palidez del duelo. Se puso de pie de un salto, con el corazón al galope, comprobando una vez más el efecto inverosímil que esa joven tenía sobre sus sentidos. Esperaba verla deshecha de sufrimiento y en cambio allí estaba ante él, tan hermosa, altiva y conmovedora como siempre. Cuando logró sacar la voz sin carraspear, manifestó cuánto lamentaba la horrible tragedia que afectaba a su familia y le reiteró que no había dejado piedra sin levantar en busca de ayuda para don Tomás, pero todo había sido inútil. Sabía, agregó, que su tía Eulalia le había aconsejado irse de España con su hermana, pero él no lo consideraba necesario. Estaba convencido de que pronto se ablandaría el puño de hierro con que Fernando VII estrangulaba a sus opositores.
El país estaba en ruinas, el pueblo había sufrido demasiados años de violencia y ahora clamaba por pan, trabajo y paz. Sugirió que Juliana e Isabel usaran de ahora en adelante sólo el apellido de su madre, ya que el del padre estaba irrevocablemente manchado, y se recluyeran por un tiempo prudente, hasta que callaran las murmuraciones en torno a Tomás de Romeu. Tal vez entonces podrían reaparecer en sociedad. Entretanto estarían bajo su protección.
– ¿Qué sugiere usted exactamente, señor? -preguntó Juliana, a la defensiva.
Moncada le reiteró que nada lo haría más feliz que tomarla por esposa y que su oferta anterior seguía en pie, pero dadas las circunstancias sería necesario guardar las apariencias por unos meses. También debían sortear la oposición de Eulalia de Callís, pero eso no constituía un problema insalvable. Cuando su tía tuviera ocasión de conocerla mejor, sin duda cambiaría de parecer.
Suponía que ahora, después de tan graves acontecimientos, Juliana habría reflexionado respecto a su futuro. Aunque él no la merecía -no existía el hombre que la mereciera a plenitud-, colocaba su vida y su fortuna a sus pies. A su lado jamás le faltaría nada. Aunque el casamiento debía ser postergado, él podía ofrecerles a ella y su hermana bienestar y seguridad. La suya no era una oferta baladí, le rogaba que le diese debida consideración.
– No pido una respuesta inmediata. Comprendo cabalmente que usted está de duelo y tal vez no es el momento de hablar de amor…
– Nunca hablaremos de amor, señor Moncada, pero podemos hablar de negocios -lo interrumpió Juliana-. Por una denuncia suya he perdido a mi padre.
Rafael Moncada sintió que la sangre se le agolpaba en la cabeza y se quedaba sin aliento.
– ¡No puede acusarme de semejante villanía! Su padre cavó su propia tumba, sin ayuda de nadie. Le perdono este insulto sólo porque está fuera de sí, ofuscada por el dolor.
– ¿Cómo piensa recompensarnos a mi hermana y a mí por la muerte de nuestro padre? -insistió ella, con lúcida ira.
Su tono era tan desdeñoso, que Moncada perdió por completo los estribos y sin más decidió que no valía la pena seguir fingiendo una caballerosidad inútil. Por lo visto ella era una de esas mujeres que responden mejor ante la autoridad masculina. La cogió por los brazos y, sacudiéndola con violencia, le espetó que ella no estaba en posición de negociar, sino de agradecer, acaso no se daba cuenta de que podía acabar en la calle o en prisión con su hermana, tal como le había sucedido al traidor de su padre; la policía estaba advertida y sólo la oportuna intervención de él había impedido que fueran arrestadas, pero eso podía ocurrir en cualquier momento, sólo él podía salvarlas de la miseria y el calabozo.
Juliana trató de zafarse y en el forcejeo se rompió la manga del vestido, revelando el hombro, y se desprendieron las horquillas que le sujetaban el moño. Su melena negra cayó sobre las manos de Moncada. Incapaz de controlarse, el hombre empuñó la olorosa masa de cabellos, echó hacia atrás la cabeza de la joven y la besó de lleno en la boca.
Diego había espiado la escena desde la puerta entreabierta, repitiendo calladamente, como una letanía, el consejo del maestro Escalante en la primera lección de esgrima: jamás se debe combatir con rabia. Sin embargo, cuando Moncada se abalanzó sobre Juliana para besarla a la fuerza, no pudo contenerse e irrumpió en la biblioteca con la espada en la mano, resollando de indignación.
Moncada soltó a la joven, empujándola hacia la pared, y sacó su acero. Los dos hombres se enfrentaron, las rodillas flexionadas, las espadas en la diestra en ángulo de noventa grados con el cuerpo, el otro brazo levantado por encima del hombro, para mantener el equilibrio. Tan pronto adoptó esta posición, la furia de Diego se esfumó y fue reemplazada por una calma absoluta. Respiró hondo, vació el aire del pecho y sonrió satisfecho. Por fin estaba en control de su fogosidad, como le había insistido desde el principio el maestro Escalante. Nada de perder el aliento. Tranquilidad de espíritu, pensamiento claro, firmeza del brazo. Esa sensación fría, que le recorría la espalda como un viento invernal, debía preceder a la euforia del combate. En ese estado la mente dejaba de pensar y el cuerpo respondía por reflejo.
La finalidad del severo entrenamiento de combate de La Justicia era que el instinto y la destreza dirigieran sus movimientos. Se cruzaron los aceros un par de veces, tanteándose, y de inmediato Moncada lanzó una estocada a fondo, que él detuvo en seco.
Desde las primeras fintas, Diego pudo evaluar la clase de contrincante que tenía al frente. Moncada era muy buen espadachín, pero él tenía más agilidad y práctica; no en vano había hecho de la esgrima su principal ocupación. En vez de devolver la estocada con celeridad, fingió torpeza, retrocediendo hasta quedar con la espalda contra la pared, a la defensiva. Paraba los golpes con aparente esfuerzo, a la desesperada, pero en realidad el otro no podía meterle el acero por ninguna parte.
Más tarde, cuando tuvo tiempo de evaluar lo ocurrido, Diego se dio cuenta de que, sin planearlo, representaba dos personajes diferentes según las circunstancias y la ropa que llevara puesta. Así bajaba las defensas del enemigo. Sabía que Rafael Moncada lo desdeñaba, él mismo se había encargado de ello fingiendo manierismos de pisaverde en su presencia. Lo hacía por la misma razón que lo había hecho con el Chevalier y su hija Agnés: por precaución.
Cuando se batió a tiros con Moncada, éste pudo medir su valor, pero por orgullo herido procuró olvidarlo. Después se encontraron en varias ocasiones y en cada una Diego reforzó la mala idea que su rival tenía de él, porque adivinaba que era un enemigo sin escrúpulos. Decidió enfrentarlo con astucia, más que con bravuconadas. En la hacienda de su padre los zorros solían bailar para atraer a los corderitos, que se acercaban curiosos a observarlos y al primer descuido terminaban devorados. Con la táctica de hacerse el bufón despistaba y confundía a Moncada. Hasta ese momento no tenía conciencia cabal de su doble personalidad, por una parte Diego de la Vega, elegante, melindroso, hipocondríaco, y por otra el Zorro, audaz, atrevido, juguetón. Suponía que en algún punto entremedio estaba su verdadero carácter, pero no sabía cómo era, si ninguno de los dos, o la suma de ambos. Se preguntó cómo lo veían, por ejemplo, Juliana e Isabel, y concluyó que no tenía la menor idea, tal vez se le había pasado la mano con el teatro y les había dado la impresión de ser un farsante. Sin embargo, no había tiempo de cavilar sobre estas interrogantes, porque la vida se le había complicado y se requería acción inmediata. Asumió que era dos personas y decidió convertir eso en una ventaja.