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El Zorro

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El Zorro
Название: El Zorro
Автор: Allende Isabel
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Zorro читать книгу онлайн

El Zorro - читать бесплатно онлайн , автор Allende Isabel

«?sta es la historia de Diego de la Vega y de c?mo se convirti? en el legendario Zorro. Por fin puedo revelar su identidad, que por tantos a?os mantuvimos en secreto?» California, a?o 1790: empieza una aventura en una ?poca fascinante y turbulenta, con personajes entra?ables y de esp?ritu ind?mito, y un hombre de coraz?n rom?ntico y sangre liviana. Lleg? la hora de desenmascarar al Zorro. Isabel Allende rescata la figura del h?roe y, con iron?a y humanidad, le da vida m?s all? de la leyenda.

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Nadie le dio ni una mirada. Se introdujo en los galpones, disimulándose entre las carrozas, escogió la que le convenía y aguardó encogido en su interior, con los dedos cruzados para que ningún mozo de cuadra lo descubriera. Sabía que a las cinco tocaban una campana para llamar a la servidumbre a la cocina, la misma Eulalia de Callís se lo había contado. Era la hora en que la matriarca ofrecía un tentempié a su ejército de criados: tazones de espumante chocolate con leche y pan para ensopar.

Media hora más tarde Diego escuchó los campanazos y en un dos por tres el patio se vació de gente. La brisa le trajo el delicado aroma del chocolate y se le llenó la boca de saliva. Desde que se fuera la familia al campo, se comía muy mal en la casa De Romeu. Diego, consciente de que sólo disponía de diez o quince minutos, desprendió deprisa el escudo de armas de la portezuela de una carroza y se apoderó de un par de chaquetas del elegante uniforme de los lacayos, que colgaban en sus perchas. Eran libreas de terciopelo celeste con cuello y forro carmesí, y botones y charreteras doradas. Completaban la tenida, cuellos de encaje, pantalones blancos, zapatos de charol negro con hebillas de plata y una faja de brocado rojo en la cintura. Como decía Tomás de Romeu, ni Napoleón Bonaparte se vestía con tanto lujo como los criados de Eulalia.

Una vez seguro de que el patio estaba desocupado, salió con su carga, escondiéndose entre los arbustos, y buscó su caballo. Poco después trotaba calle abajo.

En casa de Tomás de Romeu se hallaba la desvencijada carroza de la familia, demasiado frágil y antigua para llevarla al campo. Comparada con cualquiera de las de doña Eulalia era una ruina, pero Diego contaba con que de noche y con prisa nadie notaría su decrépito aspecto. Debía esperar que se pusiera el sol y medir su tiempo con cuidado, de eso dependería el éxito de su misión.

Después de clavar el escudo en la carroza, se dirigió a la bodega de los licores, que el mayordomo siempre mantenía bajo llave, insignificante estorbo para Diego, quien había aprendido a violar toda suerte de cerrojos. Abrió la bodega, sacó un barril de vino y se lo llevó rodando a plena vista de los criados, que no le hicieron preguntas, creyendo que don Tomás le había dado la llave antes de irse.

Durante más de cuatro años Diego había guardado como un tesoro el frasco del jarabe de la adormidera que le diera su abuela Lechuza Blanca como regalo de despedida, con la promesa de que sólo debía usarlo para salvar vidas. Ése era justamente el destino que pensaba darle. Muchos años antes, con aquella poción el padre Mendoza había amputado una pierna y él había aturdido a un oso. No sabía cuan poderosa sería la droga disuelta en esa cantidad de vino, tal vez no tendría el efecto que él esperaba, pero debía intentarlo. Vertió el contenido del frasco en el tonel y lo rodó para mezclarlo.

Poco después llegaron dos cómplices de La Justicia , que se encasquetaron pelucas blancas de lacayos y las libreas del uniforme de la casa de Callís, para acompañarlo. Diego se vistió como príncipe, con su mejor tenida de chaqueta de terciopelo café con pasamanería de oro y plata, cuello de piel, corbata de plastrón sujeta con un prendedor de perlas, pantalón color mantequilla, zapatos de petimetre con hebillas doradas y sombrero de copa. Así lo condujeron sus camaradas en la carroza al cuartel.

Era de noche cerrada cuando se presentó ante la puerta, mal alumbrada por unos faroles. Diego ordenó a los dos centinelas, con la voz altisonante de alguien acostumbrado a mandar, que llamaran a su superior. Éste resultó ser un joven alférez con fuerte acento andaluz, que se impresionó con la aplastante elegancia de Diego y el escudo de armas de la carroza.

– Su excelencia, doña Eulalia de Callís, le envía un tonel del mejor vino de sus bodegas, para que haga un brindis con sus hombres por ella esta misma noche. Es su cumpleaños -anunció Diego con aire de superioridad.

– Me parece extraño… -alcanzó a balbucear el hombre, sorprendido.

– ¿Extraño? ¡Debe ser nuevo en Barcelona! -lo interrumpió Diego-. Su excelencia siempre ha mandado vino al cuartel para su cumpleaños, y con mayor razón lo hace ahora, cuando la patria está libre del déspota ateo.

Desconcertado, el alférez ordenó a sus subalternos que retiraran el barril e incluso invitó a Diego a beber con ellos, pero éste se excusó, alegando que debía repartir otros presentes similares en La Ciudadela.

– Dentro de un rato, su excelencia les enviará su guiso predilecto, pies de cerdo con nabos. ¿Cuántas bocas hay aquí? -preguntó Diego.

– Diecinueve.

– Bien. Buenas noches.

– Su nombre, señor, por favor…

– Soy don Rafael Moncada, sobrino de su excelencia, doña Eulalia de Callís -replicó Diego, y golpeando con su bastón la portezuela de la carroza ordenó al falso cochero emprender la retirada.

A las tres de la madrugada, cuando la ciudad dormía y las calles se encontraban vacías, Diego se dispuso a llevar a cabo la segunda etapa del plan. Calculaba que en esas horas los hombres del cuartel habrían bebido su vino y, si no estaban dormidos, por lo menos estarían atontados. Ésa sería su única ventaja. Se había cambiado de ropa y vestía como el Zorro. Llevaba látigo, pistola y su espada afilada como navaja. Para no llamar la atención con los cascos de un caballo sobre los adoquines, fue a pie.

Deslizándose pegado a los muros, llegó hasta una de las callejuelas próximas al cuartel, donde verificó que los mismos centinelas, bostezando de fatiga, seguían bajo los faroles. Por lo visto no habían tenido ocasión de probar el vino. En las sombras de un zaguán lo esperaban Julio César y otros miembros de La Justicia , disfrazados de marineros, tal como habían convenido. Diego les dio sus instrucciones, que incluían la orden terminante de no intervenir para ayudarlo, pasara lo que pasara. Cada uno debía velar por sí mismo. Se desearon suerte mutuamente en nombre de Dios y se separaron.

Los marineros fingieron una riña de borrachos cerca del cuartel, mientras Diego esperaba su oportunidad disimulado en la oscuridad. La pelea atrajo la atención de los centinelas, que abandonaron brevemente sus puestos para averiguar la causa del bochinche. Se aproximaron a los supuestos ebrios para advertirles que se alejaran o serían arrestados, pero éstos continuaron propinándose torpes bofetones, como si no los oyeran. Tanto trastabillaban y mascullaban tonterías, que los centinelas se echaron a reír de buena gana, pero cuando se dispusieron a dispersarlos a golpes, los borrachos recuperaron milagrosamente el equilibrio y se les fueron encima.

Pillados por sorpresa, los guardias no atinaron a defenderse. Los aturdieron en un instante, los cogieron por los tobillos y los arrastraron sin miramientos a un callejón adyacente, donde había una puerta de enanos disimulada en un portal. Golpearon tres veces, se abrió una mirilla, dieron la contraseña y una mujer sesentona, vestida de negro, les abrió. Entraron agachados, para evitar darse cabezazos contra el bajísimo dintel, e introdujeron a sus prisioneros inertes en una bodega de carbón. Allí los dejaron atados de manos y encapuchados, después de quitarles la ropa. Se colocaron los uniformes y volvieron a la puerta del cuartel para apostarse bajo los faroles. En los escasos minutos que duró la operación de reemplazar a los centinelas, Diego se había introducido al edificio, espada y pistola en mano.

Por dentro el sitio parecía desierto, reinaba un silencio de cementerio y había muy poca luz porque a la mitad de las lámparas se les había consumido el aceite. Invisible como un espectro -sólo el brillo de su acero delataba su presencia-, el Zorro atravesó el vestíbulo. Empujó cautelosamente una puerta y se asomó a la sala de armas, donde sin duda habían distribuido el contenido del barril, porque había media docena de hombres roncando en el suelo, incluyendo el alférez. Se aseguró de que ninguno estaba despierto y luego revisó el tonel. Había sido vaciado hasta la última gota.

– ¡Salud, señores! -exclamó satisfecho, y en un impulso juguetón trazó en el muro una letra zeta con tres rayas de su espada. La advertencia de Bernardo de que el Zorro terminaría por apoderarse de él acudió a su mente, pero ya era tarde.

Confiscó deprisa las armas de fuego y los sables, los amontonó en los arcones del vestíbulo, y enseguida continuó su excursión por el edificio, apagando faroles y velas a medida que avanzaba. Las sombras siempre habían sido sus mejores aliadas. Encontró otros tres hombres derrotados por el jarabe de Lechuza Blanca y calculó que, si no le habían mentido, quedaban alrededor de ocho. Esperaba dar con las celdas de los presos sin tener que enfrentarlos, pero le llegaron voces cercanas y comprendió que debía ocultarse deprisa.

Se hallaba en una amplia habitación casi desnuda. No había dónde parapetarse y tampoco alcanzaba a apagar las dos antorchas en el muro opuesto, a quince pasos de distancia. Miró a su alrededor y lo único que podía servirle fueron las gruesas vigas de la techumbre, demasiado altas para alcanzarlas de un brinco. Envainó la espada, se metió la pistola en el cinturón, desenrolló el látigo y con un gesto de la muñeca enroscó la punta en una de las vigas, haló para tensarlo y trepó mediante un par de brazadas, como lo había hecho tantas veces en los cabos de los mástiles y en el circo de los gitanos.

Una vez arriba recogió el látigo y se aplastó sobre la viga, tranquilo porque allí no llegaba la luz de las antorchas. En ese momento entraron dos hombres conversando y, a juzgar por lo animados que parecían, no habían recibido su ración de vino. Diego decidió interceptarlos antes de que llegaran a la sala de armas, donde sus compañeros yacían despatarrados en lo mejor del sueño. Esperó que pasaran debajo de la viga y se dejó caer desde arriba como un enorme pájaro negro, la capa abierta en abanico y el látigo en una mano. Paralizados, los hombres se demoraron en desenvainar sus sables, dándole tiempo de doblarles las piernas de dos certeros latigazos.

– ¡Muy buenas noches, señores! -saludó con una pequeña reverencia burlona a sus víctimas, que estaban de rodillas-. Les ruego coloquen los sables con mucho cuidado en el suelo.

Hizo chasquear el látigo a modo de advertencia, mientras sacaba la pistola que llevaba al cinto. Los hombres le obedecieron sin chistar y él pateó los sables a un rincón.

– A ver si me ayudan, vuestras mercedes. Supongo que no quieren morir, y a mí me fastidia matarlos. ¿Dónde puedo encerrarles para que no me den problemas? -les preguntó, irónico.

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