El Club De Las Chicas Temerarias
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El club de las chicas temerarias est? formado por seis pr?speras mujeres latinas que se conocen desde que comenzaron la universidad. Provenientes de diferentes ambientes econ?micos, culturas y religiones, consolidan su inquebrantable amistad reuni?ndose cada seis meses, pase lo que pase, para cenar, cotillear, compartir sus ?xitos o ayudarse en los peores momentos de sus vidas.
Vicepresidenta de una importante compa??a, Usnavys es un divertido cicl?n negro, Sara es una mod?lica madre y la esposa de un abogado y respetado miembro de la comunidad jud?a, Elizabeth es copresentadora de un programa de televisi?n matutino y portavoz nacional de una organizaci?n cristiana, Rebecca es sencillamente perfecta, la creadora de Ella, la revista de la mujer hispana m?s popular del pa?s, Amber, cantante y guitarrista de rock, espera su gran oportunidad, y Lauren es la redactora m?s joven y la ?nica hispana del diario Gazette. ?Son las temerarias!
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– El mero hecho de estar aquí contigo -le cuento-, mi madre no lo aprobaría.
– ¿Y por qué? -y se incorpora ligeramente, como preparándose para un golpe que ya ha recibido antes.
– Porque eres negro.
Se ríe estruendosamente.
– Sí, supongo que lo soy. ¿Y tú qué opinas de eso?
– ¿Yo?
Me muevo en el asiento incómoda. No esperaba una pregunta tan directa.
– Sí, tú.
Carraspea y se incorpora de nuevo.
– ¿Yo? No me importa. No veo la diferencia. Me educaron de una cierta manera, y ciertas cosas me vienen a la mente de vez en cuando, pero creo en lo que Martin Luther King dijo sobre juzgar a los hombres por su carácter, no por su color de piel.
– Ah, sí. El viejo doctor King. Los americanos nunca se cansan de hablarme de él. ¿Sabías que él no fue el primero en decir eso?
– ¿Ah, no?
– José Martí, el gran poeta cubano, lo dijo primero, un siglo antes.
– ¿De verdad? Yo debería saber una cosa así, ¿no? ¿Por qué no me hablaron de ese tal Martí en la universidad?
– Sí, es cierto.
Bebe el vino a sorbos y sigue cenando. Se le ve distraído, y un poco tenso.
– Lo siento -le digo-. No puedo cambiar la forma de ser de mis padres.
– No pasa nada. Pero no deja de sorprenderme -dice- lo obsesionados que están los americanos con el color de la piel. He tenido que adaptarme a eso. Por supuesto, al crecer en Nigeria, mis padres nunca tuvieron que adoctrinarme así. Había problemas más graves, corrupción institucional, pobreza y violencia. Problemas de casta y rango y una falta de acceso a la educación y a otros recursos. Vivimos una larga y cruenta guerra civil en los sesenta, Rebecca, y dejó a su paso graves problemas que la mayoría de la gente de América no puede ni imaginar.
– Claro.
No tenía ni idea de que hubiera habido una guerra civil en Nigeria. Quiero decírselo pero no lo hago. Prosigue:
– Por lo tanto no nos educaron con una identidad racial, no como piensan los americanos. Tenemos nuestras propias etnias (yo soy yoruba), que pueden parecer irrelevantes aquí, pero que implican todo para nosotros. Para vosotros, todos somos negros. Y eso es deshumanizarnos. Siempre me sorprende cómo se habla de la raza aquí. No veo las cuestiones de raza como vosotros. Es un problema que me es completamente ajeno.
Me sorprendo moviendo los cubiertos en la mesa.
– De hecho, suele molestarme la actitud de algunos negros americanos respecto a la raza y cómo la culpan de todo lo malo que les pasa. No lo entiendo en absoluto.
– ¡Lo sé! Sé exactamente lo que me quieres decir. También lo hacen los hispanos. Todo el tiempo. Deberías oír hablar a mi amiga Amber. Ella piensa que es víctima del genocidio. Intento explicarle que las verdaderas víctimas del genocidio están todas muertas. No es posible ser una víctima viviente del genocidio.
– Es la cultura de la culpa.
– Hay mucha ira.
– Sí, la hay, pero mal enfocada, creo. Me refiero a los colegios, y veo algunos de estos jóvenes negros haciendo novillos o dejando los estudios, mal vestidos, y encima culpando al «sistema» de sus problemas. Quieren saber cómo he llegado donde estoy y cómo he luchado contra los prejuicios. Les digo la maldita verdad, que no me he encontrado ningún prejuicio. He trabajado muy duro, soy bueno en lo que hago, y eso es todo. Los negros americanosno quieren oír eso. Tampoco, francamente, los blancos que me admiran por las mismas razones.
– Los hispanos tampoco lo quieren oír… No todos, pero sí muchos. Bastantes.
André mueve la cabeza:
– En Nigeria, la escuela pública nunca fue una opción. Simplemente no existía. Estos chicos no tienen ni idea de lo bien que están aquí. Ése es uno de los motivos por los que mis padres se fueron de África. Los negros de aquí intentan que me una a sus cruzadas, como si yo tuviera las mismas experiencias que ellos, y no me interesa. Se hacen llamar afroamericanos, y no saben nada de África. Algunas veces les pido que me nombren dos ríos del continente africano, y no saben hacerlo. Ni siquiera pueden citar cuatro países africanos. Me atrevo a decir que la mayoría de los americanos creen que África es un país, y no un continente. Éste sería un país maravilloso, y si la gente trabajara duro, prosperarían. Es así de simple. Míranos.
– Lo sé, míranos.
Me mira y sonríe.
– Me encanta mirarte. De verdad.
El rubor, de nuevo.
– Tú también alegras la vista, André.
Se apoya en la mesa, y me besa. Es un besito suave y elegante en los labios.
– Tu marido está loco.
– Ex marido. Bueno, pronto será un ex. En mi corazón, ya lo es.
– Ah, me gusta cómo suena eso. Sabes, podría estar mirándote siempre, Rebecca -me dice.
Yo me echo hacia atrás, avergonzada. No estoy segura de por qué, pero me preocupa que la gente nos esté observando. Me preocupa que la gente sepa que todavía no estoy divorciada, o que les importe que seamos de diferentes tonos de piel.
– ¿Qué te apetece? ¿Un postre? -pregunta, y demuestra subuena educación una vez más cambiando de tema al ver mi incomodidad.
– Nunca tomo postre.
– Ya lo sé. Por eso estás tan delgada, ¿no? Pero uno no te matará. Sólo uno.
Llama al camarero alzando ligeramente una mano, y pregunta las sugerencias:
– ¿Cuál es el mejor postre de esta noche? -pregunta.
El camarero recomienda la tarta de chocolate caliente.
– Está bien -dice André-. Tomaremos una de ésas y otra que esté realmente buena. A su elección. Eso, y dos cafés. ¿Tomas café, no, Rebecca?
– No. No tomo café. Tomaré una infusión.
El camarero asiente, y desaparece.
– Perdona que pida por ti -dice André-. Tenía que haberte preguntado primero. Cuando me mudé a Estados Unidos, la gente pensaba que estaba loco por pedir té en lugar de café. Ya me he acostumbrado al café. Me encanta que prefieras el té, te lo aseguro. No volveré a pedir por ti.
– Está bien -digo-. Es agradable que alguien tome las riendas.
El camarero regresa con la tarta de chocolate y con una tarta de queso y arándanos. Me permito probar un bocado de cada una. Están tan ricas que casi me pongo a llorar. André sirve otra copa de vino a cada uno, y alza la copa para brindar de nuevo.
– Por este fin de semana -me dice, guiñando el ojo.
– Por este fin de semana -repito como un loro, y entonces, me doy cuenta de que no tengo ni idea de a qué se refiere-. ¿Qué pasa este fin de semana?
– Nos vamos a Maine.
– ¿Quién?
– Nosotros: tú y yo.
– ¿Nosotros?
– Pensaba que lo sabías -me sonríe, travieso, y le aparecen los hoyuelos.
– Nadie me ha dicho nada -digo.
Estoy más torpe que de costumbre, debido al vino.
Pone una mano cálida y suave sobre la mía.
– Te lo acabo de decir -me dice-. ¿Qué me dices? ¿Tú y yo, y un hotelito que conozco en Freeport? En Freeport puedes ir de compras. Invito yo. Si fuera otra época del año, incluso podríamos esquiar, pero el senderismo es agradable en primavera.
Tomo otro bocado de tarta de queso, lo más cremoso y dulce que he comido en mi vida.
– Nunca he esquiado.
André se sorprende:
– ¿Creciste en las montañas Rocosas y nunca has esquiado? Vergonzoso.
– Pero ¿sabes que Albuquerque está en las montañas?
– Claro.
Me río en alto:
– André, no creerías cuánta gente lo ignora. No creerías cuánta gente no sabe siquiera que Nuevo México es un estado, y mucho menos que su ciudad más grande está a más de cinco mil pies sobre el nivel del mar. Todos piensan que soy de un desierto caluroso.
– Sé más de ti de lo que imaginas. Así que vamos a esquiar. Podemos ir a Sudamérica. Invito yo. Esquiar es una de mis pasiones. ¿Esquí de fondo? No es peligroso.
– No sé.
– Entonces iremos de compras, por ahora. ¿Sabes comprar?
– Eso sí que sé.
– Te pasaré a recoger el viernes después del trabajo. ¿Te parece bien?