El senor de la medianoche

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El senor de la medianoche
Название: El senor de la medianoche
Автор: Kinsale Laura
Дата добавления: 16 январь 2020
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El senor de la medianoche - читать бесплатно онлайн , автор Kinsale Laura

Una vez fue el Seigneur de Minuit, el se?or de la medianoche, un hombre al margen de la ley, un aventurero que impon?a su ley y su justicia en los caminos de Inglaterra. Una vida peligrosa y heroica de la que tuvo que alejarse por la traici?n de una mujer. Ahora S.T. Maitland vive exiliado en un castillo franc?s en ruinas, apartado de todo y de todos. Hace tres a?os que cerr? la puerta a un pasado que, sin embargo, la joven Leigh Strachan quiere hacerle revivir a su pesar. Por ella, que ha perdido todo cuanto amaba y solo piensa en vengarse, tal vez sea capaz de hacerlo.

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– ¡Esto! Esto es un antojo, un capricho pasajero, un sueño. Puede que quieras a tus caballos, puede que aprecies a Nemo…, pero todo lo que quieres de mí es que sea tu reflejo. ¡Tú y tu maldita máscara! -Ahora lloraba abiertamente, la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados para contener las lágrimas-. Deja ya de disfrazarlo de amor, porque yo sí sé lo que es el amor, y duele, duele mucho.

– Sí -dijo él en voz baja-. Esto duele.

Leigh notó que él se le acercaba. La cama se hundió a su lado bajo el peso de él, que le acarició el rostro mientras ella se apartaba.

– No -dijo-. Esta noche ya has conseguido lo que querías de mí.

– Eso no es todo lo que quiero.

– Ah, ¿no? -dijo ella con amargura-. ¿Cómo pude pensar que era suficiente? Solo quieres todo mi ser, cada milímetro de mi cuerpo y de mi alma, eso es lo que quieres. -Abrió los ojos y lo miró directamente a los suyos-. No soy yo quien exige que un amante se arrodille ante mí.

S.T. bajó la mirada, con el rostro serio, preocupado.

– Tú dijiste que estábamos tú y yo juntos, y yo me sentí tan bien… Lo quiero así. -Levantó la vista, la miró por debajo de las pestañas y dijo en voz baja-: Creo que sí sé lo que es el amor, Leigh.

– ¡Vete! -La joven estrechó la almohada con sus brazos-. ¡Vete, vete, vete!

– Fuiste tú quien vino a mí -dijo él con suavidad.

– Te… te odio.

Él se inclinó y reposó la frente en el hombro de ella.

– No puedes -dijo entre susurros-. No puedes odiarme.

Durante un instante ella se quedó sentada con los labios temblorosos; notaba frío en todo el cuerpo excepto donde él la tocaba.

– ¿Cuántas historias de amor se os atribuyen, monseigneur? ¿Quince? ¿Veinte? ¿Cien?

Él no levantó la vista.

– Eso no importa.

– ¿Cuántas?

– Bastantes, pero nunca entregué el corazón, no como ahora.

– Yo he tenido una -dijo ella-. Él se llamaba Robert. ¿Cuántos nombres recuerdas tú?

Él exhaló el aliento y se apartó.

– ¿Por qué?

– ¿Y por qué no? Nómbrame a las cinco últimas.

– ¿Qué es lo que intentas?

Ella irguió la barbilla.

– Pobres damas, ¿acaso no las recuerdas?

– Claro que las recuerdo. La última se llamaba Elizabeth, y fue la zorra que me entregó a las autoridades.

– Va una. -Lo observó con atención-. ¿Quién precedió a Elizabeth?

Él frunció el ceño y cambió de postura, apartándose fuera de su alcance.

– No veo qué importancia tiene.

– Te has olvidado.

– No me he olvidado, maldita sea. Elizabeth Burford, Caro Taylor, lady Olivia Hull, y… Annie… Annie…, era una Montague, pero se casó dos veces… me perdonarás si no soy capaz de recordar su nombre de casada, y lady Libby Selwyn.

Leigh enarcó las cejas.

– Te mueves por círculos distinguidos.

S.T. se encogió de hombros.

– Me muevo por donde me apetece.

– ¿Estuviste enamorado de todas ellas?

– Ah, ¿se trata de eso? No, no me enamoré de ninguna de ellas. No se parecía nada a esto. Esta vez… -Se interrumpió, detuvo su mirada, y después apartó los ojos de los de ella-. Esta vez es distinto -anunció.

– Sin duda. ¿Tienes la intención de montar un invernadero? ¿De construir una bella casa señorial en lo alto de una colina? ¿De abandonar tus… ocupaciones y convertirte en un honrado hidalgo rural?

Él siguió con la mirada perdida en las sombras, pensativo.

– Hay un precio por mi cabeza. Ya lo sabes.

Ella apartó las mantas.

– Qué suerte la tuya.

Él le dirigió una rápida mirada.

– Yo no veo la suerte por ninguna parte.

– ¿No? -Leigh tanteó con las manos en busca de su camisa, y se la metió por la cabeza.

– Espera. -S.T. alargó la mano hasta ella-. ¡Leigh! ¡No te vayas de esta forma!

– No quiero quedarme. -Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

– Tú no eres igual a las demás -declaró él-. Yo te amo. Te amo. Eres…, Dios mío, Leigh, eres como el sol, reluces con tal intensidad que me haces daño. El resto… el resto a tu lado no son más que velas.

La joven se llevó la mano al corazón.

– Una galantería muy bien expresada, bien construida -murmuró-. Ya te dije que tenías que haber sido trovador.

– ¡Que el diablo te lleve! -Se oyó el ruido de sus pies al chocar contra el suelo-. ¿Por qué no quieres creerme? ¡Te amo!

– ¡Está clarísimo! ¿Qué diablo quieres que sea el que me lleve?

Él agarró la columna de la cama.

– Leigh, escúchame. -Su voz aumentó de potencia-. Jamás me había sentido así.

Ella se echó a reír a carcajadas.

– Es la verdad -dijo él a gritos-. Jamás me había sentido así. Nunca. ¡Te amo! Por lo que más quieras, dime qué tengo que hacer para demostrártelo.

Ella se quedó quieta con la mano en la puerta y la vista en el picaporte.

– Dime qué.

Leigh se ciñó la camisa al cuerpo y se estremeció.

– Dejar a Chilton en paz -dijo despacio.

– ¿Qué?

Leigh se volvió hacia él.

– Aléjate de Felchester. Olvídate de Chilton. Deja las cosas como están.

– ¿Que me olvide de Chilton? -repitió él. Su brazo se puso tenso sobre la columna-. ¿Qué quieres decir?

– Creo que está suficientemente claro.

S.T. negó con la cabeza, confundido.

– En absoluto. -E hizo un nuevo gesto de negación-. No. ¿Es así como tengo que demostrarte mi amor? ¿Dejándote en la estacada?

– Ya no me importa -dijo ella sin alterarse-. No hará que mi familia resucite. No cambiará nada. Lo sabía, pero… -Tomó aliento-. Pero parece que últimamente lo veo aún más claro.

– Y, entonces, yo tengo que olvidarme del plan.

– Sí.

S.T. guardó silencio durante largo rato. Leigh se apoyó en la puerta y se rodeó el cuerpo con los brazos para protegerse del frío.

– No puedo -dijo el hombre al fin.

Ella bajó la cabeza.

– ¡No puedo! -dijo él aún más alto- Y, además, carece de sentido. No te entiendo.

Ella cerró los ojos.

– ¿Entiendes el miedo, Seigneur? ¿Es que ninguna de tus damas temió jamás el momento en que te ponías la maldita máscara y partías a caballo para jugártelo todo?

– Ninguna lo dijo. ¿Es que dudas de mí? ¿Cómo iba a saber lo que siento si siempre me escabullo sigilosamente como un cobarde?

– Puede que así demostraras que piensas en lo que yo siento -dijo ella con dureza-. Pero eso no forma parte de tu amor, ¿verdad? -Y abrió el picaporte de un empellón.

– ¡Sí que pienso en lo que tú sientes! No puedes hacer que me aparte de esto; eso no puede ser amor, ¡no puede ser lo que de verdad quieres de mí! Que me convierta en una nulidad sin carácter.

– Qué más da que yo lo quiera -dijo ella con desdén-. Tú no estás dispuesto a dar nada de ti mismo. Escóndete tras tu máscara si eso es lo que quieres. Yo no quiero tener nada que ver con eso.

– Leigh -dijo él con un leve tono de desesperación en su voz-. ¿Y si te equivocas con respecto a mí?

La joven salió al pasillo y cerró suavemente la puerta tras ella.

S.T. inclinó la cabeza y apretó las palmas de las manos sobre los ojos. Maldita fuese, que el demonio se la llevase, ¿cómo podía saber ella si lo que él sentía era o no amor? Estaba tan segura, tenía tanto resentimiento, le daba la vuelta a las intenciones de él de tal forma que hacía que hasta él dudase de sí mismo.

Era distinto esta vez. Él adoraba su valentía; la amaba cuando su sombrero goteaba bajo la lluvia helada, tenía el pelo pegado al cuello y no se quejaba; la amaba cuando llevaba pantalones de montar, cuando le gruñía a Paloma y cuando le lavó los ojos a la yegua ciega. La amaba porque lo había seguido; la amaba porque nunca lloraba y la amó hasta lo más profundo y descarnado de su ser cuando sí lo hizo. Quería abrazarla y protegerla, y deseaba su respeto con más urgencia de lo que en su vida había deseado ningún premio.

Debería habérselo dicho. Había planteado las cosas mal; debería haberlo expresado todo de forma distinta. Pero ¿cómo podía decir semejantes cosas? A una mujer que se burlaba así de él. Que dudaba de él. Ardía de vergüenza al saber que ella tenía tan poca confianza en su destreza, que sentía miedo por él. De repente, todas aquellas discusiones y dudas en torno a Chilton cobraron sentido para él.

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