El senor de la medianoche
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Una vez fue el Seigneur de Minuit, el se?or de la medianoche, un hombre al margen de la ley, un aventurero que impon?a su ley y su justicia en los caminos de Inglaterra. Una vida peligrosa y heroica de la que tuvo que alejarse por la traici?n de una mujer. Ahora S.T. Maitland vive exiliado en un castillo franc?s en ruinas, apartado de todo y de todos. Hace tres a?os que cerr? la puerta a un pasado que, sin embargo, la joven Leigh Strachan quiere hacerle revivir a su pesar. Por ella, que ha perdido todo cuanto amaba y solo piensa en vengarse, tal vez sea capaz de hacerlo.
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Sabía cosas de ella que ella misma desconocía. El corazón empezó a latirle con más fuerza. Arqueó el cuerpo mientras él le acariciaba los senos y con la lengua y el dedo índice dibujaba círculos en torno a los pezones, al tiempo que bajaba la mano y recorría el interior de su muslo con la suavidad de la seda para después enredarse en los rizos de vello.
S.T. se hizo a un lado y se apretó contra ella, a la vez que la obligaba con dulzura a darse la vuelta hacia el otro lado. Con el pecho pegado a la espalda de la joven y la dureza de su miembro contra sus nalgas, se inclinó hacia ella y le mordisqueó la suave piel de la axila para, a continuación, tras tirar de él, llevarse el seno a la boca y succionarlo. La rodeó, la fundió con su cuerpo, la apretó con fuerza e introdujo el muslo entre los de ella para convertir su cuerpo en un lecho erótico. Su mano se movió; sus dedos se introdujeron en lo más profundo del cuerpo de ella.
La sensación fue exquisita; la penetró intensamente mientras tiraba delicadamente de su pezón. Leigh se recostó y se dejó llevar, perdida en aquella sensación de estar rodeada de él, moviéndose al ritmo que él marcaba. Se oía a sí misma; de algún lugar en lo más profundo de su ser le llegaban pequeños gemidos de intenso placer.
Él se movió, subió la cabeza y le pegó un pequeño mordisco en el cuello.
– Te amo -susurró con fuerza-. Te amo, te amo, te amo.
Empujó el cuerpo contra la espalda de ella con lenta cadencia. Con cada movimiento, su brazo la aproximaba más a sí y ella sentía el calor de su aliento en la piel.
Leigh no pudo contenerse; se volvió hacia él, enroscó las piernas alrededor de su cuerpo y lo atrajo hacia sí con urgencia. S.T. se movió con un sonido ronco y masculino y montó sobre ella, ahora ya con la misma urgencia que ella. El cabello se le había soltado del lazo negro y le caía sobre los hombros; Leigh lo agarró con el puño, enredó en él sus dedos, y tiró de él para besarlo en la boca.
Su cuerpo dentro de ella parecía pesado, profundo y poderoso. La joven arqueó el cuerpo bajo el suyo. Él la penetraba sin prisa y la inmovilizaba con un movimiento estudiado y doloroso cada vez que ella se hundía; utilizaba su cuerpo para darle placer. La cabeza de Leigh cayó hacia atrás y su respiración se hizo entrecortada. Él le besó el expuesto cuello, succionó la sensible piel, presionándola contra la cama con todo su peso. Su ritmo se impuso sobre ella, la penetró y se hundió con fuerza en su centro. Ella lo recibió y le correspondió en igual medida; la pasión estalló sobre ella y su cuerpo se estremeció con sus impetuosas sacudidas, en sucesivas oleadas.
Solo se dio cuenta de que se había dormido cuando poco a poco se despertó. La luna todavía brillaba pálida y proyectaba sombras heladas sobre las encaladas paredes y las bajas vigas. Vio a S.T. con total claridad; yacía sobre un costado, tenía el brazo sobre su cuerpo y el rostro ligeramente vuelto hacia ella.
Leigh pensó que estaba dormido; su pecho subía y bajaba suavemente al respirar.
Sin moverse, lo contempló. Era un sentimiento crudo y extraño el de aquel amor terrible, aquella sensación temblorosa de ser dueña de una porción de felicidad. Le provocaba temor, pero no podía renunciar a ella. Y lo que era peor, dejaba el resto de su espíritu sumido en el caos; incapaz de resucitar la dura resolución que la había impulsado a llegar hasta allí. Odiaba a Chilton, pero esa emoción le resultaba distante e ilusoria en comparación con la intensidad del sentimiento hacia el hombre que yacía a su lado.
Y cuando lo perdiese…, cuando se marchase… ¿entonces qué? Sentía pánico. El terror ante ello esperaba agazapado en algún lugar del futuro, frío e implacable, real pero hipotético, como los monstruos infantiles que habitan la oscuridad más allá de la cama. Es imposible que estén ahí, dijo entre sollozos la niña que había en ella. No son más que sombras.
«Ay, pero están ahí.
»Están ahí. Existen. Únicamente los príncipes azules se desvanecen como sombras cuando por fin llega la luz del día.»
Estudió el arco formado por el músculo de su brazo extendido, la forma de su mandíbula, la manera en que los dedos de la otra mano se posaban sobre su enredada y brillante cabellera.
Con dolor, casi sin aliento, susurró:
– Te amo.
Él abrió los ojos.
Lentamente, apareció una sonrisa. Alargó la mano, la posó sobre la sien de la joven y le alisó un mechón de pelo entre el pulgar y los otros dedos.
Leigh vio que se disponía a hablar, acercó la mano a sus labios y se echó un poco hacia atrás.
– No. No lo digas.
Él se incorporó sobre el codo. La luz de la luna le caía sobre el rostro y subrayaba la curva ascendente de una de sus cejas, lo que confería un aire malicioso a su sonrisa.
– No seas tonta, Sunshine… ¿no quieres que diga que te amo?
– No digas que me amas. No digas que nunca antes habías sentido esto. No digas…, en fin… no digas ninguna de esas cosas. -Se mordió el labio-. No podría soportarlo.
Él apartó los ojos. El gesto de su boca se endureció un poco. Movió los dedos sobre la piel del hombro de ella y los bajó hasta sus senos con apenas un ligero roce.
– En tal caso, me dejas sin palabras.
Leigh miró hacia arriba. La ligera caricia de sus dedos recorrió su piel y dibujó en ella círculos, corazones, espirales.
– Lo único que yo quería era a Chilton -musitó-. Quería tu ayuda. No buscaba un amante. Quería justicia por lo que le han hecho a mi familia. Eso es lo único que pedía de ti.
– Y lo tendrás -le aseguró él.
– ¡Pues claro! -La joven rió sin ganas-. Tú eres el Seigneur, ¿no es cierto?
La mano de él se inmovilizó.
– El gran salteador de caminos -continuó ella-. El señor de la medianoche. La leyenda, el héroe, el mito. -El miedo la volvió implacable-. Arrojé tu collar de diamantes a la represa de un molino.
Notó cómo el cuerpo de él se alteraba con un ligero movimiento, todos los músculos en tensión. Él la agarró del hombro, se inclinó sobre ella y la besó en la boca, con besos ásperos en las comisuras de los labios y en el centro, dulces por su calidez y su sabor.
– ¿Qué es lo que quieres? -Su boca apenas se separó de la de ella para tomar aliento-. ¿Quieres que me ponga de rodillas?
Ella lo miró a la cara.
– Quiero que me dejes en paz.
– Tú viniste a mí. -La boca de él descendió, pero sin llegar a besarla del todo.
– Para olvidar. Para dejar de sufrir. -Se mordió el labio-. Para sufrir toda la vida.
– Yo no te haré daño -susurró S.T.
Ella cerró los ojos.
– Me haces pedazos.
– Leigh -dijo él-, te amo.
La intensidad de su voz hizo que ella volviese el rostro.
– Déjame en paz -dijo.
S.T. se apartó y se incorporó con la ayuda del brazo.
– ¡Que te deje! -repitió. En su voz había frustración.
– No lo soporto, ¿por qué te es tan difícil entenderlo? -La voz de Leigh comenzó a quebrarse-. ¿Por qué no tienes piedad y me dejas en paz?
S.T. dio una vuelta sobre la cama y se levantó. Se quedó allí erguido, desnudo y espléndido, con el pelo suelto y el cuerpo cubierto de sombras.
– ¿Por qué viniste a mí?
La joven hundió el rostro en el espacio cálido en el que él había estado acostado.
– Déjame en paz.
– Dime por qué viniste, Leigh.
La joven aplastó la almohada contra ella.
– Deja solo que te ame -dijo él-, solo tienes que dejarme…
– ¡Amor! -Echó la almohada a un lado, se sentó, y tiró de la sábana para taparse-. Eres un hipócrita. Para ti no significa nada decir esa palabra, ¿a qué no? Parloteas sobre el amor, las rosas, la entrega, pero no conoces el significado de ese término. Nunca lo has conocido, y dudo que lo conozcas alguna vez.
Él exhaló una bocanada de aire.
– No te entiendo. ¿Cómo eres capaz de decir algo así después de…? -Extendió las manos y emitió un sonido ahogado-. Después de esto.
