El senor de la medianoche
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Una vez fue el Seigneur de Minuit, el se?or de la medianoche, un hombre al margen de la ley, un aventurero que impon?a su ley y su justicia en los caminos de Inglaterra. Una vida peligrosa y heroica de la que tuvo que alejarse por la traici?n de una mujer. Ahora S.T. Maitland vive exiliado en un castillo franc?s en ruinas, apartado de todo y de todos. Hace tres a?os que cerr? la puerta a un pasado que, sin embargo, la joven Leigh Strachan quiere hacerle revivir a su pesar. Por ella, que ha perdido todo cuanto amaba y solo piensa en vengarse, tal vez sea capaz de hacerlo.
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Leigh fue consciente de la presencia del Seigneur, que continuaba en el centro del cercado.
– Lo siento -dijo entre susurros al rucio rebelde. Apoyó la mano en el cuello del animal e inclinó la frente hasta rozarlo. El caballo alargó el hocico y sacudió las crines con fuerza.
La joven se dio la vuelta en dirección a la verja, y evitó dirigir la mirada al público. El rucio la siguió, pero esta vez ella no se paró; trepó por la cerca y pasó entre los espectadores. Al llegar junto al árbol bajo el que ella y el Seigneur habían almorzado, se sentó y apoyó la cabeza en las rodillas.
Durante el resto de aquella tarde oscura y gris, el Seigneur se dedicó a trabajar con el caballo rebelde: movió mantas, golpeó cubos de latón y creó cuanto ruido y alboroto pudo, hasta que el enorme rucio permaneció tranquilo y dejó incluso de parpadear.
Restregó el látigo por todo el cuerpo del caballo y le colgó de las orejas un trozo de plomo enrollado mientras el animal lo seguía como un niño alrededor del cercado. Después le tocó el turno al largo y difícil proceso de ensillar y poner las bridas a un animal que no había conocido más que dolor y pánico a causa de ambas cosas.
El Seigneur dio muestras de infinita paciencia, lo que hizo que a Leigh le entrasen ganas de llorar. De vez en cuando, en el transcurso de aquella interminable tarde, notó que los ojos se le llenaban de nuevo de lágrimas y que sollozos entrecortados interrumpían su respiración. Se sentía hecha pedazos, inútil, como si su deber fuese trotar complaciente tras él al igual que el animal.
El Seigneur mostró un cuidado exquisito con el caballo. Ni siquiera se dio prisa cuando a finales de la tarde empezó a lloviznar. No trató en ningún momento de forzar al caballo a obedecer; se limitó a ponerle las cosas de tal forma que el caballo prefiriese hacer lo que él le pedía antes que verse obligado a seguir dando vueltas a todo galope en torno al cercado. Luego, lo recompensaba con elogios y caricias amistosas.
Cuando llegó por fin el momento y se izó con suavidad a la silla de montar, el caballo se quedó inmóvil, con las orejas hacia atrás, en alerta. En el silencio expectante, Leigh oyó el rumor de la fina lluvia y percibió la emoción del público. El rucio había tenido tiempo más que suficiente para recobrar fuerzas y haberse resistido con energía a aquella imposición.
Pero el caballo se limitó a escudriñar al hombre por ambos lados, a exhalar un suspiro y a dar muestras de cierto aburrimiento.
Hubo una fuerte aclamación. Los mozos de granja prorrumpieron en gritos y los tratantes de caballos lanzaron al aire sus sombreros. El rocín alzó la cabeza y miró fijamente a su alrededor, pero había aprendido las lecciones de aquel día. Se quedó tranquilo sin moverse de su sitio, y después, tras un momento, recorrió el perímetro del cercado, al tiempo que movía las orejas en señal de escaso interés.
El Seigneur sonreía abiertamente. Leigh pensó que no olvidaría la expresión de su rostro durante el resto de sus días, y escondió la cabeza entre los brazos.
«¿Cómo puedo seguir adelante? Soy débil, voy a fracasar, no soy lo suficientemente fuerte. Ay, mamá, no puedo continuar con esto.»
Mantuvo el rostro oculto, ajena a todo, apretó la frente contra los brazos y trató de encontrar la amargura que había sido su sostén. La tarde se volvió más fría mientras seguía sentada y encogida allí bajo el árbol. Por fin, uno de los tratantes se aproximó chapoteando bajo la llovizna y le preguntó con timidez:
– Señora, ¿desea el caballo para regresar?
La joven alzó el rostro. El hombre estaba ante ella y sujetaba al zaino. Con las primeras sombras, el resto del público se había dispersado, y Leigh vio que el Seigneur iba ya por la mitad del sendero a lomos del caballo negro con el animal rebelde a su lado.
Aceptó la ayuda del tratante para subirse a la silla lateral que el Seigneur había insistido en comprarle. El zaino no esperó a que Leigh le hiciese señal alguna; tan pronto el hombre soltó las riendas, se dio la vuelta y salió al trote tras los otros caballos.
Leigh, que carecía de una idea mejor, no se lo impidió. El Seigneur no se volvió ni una sola vez a mirarla.
De vuelta en el patio del establo, descabalgó del caballo negro y dijo a los mozos que se encargaría personalmente de los animales. Dieron la impresión de alegrarse de guardar las distancias del rebelde, pero hubo algunos silbidos y especulaciones mientras el enorme caballo permanecía tranquilo en medio del bullicio y el movimiento del patio.
Cuando Leigh descabalgó, el Seigneur sujetó las bridas del caballo. Se quitó el tricornio y le entregó la correa del rebelde.
– ¿Cómo prefieres llamarlo? -le preguntó con brusquedad.
La joven dirigió una mirada cansada al caballo. Él le había dicho que el animal podía ser un arma y ella necesitaba una. Ahora, más que nunca, necesitaba desesperadamente un arma que la ayudase a continuar.
– Venganza -respondió con aspereza-. Así lo llamaré.
Él la miró con el ceño fruncido.
– No. Ese es un nombre estúpido.
– Venganza -repitió con la mandíbula apretada-. Así se llamará si me lo das.
– Muy bien -dijo él en voz baja, enfadado-. Es igual que eso de que siempre me llames «Seigneur». Soy una persona, Leigh, tengo nombre. Esto es un caballo, un animal que está vivito y coleando; no es una maldita misión.
La joven se retiró el pelo húmedo del rostro.
– Ni siquiera sé tu nombre. Solo tienes unas iníciales.
– Nunca me lo has preguntado. -Se volvió para encargarse de la cincha del caballo negro-. ¿Y por qué razón ibas a hacerlo? Eso me convertiría en alguien real, ¿a que sí? En algo más que un instrumento que te ayude a conseguir lo que quieres.
Leigh sintió que la angustia le oprimía la garganta, de aquella manera desesperada y dolorosa que le impedía usar la inteligencia. Con voz cáustica, dijo:
– Entonces dime tu nombre.
Él le dirigió una mirada severa. La joven bajó la cabeza y fijó la vista en la lámpara que arrojaba luz sobre los húmedos adoquines y los cascos de los caballos.
Oyó el ruido de la cincha cuando él retiró la silla del lomo del caballo. Se sentía herida en su fuero interno, incapaz de levantar los ojos y mirarle directamente a la cara, de ver su cabello coronado por la luz dorada de la lámpara y las gotas de lluvia.
– Sófocles -dijo él en tono bajo y voz áspera-. Sófocles Trafalgar Maitland.
Se detuvo, como si esperase que ella dijese algo. La joven no parecía capaz de alzar la cabeza. Él se llevó la silla de allí, y después regresó.
– Es normal que te sorprendas -dijo, y soltó una risilla extraña, carente de humor-. Es el nombre más tonto del mundo. Hasta ahora nunca se lo había dicho a nadie voluntariamente.
Leigh vio la mano de él sobre las riendas y el cuero que se deslizaba entre sus dedos.
El hombre se volvió hacia el caballo.
– Engendrado en un barco junto al cabo de Trafalgar. -Desató la correa que sostenía la silla lateral-. Eso cuenta la historia. Mi madre aseguraba que su amante era un contraalmirante del escuadrón blanco. -De un tirón soltó las cinchas de cuero-. Uno podría preguntarse cómo se las había ingeniado para encontrarse a bordo de un buque insignia de la Armada, pero ¿quién sabe? Puede que sea cierto.
Retiró la silla del lomo del animal y se detuvo junto a Leigh, con el objeto apoyado en la cadera.
– Utilizo las iníciales. S.T. Maitland. Y no se te ocurra contarle a nadie el resto, ¿entendido?
Ella lo miró.
La verdad le llegó con una claridad meridiana y espantosa.
«Amo a este hombre. Lo amo, lo odio… ay, Dios.»
Quiso llorar y reír al mismo tiempo. En lugar de hacerlo, mantuvo la mirada impávida.
– ¿Por qué iba a contarlo? -preguntó y jugueteó con la correa del rocín rebelde-. ¿Dónde pongo a Venganza?
