El senor de la medianoche

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El senor de la medianoche
Название: El senor de la medianoche
Автор: Kinsale Laura
Дата добавления: 16 январь 2020
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El senor de la medianoche - читать бесплатно онлайн , автор Kinsale Laura

Una vez fue el Seigneur de Minuit, el se?or de la medianoche, un hombre al margen de la ley, un aventurero que impon?a su ley y su justicia en los caminos de Inglaterra. Una vida peligrosa y heroica de la que tuvo que alejarse por la traici?n de una mujer. Ahora S.T. Maitland vive exiliado en un castillo franc?s en ruinas, apartado de todo y de todos. Hace tres a?os que cerr? la puerta a un pasado que, sin embargo, la joven Leigh Strachan quiere hacerle revivir a su pesar. Por ella, que ha perdido todo cuanto amaba y solo piensa en vengarse, tal vez sea capaz de hacerlo.

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S.T. observó con paciencia cómo dejaba pasar la primera media docena de ocasiones al no reparar en los cambios sutiles que aparecían en la actitud del fatigado caballo y que, para S.T., estaban absolutamente claros. El animal le dio infinidad de oportunidades al bajar el hocico y dirigir las orejas hacia ella mientras seguía con su incesante trote.

En el corazón de S.T. empezó a despertar una punzada de afecto por aquella bestia. Siempre le ocurría cuando los caballos que entrenaba llegaban a ese punto, se quedaban exhaustos por el esfuerzo, resoplaban con cada zancada, y miraban a su alrededor como niños confundidos en busca de alguien que tomase el mando. Alguien que dijese que era hora de dejar de correr.

– Baja el látigo -dijo con voz tranquila-. Dale la oportunidad de mirarte.

Leigh tenía los labios fruncidos. Agarraba con fuerza el látigo incluso cuando lo bajó, y tenía los nudillos en tensión. Dio un paso hacia el caballo y este volvió a girar la grupa desafiante hacia ella cuando dio la vuelta. Sus flancos subían y bajaban, sorbía el aire cada vez que tomaba aliento desesperadamente, pero el animal se negaba a doblegarse ante ella.

Leigh lo intentó dos veces más, sin que S.T. la animase a hacerlo. En ambas ocasiones, el caballo giró la grupa y se negó a mover la cabeza hacia dentro al cambiar de dirección. S.T. fue consciente de la frustración de Leigh; la notaba en la postura de su espalda y en la forma en que tenía los hombros.

– No soy capaz de hacerlo -anunció sin apartar la vista del caballo.

– Estás perdiendo los nervios -dijo él.

– ¡Estoy cansada! -La voz le temblaba-. No quiero hacer esto. Hazlo tú si quieres.

En ese punto era donde había sido su intención tomar el mando. Hacerse con el control y demostrar su habilidad.

Sin embargo, se oyó a sí mismo decir:

– Prueba otra vez.

Leigh lo intentó de nuevo. No funcionó.

– ¿Lo ves? -Miró a S.T., desafiante y vulnerable.

– ¿Si veo qué? No me digas que estás cansada, porque así no vas a ninguna parte conmigo. Con cada músculo de tu cuerpo le estás diciendo que estás enfadada. ¿Acaso crees que va a detenerse y preguntarte la razón?

Leigh se enjugó una gota de sudor con la manga y apartó la vista de él con gesto irritado. El caballo siguió adelante sin descanso, con los hombros y los flancos oscurecidos por el sudor.

Leigh volvió a alzar el látigo y le pidió al animal que girase. De nuevo, volvió a apartarse de ella. Repitió el intento tres veces más, y las tres fracasó al tratar de convencer a aquel caballo terco y agotado de que agachase la cabeza ante ella. La cuarta vez que el animal volvió la grupa hacia ella, Leigh exhaló un fuerte suspiro de derrota, tiró el látigo al suelo y echó a andar hacia la entrada.

El caballo se detuvo por completo y volvió la cara hacia ella desde el centro del cercado.

– Detente -dijo S.T. al instante.

Ella miró hacia atrás.

– Quédate donde estás -le indicó el hombre.

Ella miró hacia el caballo, que estaba dando resoplidos. Ambos parecían desconcertados, un tanto sorprendidos ante el súbito punto muerto alcanzado.

– Deja que descanse. Deja que se quede ahí todo el tiempo que quiera, pero en el momento que aparte la vista de ti, hazle reanudar la marcha.

Alguien tosió y el animal pegó un salto en dirección al sonido. Al instante, el látigo de Leigh se alzó y el caballo inició el trote a trompicones.

– Dale otra oportunidad -dijo S.T. tras unos momentos.

Leigh bajó el látigo y dio un paso para interrumpir la trayectoria del animal. El rucio movió la cabeza hacia dentro y, tras dar un bote, se detuvo y se quedó mirándola.

– Muy bien -dijo S.T.-. Hazlo avanzar si aparta de ti su atención.

Pero el animal tomó una decisión. Se quedó quieto con los ollares dilatados, tragó aire con desesperación, los ojos clavados en Leigh. La joven se quedó inmóvil, por fin la tensión había abandonado su cuerpo.

Tras unos minutos, S.T. le dio instrucciones para que trazase con paso lento un círculo en torno al caballo. El animal movió la cabeza como atraído por un imán, cambió las patas traseras de lugar y giró hasta trazar un círculo completo para no perderla de vista.

– Da un paso en línea recta hacia él -dijo S.T. con suavidad-. Si empieza a retroceder, no lo persigas. Aléjate tú antes de que lo haga él.

Leigh obedeció. El caballo irguió la testa con aire de sospecha. Ella dio otro paso. S.T. se puso en tensión al ver que también lo hacía el caballo, pero la joven vio las señales a tiempo y se dio la vuelta para alejarse. El rocín agachó la cabeza y la siguió a pocos pasos de distancia.

La joven se detuvo. El caballo también. Una vez más, Leigh dio unos pasos hacia él. El animal dio señales de nerviosismo, apartó la cabeza, y volvió a centrar su atención en ella cuando se escabulló en silencio.

– Eso es -murmuró S.T. -. Así se hace.

Poco a poco, el caballo le permitió aproximarse más. Cuando estaba apenas a unos centímetros de distancia, S.T. le dijo que se alejase. Y el rocín fue tras ella.

Leigh volvió a ponerse de frente y a dar unos pasos lentos hacia delante. En varias ocasiones, el caballo estuvo a punto de darse la vuelta y salir a todo correr; en todo su cuerpo tembloroso se leía la indecisión, en la forma de levantar la cabeza y torcer el hocico hacia un lado, pero a continuación volvía a dirigirlo hacia los suaves chasquidos de advertencia que ella le hacía. S.T. vio que el caballo lo intentaba con todas sus fuerzas; temeroso de Leigh y cansado de correr, luchaba por dominar sus propios miedos.

– Deja que se acerque. Que sea él el que decida. Date la vuelta.

Leigh volvió la espalda al caballo, que dio un paso y la miró con aire de duda. A continuación, tras soltar un gran suspiro, bajó la cabeza y se desplazó hacia delante hasta dejar el pobre hocico magullado a tan solo unos centímetros de la manga de la joven. Era su forma de pedir descanso y consuelo.

– Muy despacio -murmuró S.T.-. A ver si puedes tocarle la cabeza.

Leigh alzó la mano. La cabeza del animal se irguió de nuevo al instante y la contempló con sus ojos de un castaño líquido. La joven la dejó caer, y el caballo se relajó de inmediato. Alzó la mano una vez más, y esta vez el rucio no se apartó, se limitó a levantar un poco el hocico. Con suavidad, tocó la frente manchada de sangre. El caballo, nervioso, movió las orejas hacia delante y hacia atrás, con los ollares todavía dilatados por la rápida respiración. Pero el animal se mantuvo inmóvil.

La joven deslizó la mano hacia abajo, rozándole apenas el hocico. Le tocó las orejas y recorrió su cuello con la mano como S.T. había hecho con el otro caballo. El rebelde se mantuvo erguido, con los flancos temblorosos. Leigh le frotó las crines. El caballo volvió la cabeza y le presionó la mano un poco, como si le pidiese un masaje más vigoroso.

– Dios mío -dijo la joven con la voz quebrada-. Dios mío.

Entreabrió la boca y se la cubrió con la mano para detener un sollozo repentino y lleno de angustia. Se apartó un paso, y el caballo levantó la cabeza, sorprendido; a continuación se dio la vuelta y fue tras ella. Se detuvo con el hocico a la altura de la cintura de la joven; ahora su respiración era más calmada.

De improviso, Leigh se volvió y comenzó a alejarse a grandes zancadas. Su rostro estaba pálido, como si acabase de presenciar un terrible accidente. El caballo fue tras ella. Cuando la joven se detuvo y se dio la vuelta, el rebelde hizo lo propio a su lado.

Nadie pronunció palabra.

– Mira cómo estás -exclamó Leigh con voz quebrada. Volvió a cubrirse la boca con una mano y alargó la otra hacia el animal. Mientras le frotaba las orejas, el caballo meneó la cabeza despacio-. ¡Mírate!

Las lágrimas empezaron a caer por su cara. La expresión de su rostro se alteró hasta resquebrajarse y convertirse en algo salvaje y horrible. Permaneció allí, con el cuerpo sacudido por silenciosos sollozos, mientras acariciaba las crines del caballo.

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