Shanna
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Densas nubes de humo brotaron del interior cuando la puerta quedó completamente abierta. Shanna tuvo que retroceder, casi sofocada. Nathanial arrebató la manta de los hombros de ella, la mojó en el abrevadero, se la puso sobre la cabeza y los hombros y entró en el infierno.
Un grito de terror de Attila desgarró el aire y Shanna, presa de miedo, se tapó los oídos. Ahora varios hombres corrían de un lado a otro. Se formaron más para pasarse cubos de agua de mano en mano. Una lluvia de chispas cayó en el interior y Shanna quedó paralizada. Por su mente se cruzó una visión de Ruark retorciéndose en espantosa agonía. El pánico estuvo a punto de hacerla entrar en el establo como una demente, pero entonces vio una forma que avanzaba hacia ella en medio del humo. Shanna se adelantó. Nathanial salió tambaleándose, con Ruark cargado sobre sus hombros, y la manta mojada cubriéndolos a los dos. Shanna lo tomó de un brazo, lo condujo al exterior y sintió sus propios pulmones a punto de estallar.
Otros hombres entraron para soltar a los caballos, entre ellos Orlan Trahern, con una bata de color vino que se abría a la altura de la barriga y Pitney, con su largo camisón flameando sobre sus calzones.
Nathanial cayó de rodillas, jadeante, y Ruark se deslizó fláccidamente sobre la manta mojada. Charlotte se arrodilló junto a su marido, mientras Shanna, frenéticamente, arrancaba la manta empapada que cubría a Ruark. El gimió y levantó la cabeza.
– Oh, mi amor, mi amor. -Lloró aliviada cuando él abrió los ojos-. ¿Estás bien? ¿Estás herido?
– Mi cabeza. -El dio un respingo cuando ella le tocó el cuero cabelludo. Shanna ahogó una exclamación: la manga de su camisón estaba manchada de sangre.
– ¡Estás sangrando! -exclamó.
Charlotte se acercó y separó delicadamente los cabellos de Ruark.
– Aquí hay una herida -anunció Charlotte.
– Un maldito bastardo me golpeó desde atrás -gruñó Ruark roncamente. Se sentó y se tocó la parte posterior de la cabeza.
– El estaba tendido en el suelo y las puertas estaban cerradas desde el exterior -dijo Nathanial-. El que inició el fuego quiso asar vivo a Ruark.
Pitney salió conduciendo a Jezebel, seguido de otros hombres que sacaron a otros del establo en llamas.
Un grito furioso, no de un animal, sorprendió a todos. Attila salió disparado, saltando para librarse del bulto oscuro que se aferraba a su lomo. Ruark dio un silbido penetrante y el semental se volvió y se detuvo junto a Shanna. El bulto oscuro resultó ser Orlan Trahern.
– ¡Gracias a Dios! -dijo Trahern-. Temí que me llevara a los bosques. Un extremo del cinturón de su bata estaba atado alrededor del cuello del animal y el otro sostenido firmemente en la mano de Trahern.
El hacendado tenía el rostro manchado de hollín. Le faltaba una zapatilla y su pierna y su pie estaban manchados con una sustancia de color parduzco, mientras la otra zapatilla parecía aplastada.
– ¡Papá! -exclamó Shanna.
– El animal estaba atado en su establo -dijo Trahern, apoyándose en el cuello de Attila-. Cuando lo solté, el muy bruto me pisó un pie. -Se tocó cuidadosamente el pie y gruñó de dolor cuando lo apoyó en el suelo-. ¡Animal ingrato! Me has lastimado.
El semental resopló y rozó con el morro el hombro de Trahern.
– Eh, ¿qué es esto? – Trahern miró la cabeza del caballo-. Está todo ensangrentado.
Ruark olvidó el dolor de su cabeza, se puso de pie y examinó el morro y la cara de Attila, donde se veían largas manchas ensangrentadas.
– Ha sido golpeado. ¿Y dice usted que estaba atado?
– ¡Ajá! – Trahern flexionó los dedos de la mano, como si dudara de que estuvieran en condiciones-. Y con la cabeza baja, cerca de las tablas.
George se acercó y dijo:
– Parece que lo hicieron para atraer a alguien al establo.
Miró pensativo a Ruark y después a Shanna, quien estaba tomada del brazo de su marido.
George agregó:
– Cada vez me convenzo más de que esto fue un intento de asesinato. Pero en nombre del cielo, ¿por qué?
– No puedo decirlo -gruñó Ruark y se volvió a los otros hombres-. ¿Los caballos están a salvo?
– Sí -dijo Pitney-, pero miren lo que encontré-. Mostró una fusta cargada con perdigones, que en su superficie negra tenía manchas de sangre y pelos grises adheridos.
Ruark apretó los labios.
– ¡Maldito bastardo! -dijo con vehemencia-. Si le llego a poner las manos encima, lo mataré.
– Bueno, cualquier cosa que hagas con él tendrás que hacerlo con las manos -dijo Nathanial secamente-. Creo que vi tus pistolas y tu mosquete en el establo, antes de cenar. Probablemente ahora están ardiendo.
El establo ardió completamente. Algunos de los hombres abrieron a golpes de hacha un agujero en la pared exterior del cuarto de arneses y salvaron casi todas las sillas de montar. Empezó a amanecer antes de que los últimos restos calcinados se derrumbaran entre lluvias de chispas.
El grupo regresó a la casa. Cansados, con los rostros ennegrecidos. Una vez allí, reconociendo que el desastre hubiera podido ser peor, todos brindaron agradecidos.
George examinó sus gafas rotas con una sonrisa, y dijo:
– Ahora podré levantar un establo en la colina donde siempre quise tenerlo.
– Buena suerte, entonces -dijo Amelia-, excepto, claro, el pie del señor Trahern, la cabeza del señor Ruark y tus gafas.
Todos rieron.
– Señor Ruark -dijo Amelia por encima de su hombro-. Usted puede usar la antigua habitación de Nathanial. Está junto a la de Shanna.
A Ralston no se lo veía en ninguna parte. Su cama no había sido usada, Gaylord dormía pacíficamente y sus ronquidos resonaban en el pasillo, frente a su habitación.
Después que todos se bañaron, desayunaron más tarde que de costumbre. Orlan entró en el comedor con un pie vendado. Pese a los ruegos de Shanna, Ruark no se había dejado vendar la cabeza. Cuando él entró, se sentó silenciosamente al lado de ella. Nadie cuestionó su derecho a sentarse allí, y en ausencia de Gaylord y Ralston, el desayuno fue una reunión amable y animada.
Por fin apareció Gaylord, quien observó al grupo sentado alrededor de la mesa y consultó desconcertado su reloj.
– Hum -murmuró-. ¿Me he perdido alguna celebración local?
– ¿Durmió usted toda la noche? -preguntó Shanna, sorprendida. -Por supuesto -suspiró él-. Estuve leyendo un volumen de sonetos hasta tarde, pero después… -Se rascó pensativamente la mejilla con un dedo inmaculado-. Parece que hubo cierta perturbación, pero luego de un rato la casa quedó silenciosa y yo pensé que lo había soñado.
Se sentó en una silla y empezó a llenar un plato. Para ser un hombre tan ocioso, su apetito resultaba sorprendente.
– ¿Por qué me lo pregunta? -dijo él-. ¿Sucede algo malo?
– Usted duerme excepcionalmente bien, señor -comentó Ruark, en tono levemente irónico.
Gaylord dirigió a Ruark una mirada biliosa y tomó nota de su proximidad con Shanna.
– Creo que usted ha olvidado nuevamente su lugar, siervo. Sin duda, estas buenas gentes son demasiado corteses para recordárselo.
– Pero usted lo hace, por supuesto -replicó Ruark despectivamente.
George había dejado su taza de té y ahora habló con firmeza.
– El señor Ruark es bienvenido a mi mesa, señor.
Gaylord se encogió de hombros.
– Esta es su casa, por supuesto.
Estaban levantándose de la mesa cuando el caballero se dirigió a su anfitrión.
– ¿Sería posible que un sirviente me prepare un buen caballo? Tengo deseos de conocer este lugar que tanto elogian ustedes, para ver, si es posible, si encuentro algún mérito en él.
– El establo ardió hasta los cimientos anoche -dijo Amelia.
Gaylord levantó las cejas.
– ¿El establo, ha dicho usted? ¿Y los caballos también?
Pitney se aclaró la garganta y dijo:
– Los hemos salvado a todos. Parece que alguien inició el fuego después de encerrar adentro al señor Ruark. Pero, por supuesto, usted estaba durmiendo y no se enteró de nada.
– Sin duda -dijo el caballero en tono despectivo- esa es la historia que contó el siervo después de provocar el incendio por descuido. Una buena excusa.
– No es posible -intervino Nathanial- puesto que las puertas estaban cerradas desde el exterior.
– Quizá el esclavo se ha hecho de algunos enemigos -dijo Gaylord, y se encogió de hombros-. Pero eso a mí no me interesa. Yo sólo pedí un caballo, no un relato de las desdichas de otro.
– Le conseguiremos un caballo -anunció bruscamente George.
La familia y los huéspedes se congregaron en el salón, pues se decidió que el día sería dedicado a descansar. Sir Gaylord, para alivio de todos, consiguió montar un caballo y pronto se perdió de vista.