Destinos Truncados
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Ponemos en manos del lector una novela de Arkadi y Boris Strugatsky nunca antes traducida al castellano:Destinos truncados . Es una obra de complicada gestaci?n, escrita y publicada en dos partes por separado y que s?lo apareci?, en el formato en que aqu? se presenta, en el a?o 1989, hacia el final de la perestroika. La novela est? estructurada en dos relatos independientes, que los cr?ticos y estudiosos de la obra de estos dos grandes de la ciencia ficci?n denominan relato «interno» y relato «externo». El relato «interno» fue escrito en 1967, con el t?tulo de «Los cisnes feos », el mismo del cap?tulo octavo de la presente edici?n. Tuvieron que transcurrir varios lustros para que los autores se decidieran a reunir las dos tramas en una sola...
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Yo me daba cuenta de que todo aquello no era más que mi psicosis. Era difícil que aquel miserable anciano me conociera, pero si me conocía, nada de eso se hacía de esa forma, los tiempos habían cambiado, era un hombre anciano, que nadie necesitaba y no constituía un peligro para nadie. No pasa un año sin que corra el rumor de que ha estirado la pata; ahora era más un personaje de relatos históricos que una persona viva, una sombra infecta que se había arrastrado a través de los años hasta llegar a nuestro tiempo. Y, de todos modos, no podía tranquilizarme. Tenía miedo.
Entonces, el anciano habló. Su voz chirriaba, apenas se entendía, seguramente a causa de una prótesis dental de mala calidad. Pero pude entender que él consideraba que aquel invierno estaba nevando en exceso, y decía algo más sobre el estado del tiempo.
Había hablado conmigo por primera vez en mi vida. Sus palabras eran totalmente banales, cualquier persona habría podido pronunciarlas. Pero, como en un chiste, yo sentía el deseo de cruzar los brazos delante de mí para protegerme, y gritar: «¡Pero si habla...!».
Hace muchos años, cuando yo era relativamente joven, con una honestidad interior absoluta y una estupidez a toda prueba, se me ocurrió de repente (como si me hubieran echado encima un balde de agua helada) que todos aquellos protagonistas lúgubres y repulsivos de los rumores más horribles, los epigramas más sucios y las leyendas más sangrientas, no vivían en el espacio abstracto de los relatos, de eso nada. Vi a uno de ellos sentado a la mesa vecina, rozagante y algo bebido, que soltaba tacos y pescaba una aceituna en la sopa. Y otro, cojeando de la pierna afectada por la artritis, bajaba a su encuentro por las escaleras de mármol blanco. Y aquél redondito, siempre sudado, que corría por los pasillos del soviet de Moscú, agitando listas de escritores que necesitaban una vivienda...
Y cuando todo aquello llegó hasta mi conciencia, surgió una pregunta dolorosa: ¿Cómo tratarlos? ¿Cómo tratar a aquellas personas que, según todas las reglas morales y éticas conocidas por mí, eran unos delincuentes sin remedio, unos verdugos, peor todavía, unos traidores? Los rumores decían que a veces les daban una bofetada, les echaban por encima un plato de sopa en un restaurante o les escupían al rostro públicamente. Según los rumores. Yo, en persona, nunca había visto nada de eso. Según los rumores no les daban la mano, volvían la cara al tropezárselos, les decían duras palabras en reuniones y asambleas. Sí, algo de eso había, pero no he sido testigo de ningún incidente semejante en cuya base no hubiera algo carente de nobleza: un viaje de vacaciones que le habían quitado a alguien, un adulterio banal, una reseña interna que se había filtrado al público.
Ellos se paseaban entre nosotros con los brazos manchados de sangre hasta los codos, con su memoria putrefacta llena de detalles inconcebibles, con la conciencia asfixiada o quizá ya muerta, herederos de pisos mostrencos, de manuscritos mostrencos, de puestos mostrencos. Y no sabíamos qué hacer con ellos. Éramos jóvenes, honestos y ardientes, deseábamos abofetearlos, pero se trataba de ancianos, y sus mejillas marchitas, fláccidas, estaban llenas de arrugas y no era decente pisotear a los caídos; queríamos clavarlos al poste del escarnio, pero parecía que ya los habían clavado y escarnecido, ya estaban en el basurero y nunca levantarían la cabeza. ¿Ejemplo edificante para las nuevas generaciones? Pero aquella pesadilla nunca se volvería a repetir, ¿acaso las nuevas generaciones necesitaban esos ejemplos edificantes? Y, en general, parecía que uno o dos años después, ellos desaparecerían en el abismo de la historia y no sería necesario preguntarse si al tropezárselos había que darles la mano o volver demostrativamente la cara...
Pero pasó un año, pasó otro más y de alguna manera imperceptible, todo cambió. En verdad, alguno que otro desapareció, pero la mayoría no tenía la menor intención de hundirse en ningún abismo. Como si nada, soltando tacos con aire bonachón, continuaban pescando aceitunas en la sopa, se apresuraban a bajar cojeando las escaleras de mármol para asistir a reuniones, corrían agitados por los pasillos de las altas instancias, mostrando listas hechas y ratificadas por ellos mismos. Los epigramas sucios y las leyendas sangrientas se hundieron en el abismo de la historia, pero sus protagonistas (que al verlos de cerca perdían su carácter de antihéroes de manual) volvieron a mezclarse con elementos semejantes, con el medio circundante, diferenciándose de nosotros quizá por la edad, por sus relaciones y por la nítida comprensión de que ahora lo oportuno era tener paciencia y esperar.
Y nos dedicábamos a solicitarles los viajes de vacaciones y las ayudas, nos quejábamos ante ellos de la arbitrariedad editorial, escribíamos reseñas condescendientes sobre sus obras, buscábamos su apoyo en todo tipo de comisiones y ya nos parecía algo idiota pensar si al encontrarnos con el camarada tal había que darle la mano o no. Ay, ¿que en tal año condenó a muerte a Ivanov, Petrov y a dos Rabinóvich? Oigan, de eso acusan a muchos. La mitad de nuestros ancianos acusa de semejantes pecados a la otra mitad, y lo más probable es que ambas mitades tengan razón. Basta ya. ¿Acaso los de ahora son mejores?
No juzgues y no serás juzgado. Nadie sabe nada hasta que no lo vive. No hay que echarle la culpa al espejo. Y lo más seguro: no escupas en el pozo y no mees contra el viento.
Porque da miedo. Y siempre ha dado miedo. Desde el principio.
Aquel vil anciano que estaba sentado a dos sillas de distancia podía hacer cualquier cosa contra mí. Escribir una denuncia. Dejar caer una insinuación. Expresar su incomprensión. O su convicción. Aquel bicho me parecía un rudimento de una época totalmente diferente. O de otro tipo de condiciones existenciales. Cruzas la calle con la luz roja, y el bicho te devora las piernas. Escribes una palabra inadecuada en tu manuscrito, y el bicho te devora las manos. Ganas dinero con bonos del estado, y el bicho te devora la cabeza. Estás totalmente indefenso ante él, pues no conoces y nunca conocerás las reglas según las cuales caza ni los objetivos de su existencia. Alguno de los escritores de ciencia ficción, no sé si sería Efrémov o Beliáev, describió una bestia monstruosa, llamada «guishu», devoradora de elefantes en la antigüedad, que había logrado sobrevivir hasta la época humana. El hombre no sabía cómo escapar de la bestia porque no entendía su comportamiento, y no lo entendía porque ese comportamiento había surgido en una época en la que el hombre no existía ni podía existir. Y el hombre sólo podía salvarse del guishu de una manera: uniéndose con sus semejantes y matando...
Hablamos del estado del tiempo. Después de callar un rato, volvimos a hablar del estado del tiempo. Después, él comenzó a quejarse de lo mal que estaba organizado aquello, un tercer piso sin ascensor, por una escalera de caracol. Preferí callar, ese tema me parecía resbaladizo.
En ese momento se abrió la puerta del semáforo y de allí salió Petia Skorobogátov.
—Dios mío, ¿qué te ocurre? —exclamé, levantándome a su encuentro.
Petia tenía la cabeza envuelta en vendas blancas, como un turbante. Su mano izquierda también estaba vendada y era gruesa como un tronco, la llevaba en cabestrillo. La mano derecha de Petia se apoyaba en un bastón.
