Que dificil es ser Dios
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Aquellos fueron d?as en los que aprend? lo que es sufrir, lo que es sentir verg?enza, lo que es la desesperaci?n. PEDRO ABELARDO Debo advertirle lo siguiente: para cumplir esta misi?n ir? usted armado con el fin de infundir m?s respeto. Pero en ning?n caso se le permitir? hacer uso de sus armas, sean cuales sean las circunstancias. ?Ha comprendido? ERNEST HEMINGWAY
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— ¡Infame! — rugió con voz desconocida -. ¡Me has matado! ¿Por qué? ¡Haré colgar a todos los que son como tú! ¡Reventarás, bandido! — Se tocó la rodilla y añadió -: ¡Me duele! ¡Me sigue doliendo!
— Majestad — dijo Budaj -, para vuestra total curación es necesario que sigáis bebiendo esta pócima una vez al día, durante una semana como mínimo.
El Rey sintió que algo le estrujaba la garganta.
— ¡Fuera de aquí! — gritó -. ¡Fuera todos!
Los cortesanos, volcando sus sillas por la prisa, se lanzaron hacia las puertas.
— ¡Fue-e-e-e-e-era! — seguía gritando el Rey, como un poseso. Empezó a tirar toda la vajilla que estaba a su alcance.
Al salir de la sala, Rumata se ocultó tras una cortina y se echó a reír a carcajadas. Tras la cortina de enfrente, alguien se reía también estridente y entrecortadamente, como si le faltara la respiración.
VI
La guardia en los aposentos del príncipe comenzaba a medianoche, y Rumata pensó que lo mejor que podía hacer era marcharse a casa, ver cómo andaban allí las cosas, y cambiarse de ropa. El aspecto que ofrecía la ciudad aquella tarde le llamó enormemente la atención. En las calles reinaba un silencio de muerte, las tabernas estaban cerradas, y en las encrucijadas había grupos de milicianos con antorchas. Los soldados ni siquiera hablaban entre sí, parecía como si estuvieran esperando algo. Varias veces se acercaron a Rumata, lo observaron atentamente, lo reconocieron, y le dejaron paso. Cuando apenas faltaban unos cincuenta metros para llegar a su casa, Rumata observó que era seguido por un sospechoso grupo de gente. Se detuvo, hizo sonar la vaina de su espada, y el grupo se alejó, pero en la oscuridad se oyó el rechinar de una ballesta al ser montada. Rumata se apresuró a seguir su camino, arrimándose a las paredes. Así llegó a la puerta de su casa, hizo girar la llave en la cerradura, siempre preocupado por no tener protegida su espalda, y finalmente se deslizó en el vestíbulo, dejando escapar un suspiro de alivio.
En el vestíbulo estaban todos sus criados, cada cual con un arma. Por ellos supo que desde la calle habían intentado varias veces forzar la puerta. Aquello no le gustó a Rumata. ¿No será mejor no ir hoy a la guardia?, pensó. Al fin y al cabo, ¿qué me importa el príncipe?
— ¿Dónde está el noble barón de Pampa? — preguntó.
Uno, que se mostraba extraordinariamente excitado, con una ballesta al hombro, respondió que «el barón despertó al mediodía, se bebió toda la salmuera que había en la casa, y se marchó otra vez a divertirse». Luego le dijo en voz más baja a Rumata que Kira estaba muy intranquila y que ya había preguntado varias veces por su amo.
— Está bien — dijo Rumata, y ordenó a sus criados que se alinearan.
La servidumbre, sin contar las cocineras, estaba formada por seis hombres bregados, para quienes las riñas callejeras no eran ninguna novedad. Procuraban no meterse con los Grises por temor a las represalias del omnipotente Ministro, pero a los desharrapados del ejército nocturno podían hacerles perfectamente frente, sobre todo aquella noche, en la que lo que buscaban los bandidos eran presas fáciles. Dos ballestas, cuatro segures, varios pesados cuchillos de carnicero, morriones y unas buenas puertas forradas de chapa de hierro… ¿O sería mejor no ir a la guardia?
Rumata subió al piso alto y, andando de puntillas, fue a la habitación de Kira. La muchacha, encogida y sin desnudarse, dormía echada en la cama sin deshacer. Rumata la miró a la luz del candil y se preguntó de nuevo si ir o no a la guardia. No sentía el menor deseo de ir. Pero hay que ir, pensó. Cubrió a la muchacha con una manta, le dio un beso en la mejilla y salió al gabinete. El explorador debe estar siempre en su puesto, pase lo que pase. Hay que ser útil a los historiadores y a los sociólogos. Rumata se echó a reír, se quitó la diadema, limpió cuidadosamente su objetivo y volvió a ponérsela. Luego llamó a Uno y le ordenó que trajese su uniforme y que limpiara el casco de cobre. Bajo su jubón, y directamente sobre la camiseta, se puso su cota de malla metaloplástica. Cuando se estaba apretando las hebillas metálicas del cinto del uniforme le dijo a Uno:
— Escucha atentamente. Tengo más confianza en ti que en todos los demás. Pase lo que pase, Kira debe salir de aquí viva y sana. Si queman la casa, que la quemen; si roban el dinero, que lo roben. Pero salva a Kira. Sácala por los tejados, por los sótanos, por donde quieras, pero sálvala, ¿entiendes?
— Entiendo — dijo Uno -. Pero sería mejor que vos no salierais hoy.
— Escucha: si dentro de tres días no he vuelto, toma a Kira y llévala a la saiva, al Bosque Hiposo. ¿Sabes dónde está? Bien. En este bosque, busca la Guarida del Borracho, que es una isba no muy lejos de la carretera. Pregunta por ella y te dirán donde está. Pero cuidado a quién preguntas. Allí encontrarás a un hombre que se llama padre Kabani. Cuéntale lo que ha pasado. ¿Entendido?
— Sí. Pero sería mejor que no os fuerais.
— De buena gana me quedaría. Pero no me es posible: el servicio es el servicio. Haz exactamente lo que te he dicho.
Le dio a Uno un ligero papirotazo en la nariz, y se echó a reír al ver su forzada sonrisa. Abajo, arengó a la servidumbre y salió a la calle. Oyó los pesados cerrojos correrse a sus espaldas, y se vio de nuevo envuelto en la oscuridad.
Los aposentos del príncipe siempre estuvieron mal protegidos. Posiblemente por eso a nadie se le había ocurrido en Arkanar atentar contra la vida de los príncipes. Sobre todo, nadie se había interesado por el príncipe actual. Este era un chico delicado de salud, de ojos azules, que se parecía a cualquiera menos a su padre, y que a nadie le hacía falta. Rumata sentía una gran simpatía por él. Como su educación estaba organizada de la peor forma posible, el chico era listo, no era cruel, no aguantaba a Don Reba (quizá por instinto), le gustaba cantar canciones con letra de Tsurén y jugar a los barquitos. Rumata encargaba en la metrópoli libros para él, con muchas ilustraciones, le hablaba de la esfera celeste, y en una ocasión se ganó por completo el afecto del muchacho relatándole un cuento sobre las naves que vuelan. Para Rumata, que casi no conocía a ningún niño, aquel príncipe de diez años de edad era la antípoda de todos los estratos sociales de aquel país salvaje. De chiquillos como aquél, con ojos azules, iguales en todos los estratos sociales, surgía después la gente bruta, ignorante y sumisa, a pesar de que en la infancia no se adivinaran en ellos malas tendencias. Algunas veces, Rumata pensaba que sería algo formidable si de repente desaparecieran del planeta todas las personas mayores de diez años.
Cuando llegó a palacio, el príncipe ya estaba durmiendo. El relevo de la guardia requería toda una serie de ceremonias y de movimientos con las espadas desenvainadas junto al lecho del niño. Después, siguiendo la tradición, había que cerciorarse de que todas las ventanas estaban bien cerradas, de que todas las ayas estaban en su puesto, y de que en todos los aposentos ardían normalmente las lamparillas nocturnas. Una vez cumplidos todos estos requisitos, Rumata regresó a la antecámara y se puso a jugar con su compañero saliente de guardia una partida de taba. Durante la partida, procuró sonsacarle al noble Don lo que pensaba acerca de lo que estaba ocurriendo en la ciudad. Su compañero, que era hombre talentudo, lo pensó detenidamente y dijo que suponía que la gente plebeya se estaba preparando para celebrar la fiesta de San Miki. Con esto terminaron la partida, y se despidieron.