Que dificil es ser Dios
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Aquellos fueron d?as en los que aprend? lo que es sufrir, lo que es sentir verg?enza, lo que es la desesperaci?n. PEDRO ABELARDO Debo advertirle lo siguiente: para cumplir esta misi?n ir? usted armado con el fin de infundir m?s respeto. Pero en ning?n caso se le permitir? hacer uso de sus armas, sean cuales sean las circunstancias. ?Ha comprendido? ERNEST HEMINGWAY
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— …busqué mi sitio y, como todos, permanecí de pie hasta que llegó el Rey y se sentó. La comida iba transcurriendo normalmente, pero yo noté que mi asiento estaba húmedo. ¡Figuraos, queridos amigos, hú-me-do! Y lo peor era que no me atrevía a moverme, ni a agitarme, ni a bajar una mano. Finalmente, aprovechando una ocasión, palpé lo que tenía debajo. ¡Estaba mojado de verdad! Olí mis dedos y… nada de particular. ¿Qué será esto?, pensé. Entretanto acabó la comida, y todos empezaron a levantarse. A mí me daba miedo hacerlo. En esto veo que el Rey se dirige hacia mí. Yo sigo sentado, lo mismo que un barón pueblerino que no entiende de etiqueta. Su Majestad se acerca moviendo amablemente su cabeza, coloca una mano sobre mi hombro y me dice: «Querido Don Tameo, ya hemos comido; ahora vamos a ver un ballet, y sin embargo tú sigues sentado. ¿Qué te ocurre? ¿No te ha llenado mi comida?» Palidecí. «Vuestra Majestad puede mandarme matar si lo desea», murmuré, «pero es que estoy sentado sobre algo mojado». El Rey se echó a reír y me ordenó que me levantase. Así lo hice y… ¿qué pasó? Pues que todo el mundo se echó a reír a carcajadas. ¡Amigos, me había pasado toda la comida sentado sobre una tarta al. ron! Su Majestad también se rió mucho. «Reba», dijo finalmente, «esta ha sido sin duda una broma tuya. Haz el favor de limpiar al noble Don, puesto que has sido tú quien le ha ensuciado las posaderas». Y Don Reba muerto de risa, sacó su puñal y empezó a rascar los restos de tarta que habían quedado adheridos a mis calzones. ¿Os figuráis cual era mi situación? No quiero ocultar que estaba temblando, porque temía que Don Reba, considerándose rebajado públicamente, se vengara de mí. Afortunadamente, todo terminó bien. Aquél fue el día más feliz de mi vida, nobles Dones. ¡Cómo se reía el Rey! ¡Qué satisfecho estaba Su Majestad!
Los cortesanos se reían a carcajadas. Aquellas bromas eran frecuentes en la mesa real. Se las arreglaban de forma que los invitados se sentasen sobre foie gras, en sillas con las patas rotas, sobre huevos de oca… También le podían poner a uno agujas envenenadas en el asiento. Al Rey le gustaba que lo divirtieran. Rumata pensó: ¿Qué haría yo si me ocurriera lo que a Don Tameo? Me temo que el Rey tendría que buscarse otro Ministro de Seguridad, y que el Instituto se vería obligado a mandar a Arkanar a otra persona. Hay que estar siempre alerta, lo mismo que nuestro águila Don Reba.
Sonaron las cornetas, el Ministro de Ceremonias gritó melodiosamente, el Rey entró cojeando, y todos empezaron a sentarse. En los ángulos de la sala unos soldados de la guardia real permanecían inmóviles, apoyados en sus mandobles. A Rumata le tocaron dos vecinos poco habladores. A su derecha se encontraba Don Pifa, rollizo, comilón, y esposo de una de las bellezas de la corte, y a su izquierda Gur el Escritor, que no apartaba su mirada del plato vacío. Los invitados se quedaron extasiados mirando al Rey. Este se sujetó al cuello una grisácea servilleta, echó una ojeada a los platos y cogió un muslo de pollo. Cuando sus dientes se hincaron en dicho muslo, cien cuchillos fueron a chocar con los platos, y cien manos avanzaron resueltamente hacia los manjares. En la sala comenzó a oírse un poderoso y acompasado ruido de chasquidos y succiones. El vino empezó a gorgotear. Los bigotes de los soldados de la guardia se agitaron ávidamente. A Rumata, al principio le daban asco aquellas comilonas, pero ahora ya se había acostumbrado. Mientras trinchaba con su puñal una paletilla de cordero, miró de soslayo hacia su derecha y desvió inmediatamente su vista: Don Pifa había hecho presa en un jabalí asado, y sus quijadas funcionaban como las de una excavadora. No dejaban ni los huesos. Rumata contuvo la respiración y engulló de un trago su vaso de irukán. Luego miró a su izquierda y observó como Gur removía perezosamente con su cucharilla la ensalada que tenía en el plato.
— ¿Qué escribís ahora, padre Gur? — preguntó Rumata a media voz Gur se estremeció.
— ¿Escribir?… — murmuró -. No sé… Mucho.
— ¿Versos? — Sí… versos.
— Vuestros versos son realmente horribles, padre Gur — Gur le miró de una forma extraña -. Sí, sí, horribles. Vos no sois poeta.
— No, no soy poeta — admitió el comensal -. A veces pienso: ¿qué soy y qué es lo que temo? Pero no lo sé.
— Mirad a vuestro plato y seguid comiendo. Yo os diré lo que sois. Sois un escritor genial, el descubridor del camino más moderno y más fructífero de la literatura — las mejillas de Gur comenzaron a enrojecer -. Dentro de cien años, o quizá antes, centenares de escritores seguirán vuestro camino.
— ¡Qué Dios les perdone! — exclamó Gur.
— Y ahora os diré lo que teméis.
— Le temo a las tinieblas.
— ¿O a la oscuridad?
— A la oscuridad también. En la oscuridad nos sentimos dominados por los fantasmas. Pero a lo que más, temo es a las tinieblas, porque ellas hacen que todo lo que existe a nuestro alrededor se vuelva gris.
— Exacto, padre Gur. ¿Sabéis dónde se puede conseguir todavía vuestra obra?
— No, no lo sé. Ni quiero saberlo.
— Pues sabedlo por si acaso: en la metrópoli hay un ejemplar en la biblioteca del Emperador; otro ejemplar se guarda en el museo de curiosidades de Soán; y el tercero lo tengo yo.
Gur se sirvió con sus temblorosas manos un trozo de jalea.
— Yo… no sé… — miró tristemente a Rumata, con sus ojos grandes y hundidos -. Me gustaría leerla… Releerla…
— Os la puedo prestar con mucho gusto.
— ¿Y luego?
— Luego me la devolveréis.
— Luego os la devolverán — dijo Gur bruscamente. Rumata agitó la cabeza.
— Don Reba os da miedo, padre Gur.
— ¿Miedo?… ¿Acaso vos habéis tenido que quemar alguna vez a vuestros hijos? ¿No? Entonces, ¿cómo podéis hablar de miedo?
— Me descubro ante lo que habréis tenido que sufrir, padre Gur. Pero al mismo tiempo condeno el hecho de que os hayáis rendido.
Gur empezó entonces a susurrar en voz tan baja que Rumata apenas podía distinguir sus palabras en medio del ruido de los comensales.
— ¿Para qué me decís todo esto? ¿Sabéis acaso lo que es al verdad? La verdad es que el Príncipe Jaar amó a la hermosa de piel bronceada Vainevnivora y que tuvieron hijos. Y yo conocí al nieto. Y es cierto que la envenenaron. Pero después me explicaron que todo eso es mentira, y me dijeron que la única verdad es aquella que hoy conviene al Rey, y que todo lo demás es falso y delictivo. Es decir, que toda la vida he estado escribiendo mentiras y ahora… ¡ahora digo la verdad!
Se puso repentinamente en pie y recitó, sin respirar:
Como la eternidad, grande y glorioso, es el Rey al que llaman Generoso. El infinito ante él retrocede, y a la primacía sitio le cede.
El Rey dejó de rumiar y fijó en Gur su inexpresiva mirada. Los invitados se encogieron. Don Reba fue el único que sonrió y dio unas discretas y casi mudas palmadas. El Rey escupió un hueso sobre el mantel y dijo: