Historia Del Rey Transparente
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En sus andanzas por los burgos y los campos de Francia, Leola se topa con un enigma tr?gico: trovadores, muchachas o vecinos inician el relato de la historia del Rey Transparente y caen fulminados tras unas pocas frases. Nyneve, que parece estar al tanto del enigma, reacciona siempre con furia ante la sola menci?n del nombre de ese rey misterioso. El acertijo s?lo lo conocer? el lector en las ?ltimas p?ginas: se trata, en realidad, de una f?bula moral que resume la filosof?a de toda la novela.
Leola se ver? armada caballero a los diecisiete a?os por la duquesa Dhuoda, una sanguinaria dama que sin embargo la fascina y que esconde una terrible historia. Aprende que la lucha es una danza y consigue batirse con ?xito en justas y torneos. Conoce la corte de Leonor de Aquitania y su cortejo de poetas, fil?sofos e ingeniosos polemistas que debaten sobre el Fino Amor y la alta teolog?a. Se convierte, al fin, en un `Mercader de Sangre`, en un mercenario a sueldo de las clases m?s bajas de la sociedad.
Los a?os pasan, y Leola pierde dos dedos de la mano y tiene el cuerpo lleno de cicatrices. Se enamora de Gast?n, un fil?sofo que busca la piedra filosofal, mientras estalla la herej?a albigense. La guerra no se hace esperar, y L?ola y Nyneve se pondr?n al lado de los c?taros, que para ellas representan el lado de la bondad y la cordura.
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Y luego está León, que es el más extraño y misterioso. Al menos para mí: porque entre ellos parecen llevarse todos bastante bien. Conmigo, sin embargo, León sigue sin intimar, y todavía utiliza, el distante tratamiento de cortesía.
Vivimos todos juntos y eso es bueno, porque el hombre no está hecho para vivir solo. Ésta debe de ser la razón por la que la gente habita en las ciudades y en casas como ésta, que, en realidad, resultan sumamente desagradables. Las estancias son pequeñísimas y están mal iluminadas y mal aireadas, los techos son bajos, las puertas tan diminutas que León tiene que agacharse y retorcerse para pasar. Además, los suelos crujen como si fueran a caerse, se escuchan los gritos y las pisadas de los vecinos y abundan los olores nauseabundos, mezclados con el tufo de los guisos más groseros. Pero, aun así, hay algo excitante en estar viviendo tres pisos por encima de la calle, en asomarse a la ventana y ver los tejados de la ciudad, en saber que estás rodeada de gente por todas partes. Somos hormigas afanosas y éste es nuestro hormiguero.
Un hormiguero esperanzado. Por primera vez en muchos años de guerra, parece que la suerte cae de nuestro lado. Los cruzados han puesto cerco a Tolosa y han fracasado; Simón de Montfort, el carnicero, ha muerto ante las murallas de la ciudad. Los territorios ocupados por las fuerzas del Papa se han levantado en armas en una heroica y masiva revuelta popular y los invasores han sido expulsados. El nuevo vizconde de Trencavel, hijo del Trencavel anterior, ha entrado victorioso en Carcasona. Puede que el fin del conflicto esté cercano; puede que la cordura acabe venciendo a la intransigencia. Nyneve está feliz.
Desde que Filippo se encarga de cocinar, cosa que hace maravillosamente bien, solemos comer juntos por la tarde. Hoy Nyneve ha traído higos, tan dulces como una fruta del Paraíso. Recuerdo la higuera de Jacques, un sabroso tesoro de mi lejana infancia. Y también la vieja higuera de nuestro patio, en Albi…, en aquella casa y aquella otra vida que aún compartía con Gastón. Pero prefiero no pensar en estas cosas. Prefiero cerrar la memoria y abrir la boca. Aquí estamos todos, callados y golosos, chupando la espesa pulpa rosada y translúcida. Los higos siempre me huelen a verano y, en efecto, el calor aprieta. Sudan mis pobres pechos, aplastados por la venda con que los disimulo. Y por la ventana entra una algarabía de pájaros, un gañido escandaloso de gatos en celo, un bullicio animal celebrando el estío. Junto a mí, León lame la blanda carne de su fruto; los labios le brillan con el almíbar del higo, esos labios firmes y bien dibujados, esa boca pequeña incrustada en sus mejillas abundantes. Y la lengua musculosa y acuciante, que arranca grumos de la carne melosa. Más arriba, los ojos, hundidos bajo el pesado pliegue de las cejas, ardiendo como inquietantes fuegos fatuos. Y el remate de su pelo, tupido y enhiesto cual crin de caballo. Incluso en reposo, como ahora, mientras mordisquea su pegajoso higo, el herrero desprende una sensación de vigor precariamente contenido, es una fuerza natural, brutal y fiera. El calor de la tarde entra abrasador por mi garganta, baja por mis pechos sudorosos, se extiende como un incendio en mis entrañas. Me pongo en pie:
– Ahora vuelvo…
Salgo corriendo de casa. Quiero llegar al mercado antes de que lo cierren, y el sol ya está bajo. Troto por las calles y los callejones, atravieso los soportales de la Plaza Mayor y al fin desemboco en la Plaza del Mercado. Ya están recogiendo algunos puestos. Voy al fondo, junto al j abrevadero, donde me parece que he visto lo que busco: llevo ya varios días pensando en hacer esto. Sí, estaba en lo cierto, aquí hay unos cuantos vendedores con el material que me interesa. Picoteo de aquí y allá, agobiada de urgencias, sin negociar el precio, pagando mucho más de lo que debo. Hago un hato con todo lo adquirido y regreso a casa. Los demás siguen aún junto al hogar, conversando y jugando a las adivinanzas, pero yo paso junto a ellos y me encierro en la alcoba que comparto con Nyneve. Abro el hato mientras les escucho hablar y reír, y saco y extiendo mis modestos tesoros. ¿Quién me mandó a mí deshacerme de toda mi ropa de mujer cuando decidí volver a vestir de hombre? Obcecada por mi despecho tras la traición de Gastón, lo tiré todo. Ahora no he encontrado nada que de verdad me plazca: una camisa fina de interior, una blusa blanca demasiado basta, una saya a listas azules y amarillas que seguramente va a venirme grande. El justillo, de lino crudo, no está mal. Y también he adquirido un gracioso bonete azul y plata. Empiezo a desnudarme; libero mis pechos de su venda de cuero y me los miro: son pequeños y aniñados. Pero mi cuerpo, escrito por las cicatrices como el cuerpo de Filippo está escrito por sus tatuajes griegos, no tiene nada de intacto y juvenil. Suspiro y me visto con las ropas de mujer. Me parece que, después de todo, no me quedan tan mal. Mojo y peino mi corto cabello hacia arriba y hacia atrás, colocando el bonete en la coronilla. ¡Ah! Las arracadas… de filigrana de plata. También las he comprado en el mercado, junto con un pomo de rubor. Tengo que empujar los aros con decisión, porque los agujeros de mis orejas están casi cerrados. Abro el pomo cosmético: polvo de ladrillo mezclado con grasa de cordero purificada. Unto un poco en mis labios, y también en mis mejillas, para darles color. Contemplo el resultado en el espejo: quedaría bastante bien, si no fuera por el tono tan moreno de mi cutis. Podría empolvarme con un poco de harina, pero está en la alacena de la otra habitación. Bueno, da lo mismo. Esto es todo lo que puedo dar de mí. En realidad, ni siquiera sé por qué lo estoy haciendo. ¡Maldita sea! Se me olvidó comprar escarpines… Por fortuna, la falda es tan larga que tapa por completo mis botas viriles. En fin, vamos allá.
Agarro el picaporte, respiro hondo y abro la puerta. Y escucho que Alina está diciendo:
– Yo me sé una historia muy curiosa que me contó mi madrastra…, es la historia del Rey Transparente…
Veo cómo Nyneve salta sobre la muchacha, tapándole la boca con la mano:
– ¡No digas nada más!
En su urgencia, Nyneve ha tropezado con la jarra del agua, que ha caído al suelo y se ha hecho pedazos. León se pone en pie de un brinco, sobresaltado por la brusquedad del movimiento de mi amiga y por el estallido de la vasija de barro. Filippo, medroso y rápido como un animalillo, se mere debajo de la mesa.
– No digas nada -repite Nyneve, más calmada-. Voy a soltarte, pero no cuentes ni una sola palabra más sobre esa historia… Ni siquiera vuelvas a mencionar su nombre. ¿Lo has entendido?
Alina, asustada, asiente con la cabeza.
– ¿Qué sucede? -pregunta el herrero con su vozarrón.
Nyneve libera a la muchacha y saca a Filippo de debajo del tablero:
– Es un relato que trae consigo las más funestas consecuencias. No me preguntéis por qué, porque no termino de explicármelo. Pero cada vez que se menciona, algo terrible sucede a quien lo narra. Creedme, es así… ¿Y a ti te contó la historia tu madrastra?
– Sí… -contesta la amedrentada Alina.
– Bueno, entonces no es de extrañar que muriera…
En este preciso instante reparan en mí: hasta ahora no habían advertido mi presencia, absorbidos como estaban por los acontecimientos. Pero ahora Nyneve se me queda contemplando con sorpresa, y ios demás siguen su mirada y también me descubren. Yo continúo de pie junto a la puerta. Me observan en silencio durante un rato. Cruzo mis ojos con los ojos grises de León. Tranquilos, indescifrables.
– En realidad soy una mujer. Me llamo Leola -digo roncamente. Se lo digo a él, pues es a él a quien me dirijo.
– Ya veo -contesta el herrero, imperturbable.
La tarde está cayendo rápidamente y las primeras sombras de la noche se amontonan en las esquinas de la habitación. León bosteza y se estira. Sus anchos puños chocan con las vigas del techo. Es joven, el herrero. Por lo menos seis o siete años más joven que yo.
– Es hora de retirarse -dice a todos y a nadie-. Buenas noches.
Pasa levemente su mano por el encrespado pelo del sordo, como para despedirse o para comunicarle que se marcha, y después coge una bujía y la enciende con el rescoldo del hogar. La llama ilumina su rotundo rostro desde abajo, ¿Qué palabra usa el cuento griego tatuado sobre el cuerpo de Filippo? Una estrella…, un astro. Sí: el rostro del herrero resplandece como un astro… Y así, nimbado de esa hermosa luz y de ese brillo, el poderoso León se va a su cuarto.
Fuego ha muerto.
Un cólico ha acabado con él en un par de días. Mi orgulloso bridón, mi fiero y fiel amigo. Estaba empezando a envejecer, pero todavía hubiera podido vivir bastantes años. A veces pienso que le consumía la inactividad de nuestra existencia ciudadana. Que echaba de menos el vértigo febril del campo de batalla. Era un caballo de guerra inigualable. Muerto mí hermoso Fuego, nunca volveré a tener un bridón. Mi vida de guerrero se ha acabado. Llevo casi medio año vistiendo de nuevo ropas de mujer; ya no soy un caballero y, por consiguiente, el destino, con cruel coherencia, me ha privado también de mi caballo. Siento un dolor seco, un desgarro de amputación. Algo ha terminado para siempre. Con Fuego se ha marchado mi juventud.
Llueve y hace frío. Triunfa el invierno sobre la Tie rra y en el interior de los corazones. Estoy sentada junto al hogar, en nuestra oscura casa, intentando calentarme con el fuego. Por el ventanuco entra una luz grisácea y pobre, aunque aún no hemos llegado a la hora sexta. Pero las nubes, hinchadas y muy bajas, imitan la sombría tristeza del crepúsculo. Me miro las manos, que reposan inertes sobre las sayas de lana. Mis sayas de mujer, mis manos de muchacho. Con las palmas encallecidas y los dos dedos rebanados por el hacha. Manos grandes, acostumbradas a agarrar fuerte y a luchar. Manos que han palmeado cuellos de caballos. De mi llorado Fuego. Pero que no saben acariciar niños.
– Hola.
Es León. Acaba de entrar. Viene empapado por la lluvia. Se quita la manta que lleva por encima; es de lana de oveja negra, impermeable. Sacude el tejido con energía y las gotas de agua llegan hasta mí. Me estremezco: están frías. A pesar de su aire desmañado y de la dimensión de sus puños, el herrero sí sabe acariciar. Le he visto rozar a la bella Alina con gesto dulcísimo,
– Leola…
– Qué.
León está junto a mí, grandón y titubeante. Hace girar entre sus dedos un pequeño atado envuelto en cuero flexible.
– ¿Qué quieres? -repito, mirándole a los ojos.
