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El Jarama

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El Jarama
Название: El Jarama
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Jarama - читать бесплатно онлайн , автор Ferlosio Rafael S?nchez

El Jaramaes la novela que le supuso la consagraci?n y la fama, con ella obtuvo el Premio Nadal en 1955 y el de la Cr?tica en 1956, narra diecis?is horas de la vida de once amigos un domingo de verano de excursi?n en las riberas del r?o que le da nombre en tres frentes, en la orilla del r?o y simult?neamente en la taberna de Mauricio -donde los habituales parroquianos beben, discuten y juegan a las cartas- y en una arboleda a orillas del Jarama en la que se instalan los excursionistas. Al acabar el d?a, un acontecimiento inesperado, el descubrimiento de una de las j?venes ahogada en el r?o, colma la jornada de honda poes?a y dota a la novela de su extra?a grandeza, por contraste con el tono objetivo general en la novela donde nada sustancioso ocurre y solamente se describen y narran cotidianas minucias con una frialdad magnetof?nica. Enmarcada entre dos pasajes de una descripci?n geogr?fica del curso del r?o Jarama, esta novela posee un realismo absoluto, casi conductista o behaviorista, en el que el narrador no se permite ni una m?nima expansi?n sentimental o interpretativa, ni sondeo alguno en la psicolog?a interna de sus personajes, y el lenguaje coloquial de los di?logos se encuentra presidido por el rigor m?s alto. Se ha querido interpretar, sin embargo, la novela como una narraci?n simb?lica o simbolista y desde luego representa un extraordinario contraste con su novela anterior.

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– Circulen, circulen, andando…

Los encaminaba, tocando a algunos en el hombro.

– Bueno, si ya me voy. No es necesario que me toque.

– Pues hala, aligerar.

Era ya poca la gente; no pasarían de cuarenta los que ahora, por último, se retiraban hacia lo oscuro de los árboles. Nueve personas – o sea los dos guardias, el grupo de los cuatro nadadores, y Tito, Paulina y Sebastián – se quedaban en la orilla, junto al cuerpo de Luci, bajo la luz directa de los merenderos que llegaba hasta sus figuras, atravesando un corto trecho de agua iluminada. Los cuerpos semidesnudos, mojados todavía, se perfilaban de blanco por el costado donde la luz los alcanzaba, y eran negros por el otro costado. Se veían ya sólo seis o siete siluetas de pie en el malecón. El guardia viejo miró a los cuerpos de Tito y Sebastián; luego dijo:

– Bueno, escuchen: que se destaque uno de cada grupo, al objeto de recoger su ropa y la de sus compañeros, con el fin de que puedan vestirse todos ustedes.

Uno de los que había sacado a Lucita del río se miraba los pantalones empapados de agua, que se le adherían a las piernas.

– Ah, y el que vaya de ustedes – añadía el guardia viejo hacia Sebas -, que se preocupe asimismo de traerse también todos los efectos de la víctima, ¿entendido?

Ahora Paulina se había dejado caer, como rendida, hasta quedarse sentada en la arena. Aún lloraba, ya más bajo, apoyando las manos y la frente contra la rodilla de Sebastián. Habían abierto de nuevo la compuerta y ya el agua volvía a rugir. Vino una voz muy aguda desde lo oscuro de los árboles, llamando a Tito y Lucita. Era Daniel; se vio la sombra salir de entre los troncos; ya venía corriendo. Se detuvo de golpe ante el cadáver.

– Es Luci.- murmuró.

Después levantó la cabeza; vio a Tito:

– ¡Tito!

Éste se adelantó hacia Daniel y se abrazó a su cuello.

– ¡Daniel, maldita sea, Daniel…!

Restregaba los ojos contra el hombro de Daniel y gemía con encono.

– ¿Tenía que pasar esto…? allí los tres hace un rato, Daniel, y mira lo que tenía que pasar, maldita sea, ¡y ahora su madre!, ¿qué la decimos a su madre, Daniel?, ¿qué la decimos?, ¿qué la decimos…?

Daniel miraba el cuerpo de Luci, por encima del hombro de su amigo; no dijo nada. Otra vez se le oía llorar a Paulina. Se acercó el guardia viejo y despegaba a Tito del hombro de Daniel.

– Ande, compóngase, muchacho. Son desgracias. Hay que arrostrar con ellas. Sean hombres. Compóngase y vayan los dos a por la ropa, ande. Se van ustedes a quedar fríos y no hay tampoco necesidad de cogerse una bronconeumonia. En marcha. Y regresen al punto, no se demoren.

Tito volvió la cara hacia la sombra y se limpió con las manos; luego ambos se marchaban. Rafael se les unió por el camino y venía en silencio, al lado de Daniel. Ya no debía de haber nadie en la arboleda; no se oía una voz; estaba muy oscuro por los troncos, y sólo algunos claros de una blancura lívida y difusa manchaban de cuando en cuando el suelo ennegrecido, allí donde la luna se colaba por entremedias de los árboles. Luego una sombra humana se movió entre los troncos; «¡Eh!, ¿sois vosotros?», les decía una voz.

– ¡Soy yo, Josemari! – respondía Rafael -. Aquí está ya mi compañero; si os hace falta ayuda, nos llamáis.

– Gracias – dijo Daniel -, nos arreglaremos.

– Como os parezca.

Rafael se detuvo con el otro, mientras Tito y Daniel proseguían el camino.

– ¿Qué pasa? – le preguntó Josemari.

– La sacamos muerta.

– De eso ya me he enterado. ¿Y ésos quiénes eran?

– Hay que cogerlo todo y llevarlo hasta allí.

– Contesta, ¿quiénes son esos?

– ¿Esos dos?, pues que venían con la ahogada. Están hechos trizas.

– Ya, me figuro. ¿Y cómo ha ocurrido la cosa?

– Mira, después me lo preguntas, tú. Ahora hay que levantar el campo y trasladarlo allí todo.

– ¿Todo?, ¿pero por qué?, ¿no pueden venir ellos?

– No pueden, claro que no pueden; ¿no comprendes que nos ha requerido a los cuatro la guardia civil, para tomarnos declaración?

– Pues habla. Si no te explicas, ¿yo qué sé? Vaya lío, entonces; habrá para rato con toda esa serie de formalidades.

– Supongo. Llegaban al hato.

– Oye, nos dejarán por lo menos telefonear a nuestras casas, ¿no?

– Sí, hombre; eso creo yo que sí. Venga, vamos cogiendo los trastos, Josemari.

Tito y Daniel no encontraron en seguida el lugar del campamento; andaban despistados entre la oscuridad. Luego los pies de Tito tropezaron en algo que había en el suelo, y sus ojos reconocieron el brillo confuso de una tartera.

– Aquí es, tú.

Se apoyó contra el tronco donde habían estado por la tarde los tres; se dejó resbalar hasta el suelo. Daniel se acercaba.

– ¿Qué haces, hombre?

Tito estaba tendido bocabajo y enterraba la cara en un bulto de ropa.

– Pero hombre, ¿otra vez? Vamos, levántate ya.

– No puedo más, Daniel, te lo juro, te lo juro; es que estoy deshecho…

Daniel se había agachado y lo agarraba por el hombro.

– Vamos, hay que poder, no hay más remedio, ¿cómo te crees que estamos los demás?

– ¡Los demás! Tú no lo sabes, tú no sabes nada. ¡Tú no sabes nada!, ¡no sabes nada…! ¡Pues yo no volveré a poner los pies en este sitio en mi vida, te lo juro! ¡Lo tengo aborrecido para siempre! ¡Tú me lo estás escuchando, Daniel: cien años que viva…!

Amordazaba su voz contra la ropa.

El guardia viejo le había dicho al otro, cuando Tito y Daniel se alejaban:

– Tú, mira; antes que nada, voy a acercarme ahí junto, a llamar por el teléfono, para que vayan viniendo las autoridades, ¿me comprendes? Te quedas al cuidado mientras tanto, y cuando vengan con la ropa te haces cargo de los efectos de la víctima y le echas algo por cima, para que no esté así, al descubierto.

– Conformes.

Sebastián se había sentado al lado de Paulina, en la arena.

Ahora dos de los otros se sentaron también frente al agua, abarcándose las piernas con las manos enlazadas en las aristas de las tibias. El de San Carlos estaba de pie junto al cadáver, como a unos seis o siete pasos de los otros. Se ponía un momento en cuclillas, para observar alguna cosa, pero el guardia civil lo reprendió:

– Deje eso. Retírese de ahí.

Y le hacía una seña expulsiva. Se paseaba por la orilla, con el dedo pulgar enganchado a la correa del fusil. Paulina tiritaba.

– Tengo frío, Sebastián; no sé qué frío me está entrando.

Se arrimaba a su novio, buscando el calor. Sebas le echó sobre las piernas los pantalones de Tito, que habían quedado tirados por allí.

Ya el guardia viejo había cruzado el puentecillo de madera, que distaba no más de quince pasos, aguas arriba del puntal. Ya iba de nuevo aguas abajo, por la otra orilla del brazo muerto, atravesando el breve trecho de maleza y la morera ensombrecida, hasta la misma explanada de los merenderos, que daban al malecón. Había ya tan sólo un par de familias en las mesas de la terraza, ya sin manteles. El guardia entró en el primero de los tres aguaduchos. Había mucho humo en el interior del local, como un velo uniforme que todo lo fundía, bajo la luz amarillenta y pegajosa: emborronaba las caras; amortiguaba el brillo de los vidrios, las bandejas niqueladas y la pequeña cafetera exprés; difuminaba las sucias figuras de los naipes, los dibujos de los anuncios y los calendarios de colores. Estaba lleno de gente, ya casi nadie de Madrid, patosas borracheras de domingo. Algo freían en la cocina; se sentía el acre olor del aceite quemado.

– Aurelia, voy a llamar por el teléfono, si no hay inconveniente.

– Llama, llama; telefonea adonde quieras.

– Gracias. Dejó el tricornio sobre el mostrador y se acercó al aparato.

Luego se oyó el runrún de la manivela y muchos se callaban para escuchar.

– Mira, aquí es Gumersindo, el guardia al aparato – se tapó con un dedo el oído libre-. Mira, Luisa: me vas a dar, pero urgente, Alcalá de Henares, llamada oficial, con el Señor Secretario del Juzgado; escucha, si no contestan en su casa, la dices a la telefonista que te lo localice como sea por ahí, ¿entendido? – hizo una pausa -. ¿Qué? Ah, eso a ti no te interesa; ya lo sabrás – volvió los ojos hacia la gente de las mesas -. ¡Pues claro está que algo habrá pasado! ¡No va a ser para felicitarle las Pascuas! – se reían en las mesas, volvió a escuchar -. ¿Queeé? – escuchando de nuevo, esbozó poco a poco una sonrisa -. Mira, niña, podía ser yo tu padre un par de veces; de modo que no juegues con los cincuentones y espabílame rápido la conferencia, anda. Me la das aquí mismo, ¿eh?, donde la Aurelia, ya sabes. Cuelgo.

Colgó el auricular y se volvió al mostrador, a donde había dejado su tricornio.

– ¿Qué te pongo? – le decía la mujer.

– Agua.

– Mira el botijo; detrás de ti lo tienes. Le señaló con la barbilla el umbral de una ventana. Después añadía, comentando:

– También es gaita, no te creas tú que no, esta pamplina de tener así tanto tiempo a una persona, en esas condiciones, hasta que se los ocurre venir. ¿Qué más daba arrimarlo por ahí, a donde quiera, que tuviese un decoro, un miramiento?

– Así es como está dispuesto. Nosotros no podemos tocar nada, ni permitir que nadie se aproxime.

– Pues mal dispuesto. No son maneras de tener a una persona.

– ¿Y qué más les dará a ellos, una vez muertos, que ya ni sienten ni padecen? – terciaba uno que estaba escuchando, apoyado al mostrador.

– Eso es lo que tú no sabes – le replicaba la mujer -; si les dará lo mismo o no les dará. Y aunque les diera; de todas formas está feo; un muerto es siempre una persona, igual que un vivo.

– Y más. Más que un vivo – dijo el guardia -. Más persona que un vivo, si se va a ver; porque es mayor el respeto que se los tributa.

– Natural – dijo Aurelia, volviéndose al tercero -. Mira: tú pon que a ti te insultan a tu padre, y ¿a que te sienta mucho peor si está ya muerto, que no si todavía…? Corre, ahí tienes ya la comunicación, Gumersindo.

Sonaba el timbre del teléfono; el guardia se apresuró a descolgar.

– ¡Diga…!

Ahora se hacía entre los parroquianos otro silencio aún mayor que el de antes; casi todos se volvían en sus sillas, para atender a Gumersindo.

– ¡Diga! ¿Es ahí el Señor Secretario…?

Alguien chistaba en las mesas hacia un moscardoneo de borrachos, que no dejaba escuchar desde el rincón más lejano al teléfono.

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