Historia Del Rey Transparente
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En sus andanzas por los burgos y los campos de Francia, Leola se topa con un enigma tr?gico: trovadores, muchachas o vecinos inician el relato de la historia del Rey Transparente y caen fulminados tras unas pocas frases. Nyneve, que parece estar al tanto del enigma, reacciona siempre con furia ante la sola menci?n del nombre de ese rey misterioso. El acertijo s?lo lo conocer? el lector en las ?ltimas p?ginas: se trata, en realidad, de una f?bula moral que resume la filosof?a de toda la novela.
Leola se ver? armada caballero a los diecisiete a?os por la duquesa Dhuoda, una sanguinaria dama que sin embargo la fascina y que esconde una terrible historia. Aprende que la lucha es una danza y consigue batirse con ?xito en justas y torneos. Conoce la corte de Leonor de Aquitania y su cortejo de poetas, fil?sofos e ingeniosos polemistas que debaten sobre el Fino Amor y la alta teolog?a. Se convierte, al fin, en un `Mercader de Sangre`, en un mercenario a sueldo de las clases m?s bajas de la sociedad.
Los a?os pasan, y Leola pierde dos dedos de la mano y tiene el cuerpo lleno de cicatrices. Se enamora de Gast?n, un fil?sofo que busca la piedra filosofal, mientras estalla la herej?a albigense. La guerra no se hace esperar, y L?ola y Nyneve se pondr?n al lado de los c?taros, que para ellas representan el lado de la bondad y la cordura.
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Me despierto de golpe, sobresaltada, con la sensación de estar a punto de perder el equilibrio. Abro los ojos y compruebo que Gastón no está. De nuestros compañeros de cuarto sólo queda el mercader sin dientes, que trastea entre sus bártulos apenas cubierto por una sucia camisa. Sus piernas enclenques están deformadas por oscuros manojos de anudadas venas.
– No es normal, en esta época del año… Tal parecería un castigo de Dios -farfulla el viejo para sí con gesto preocupado.
Advierto ahora que por el ventanuco se cuela una luz extraña, débil y pastosa, más parecida a la del atardecer que a la de la mañana. Salto del lecho rascándome ¡as ronchas, presintiendo que algo no va bien. Miro por la ventana y no veo nada. Me froto los ojos y vuelvo a mirar. Es como estar ciego.
– Hay una niebla terrible -dice Nyneve, entrando en el cuarto ya vestida-. Creo que nunca había visto algo parecido.
Recogemos nuestras cosas, pagamos la cuenta a la muchacha de la cicatriz y salimos en busca de los caballos. El mundo se acaba en la misma puerta de la posada. Ni siquiera somos capaces de ver el establo, de modo que tenemos que avanzar pegadas a la tapia para poder encontrarlo. Nyneve ya ha dejado preparados a los animales; a los dos bridones, el tordo Alado y mi hermoso alazán Fuego, y al palafrén castaño de paseo, Alegre. Al entrar en la cuadra, advertimos que los caballos están muy inquietos; incluso Alegre, siempre tan manso, tironea del ronzal con nerviosismo.
– Buenos días, mi Señor…
Doy un respingo. En la puerta del establo ha aparecido el bandido de anoche, salido de la niebla como de la nada: su corpachón robusto se recorta contra la blancura vaporosa del exterior. Sonríe torcidamente enseñando unos dientes grandes y amarillos semejantes a los de las cabras. Miro a Nyneve, que se ha quedado rígida, y doy un paso hacia atrás, para que las sombras del altillo caigan sobre mi rostro.
– Mi Señor, no sé si sabes quién es tu escudero… A lo mejor te interesa saber lo que yo sé, y a lo mejor hasta dispones de alguna moneda con la que premiar mis confidencias…
No digo nada. El rufián, que sigue parado en el umbral, achina los ojos e intenta escrutar mi expresión en la penumbra.
– Escucha, mi Señor… Ni siquiera es un hombre… Es una mujer, una maldita furcia… Y ándate con cuidado, porque, además, es una ladrona. La última vez que la vi le estaban rebanando la oreja por haberle robado la bolsa a un comerciante.
Pienso con rapidez. Puedo sacar la espada y hacerle tragar sus sucias palabras. Pero Nyneve no contesta, no se mueve. Nyneve ha escogido el silencio. En mis años de Mercader de Sangre he aprendido a conocer bien el peso y el valor de la violencia. Las incalculables consecuencias de cada mínimo gesto. Intento anticipar las intenciones del bellaco, como antaño intentaba adivinar los movimientos de Dhuoda en el ajedrez. Los compinches con los que andaba anoche deben de rondar por aquí terca: estoy segura de que este fornido canalla no está solo. Y de que su ambición no se saciará con unas pocas monedas. Escojo no hacer nada, salvo si se me obliga. No muevo un solo músculo: sé que una quietud impenetrable desorienta al adversario y a veces incluso atemoriza. Respiramos y callamos, convertidos los tres en estatuas de sal. Al cabo, el hombre se rinde:
– Está bien… No hace falta que me pagues nada… Te regalo la información. Aunque me parece que ya la conocías. Y puedes quedarte con la furcia… Yo me aburrí de ella hace ya mucho tiempo, y, además, tengo por aquí zorras mejores.
Escupe en el suelo, despectivo, y desaparece en la espesa bruma. Miro a mí amiga, que frunce el ceño y evita mi mirada. Me siento cohibida. Sí, Nyneve ha escogido el silencio, y es un silencio embarazoso.
– Vamonos. Salgamos ya a caballo, por sí acaso -le digo.
Montamos todavía dentro de la cuadra. Tendremos que agacharnos al pasar por la puerta, pero nuestros bridones nos conceden ventaja frente a unos posibles asaltantes a pie. Antes de partir, me calo el yelmo y descuelgo del cinto el hacha de guerra. Abandonamos el establo al paso e inmediatamente quedamos sumergidas en el aire gris e impenetrable. La tensión me endurece las espaldas: es un día muy malo para tener un encontronazo con rufianes. Aunque piensa con calma, Leola: en realidad estáis en las mismas circunstancias, tú no ves pero ellos tampoco. Respiro hondo. El miedo siempre es el peor enemigo, como decía mi Maestro.
Nos ponemos en camino desalentadas y mudas. Nyneve avanza taciturna, claramente abstraída en sus pensamientos. Yo continúo inquiera y en estado de alerta durante largo rato, hasta que el monótono paso de las horas me convence de que ya no tenemos que recelar una emboscada. Ahora que he dejado de temer por nuestra seguridad, me preocupa más el estado de ánimo de mi amiga. Todavía estoy intentando comprender lo que ha pasado. No sólo las palabras del rufián, sino la actitud de Nyneve. Llevamos diez años juntas y, en realidad, no sé quién es ni de dónde viene, más allá de sus imprecisos relatos sobre el rey Arturo. Pero en este tiempo he aprendido a respetarla y a admirarla. He aprendido a quererla. Si ella dice que es una bruja de conocimiento, no hay nada más que hablar. Eso es lo que es. Confío en ella. Y, además, es verdad que conoce infinidad de cosas.
La niebla es un manto frío pegado a nuestros hombros, una venda humedecida que nos ciega. Vamos muy despacio, titubeando mucho, temiendo salimos del sendero. Los caballos piafan y cabecean y de cuando en cuando se sobresaltan, al igual que nosotras, por la aparición repentina de un arbusto, que emerge borrosamente de la nada. El aire huele a lana mojada y el silencio es espectral. Cuando pasamos lo suficientemente cerca de un árbol como para atisbar su forma entre el celaje gris, distinguimos a los pájaros posados en las ramas, quietos y empapados, con las cabecitas tristemente hundidas entre las plumas, como si estuvieran esperando el fin del mundo.
– Verdaderamente parece el día del Juicio Final -dice Nyneve, malhumorada-. Y tus oraciones no mejoran ni la niebla ni mi ánimo.
Llevo un buen rato rezando Padrenuestros en voz alta, porque la ausencia de ruidos y la vaciedad del mundo me tienen encogido el corazón. Pero hago un esfuerzo y me callo, para no aumentar la irritación de mi amiga. Los cascos de nuestros animales resuenan extrañamente apagados, como si llevaran las patas envueltas en trapos. La humedad ha ido colándose entre los eslabones de mi armadura y estoy empapada y tengo frío. La niebla marea y debilita el alma. El purgatorio debe de ser un lugar parecido.
– Me extraña que no haya levantado en todo el día… Es una niebla rara. Incluso podría ser una niebla mágica, si no fuera porque ya no quedan brujos capaces de hacer esto -gruñe Nyneve.
Me alivia comprobar que mi amiga va recuperando la normalidad y la palabra.
– Eh, Nyneve, hablando de brujos, ¿por qué crees que Myrddin se inventó lo de Viviana? Toda esa historia tan complicada de la gruta y del encierro… ¿Por qué te odiaba tanto para dejarte tan mal en su relato?
– Es fácil de entender. ¿Por qué crees que un viejo rijoso puede idear algo así? Esa historia tan conmovedora del anciano hechicero que pierde la cabeza por una muchachita, a quien enseña todos sus saberes mágicos, incluso los terribles conjuros perdurables, y que construye una lujosa cueva llena de tesoros para vivir con ella… Justamente la cueva donde la traidora le sepulta… ¿Por qué crees que se le ocurrió?
– No sé. ¿Por qué?
– Los cuentos son como los sueños. Nos hablan de nuestras vidas con imágenes oscuras que mezclan vislumbres del mundo real, como cuando te contemplas en el espejo de un lago y en la superficie del agua ves reflejada tu cara, pero también puedes ver, al mismo tiempo, el pez que ha subido a boquear. Ni Myrddin construyó la cueva ni yo le encerré dentro de una montaña. Pero hay algo de verdad en todo ello, porque él sí que quería atraparme en su cariño. Quería enterrar mi juventud en ese oscuro subterráneo de su amor de viejo. Por eso me marché. Con él me asfixiaba.
Cabalgamos un buen trecho sin añadir palabra sintiendo el opresivo aliento de la niebla.
__Te voy a contar una historia. Un hecho curioso
– dice Nyneve.
Estiro las orejas.
– Hace mucho tiempo, allá por la Bretaña, conocí a un caballero cuya mujer murió de parto mientras daba a luz a una niña. El caballero amaba a su mujer y quedó deshecho. Ni siquiera quiso conocer a la pequeña, que creció sana y fuerte criada por un ama. La niña tendría tres o cuatro años cuando un día fue vista por casualidad por un afamado mago que pasaba por allí camino de la corte. El mago detuvo su caballo, desmontó y estudió a la pequeña. «Es el caso más claro de potencia mágica que jamás he visto», dictaminó. Y llamó a sus amigos y a otros magos, a sabios y eruditos de todo el país. Y todos llegaban, observaban a la niña y decían: «Es el caso más claro de poderes sobrenaturales que hemos visto. Será una gran bruja blanca, su vida será célebre y hará grandes prodigios». Llegó a tanto la fama de la pequeña que el padre se decidió al fin a conocerla. Y cuando vio a su hija, pensó: «Es cierto, tiene poderes». Y se dijo que tal vez la muerte de su mujer hubiera servido para algo, y que algún día toda aquella potencia florecería.
Nyneve calla. Los cascos de los caballos golpean sordamente la tierra reblandecida por la bruma.
– ¿Y qué sucedió con la niña? -le pregunto, impaciente.
Mi amiga frunce el ceño:
– Ah. Sucedió algo muy inesperado.
Nuevo silencio.
– ¿Qué? -insisto.
– Nada -dice Nyneve-. Eso es lo sorprendente. Que no pasó absolutamente nada.
Miro a mi amiga, a la espera de más explicaciones. Pero Nyneve parece haber dado por terminada la conversación e incluso aprieta un poco el paso y se adelanta. Durante un buen rato avanzo contemplando sus anchas espaldas. En la grisura del mundo sólo existe ella. De pronto, se detiene y señala hacía el suelo:
– Fíjate, Leo…, eso que hay ahí es estiércol reciente y por aquí la vereda parece más hollada. Ya no debe de quedar mucho para el atardecer y, si no nos hemos equivocado de camino, debemos de estar cerca del pueblo de Borne. Busquemos un lugar donde pasar la noche. Estoy muerta de hambre y tengo mojado hasta el esqueleto.
Es cierto, debemos de estar llegando a un pueblo. Se oyen voces lejanas y, entre las veladuras cada vez más oscuras de la niebla, se transparenta una sombra grande y el parpadeo confuso de una luz.
– Allí hay una casa…
