La Escala Del Tiempo
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"Regresaba de una sesi?n de tarde del Consejo de Segundad con Ordinsky, mi colega de Mosc?, al que todo el mundo en el Centro de Prensa de la ONU tomaba por un polaco como yo, probablemente a causa de su apellido Ordinsky, Glinsky a los estadounidenses todos les suenan igual. Le suger? que fu?ramos a alg?n sitio a pasar lo que quedaba de la tarde, pero estaba ocupado, de modo que me tuve que hacer a la idea de una cena en solitario."
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– Silencio; y tenga más cuidado, casi me ha atravesado la mejilla -susurró alguien, mientras una mano invisible me empujaba hacia delante-. La puerta está frente a usted Verá un pasillo y una habitación al final del mismo. Cuando entre…
– ¿Por qué debería hacerlo? -interrumpí.
– No tenga miedo. Es ciego, aunque dispara con buena puntería. Muéstrese amable. Charle con él un rato, y espéreme. Regresaré pronto. -Una sonrisa coqueta, y la puerta de la calle volvió a abrirse y se cerró de golpe, inmediatamente. Tiré de ella. No cedió, y no podía hallar la cerradura. Llevaba una linterna pequeña en el bolsillo, que solía usar en los pasillos oscuros del hotel. La linterna iluminó un tenebroso descansillo y dos puertas, una hacia la calle, la otra hacia el interior del edificio. La que daba a la calle había sido cerrada, la otra se abrió suavemente bajo mi mano, y vi el corredor y una luz al final del mismo que brotaba de una habitación abierta al fondo.
Tratando de no producir ningún sonido, me aproximé a la habitación y me detuve en la entrada. Un hombre que llevaba una chaqueta de terciopelo negro y el cabello muy largo estaba cortando cuidadosamente un hueco rectangular en las páginas de un libro abierto. De no ser por el tono grisáceo de su cabello y las arrugas alrededor de sus ojos, podría haber sido tomado por un joven. Estaba sentado frente a una potente luz eléctrica: debían ser quinientos o mil vatios. Ningún hombre con una visión normal hubiera podido soportar el estar tan cerca de ella, pero aquel hombre era ciego.
– He encontrado un sitio ideal donde ocultarlas -me dijo en polaco-. Mira, todas las cartas caben dentro.
Tomó el montón de cartas metidas en sobres largos y las colocó en el hueco artificial hecho en el libro. Luego puso goma en las páginas no cortadas a los lados del hueco y las apretó para ocultar las cartas.
– Ahora lo agitamos. -Agitó el libro, aterrándolo por las cubiertas-, ¿Ves? No cae nada. Ni el mismísimo Poirot podría encontrarlas.
Yo permanecía inmóvil y en silencio, sin saber qué decir.
– ¿Por qué estás tan silenciosa, Elzbeta? -dijo, volviéndose repentinamente más cauto. Y luego gritó, esta vez en inglés-: ¿Quién está ahí? ¡Quédese donde está!
Dejó caer el libro y tomó una pistola de sobre la mesa. El cañón había sido alargado con un silenciador. Dado que la apuntaba tan exactamente en mi dirección, resultaba obvio que su ceguera no le impedía en absoluto manejar el arma.
– Al menor movimiento, disparo. ¿Quién es usted? -preguntó. Estaba de pie, medio vuelto hacia mí, sin mirar, pero escuchando, como hacen los ciegos. Sin replicar, di un rápido paso hacia atrás. De inmediato se oyó un clic… Fue un clic, no el estampido de un disparo. La bala se clavó en el yeso, junto a mi oreja.
– Está usted loco -dije en polaco-. ¿Por qué ha hecho esto?
– Es usted polaco. Lo imaginé -No estaba sorprendido en lo más mínimo, y no bajó la pistola-. Venga a la mesa, siéntese junto a mí, y no trate de quitarme la pistola: lo oiría. Venga.
Maldiciéndome a mí mismo por aquella estúpida aventura, fui a la mesa y me senté, extendiendo las piernas frente a mí. El cañón de la pistola siguió todos mis movimientos. Ahora me apuntaba al pecho. Lo podría haber agarrado, de no haber estado seguro de que dispararía antes.
– ¿Viene enviado por Copecki? -preguntó el ciego.
– No conozco a nadie con ese nombre -dije.
– Entonces, ¿de dónde sale usted?
– De Polonia.
– ¿Cuánto tiempo hace?
– Salí de allí en diciembre del año pasado.
– No mienta.
– Le podría mostrar mi pasaporte, pero usted… -me detuve, confundido.
– ¿Quiere decir que es usted comunista? -me interrumpió.
– Así es -respondí, desabrido. Aquel interrogatorio estaba empezando a irritarme.
– ¿Por qué está usted aquí?
Se lo dije.
– Por alguna razón, le creo -dijo pensativo-. Pero, ha visto el escondite.
Miré el libro, con el rostro de Mickiewicz repujado en su tapa
– Y las cartas -añadió en tono amenazador.
– Al infierno con sus cartas.
– Entonces, esperaremos a que ellos vengan a buscarlas. Vendrán sin falta. Tienen que hacerlo.
– ¿Quiénes son ellos? -pregunté.
– ¡Ssst! -susurró, y escuchó, tendiendo su cabeza de una forma rara, no como un hombre sino más bien como el oído en el cuento de hadas de Grimm. Yo no podía oír nada. El silencio mezclado con el sonido de la lluvia del exterior me rodeaba.
– ¿Ha entrado alguien? -pregunté.
– Ni un sonido -respondió en un susurro-. Aún no han entrado. Ahora están abriendo la puerta con una llave maestra. Han cruzado el descansillo. Vienen.
Dijo esto último de una forma casi inaudible, apenas moviendo los labios. Pude oír el débil golpear de tacones con protecciones metálicas en el pasillo.
– Quédese ahí. Yo iré tras la cortina. Bajo ninguna circunstancia debe decirles dónde estoy. Y no tenga miedo, no empezarán a disparar. Necesitan las cartas. Dígales que están en la cómoda junto al diván ¿De acuerdo?
Asentí. Moviéndose con la misma facilidad y ligereza que un fantasma, desapareció tras la cortina que dividía la habitación en su rincón más lejano. Yo me quedé sentado en la misma posición, esperando lo peor.
Dos hombres con gabardinas mojadas entraron en la habitación, empuñando metralletas. Uno de ellos llevaba un sombrero muy deformado encasquetado hasta los ojos. El otro tenía un semblante oscuro y no iba afeitado, con su húmedo pelo cayéndole en bucles. Se agitó como un perro cuando sale del agua.
– ¿Dónde está Ziga? -preguntaron a la vez, en polaco. Entonces comprendí por qué al ciego no le había sorprendido que yo fuera polaco. Dije lo primero que se me ocurrió:
– Estoy esperándole.
El que iba sin afeitar miró a su alrededor por la habitación y, repentinamente, disparó una ráfaga de su metralleta a los pliegues de la cortina. Esperé oír gritos, gemidos, pero no ocurrió nada. Entonces ambos se volvieron hacia mi.
Éste es el fin, pensé, y apenas pude articular:
– ¿Vienen a por las cartas? Están en la cómoda.
– ¿Dónde?
Señalé hacia la cómoda situada junto al diván.
– Vaya y ábrala -me ordenó el que iba sin afeitar. Fui, y con manos temblorosas que ya no podía controlar abrí un cajón.
En el fondo del mismo había un montón de sobres blancos alargados. El que iba sin afeitar me empujó a un lado con su metralleta y miró al interior.
– Están aquí -dijo, y sonrió. No tuvo oportunidad de decir más. El clic familiar sonó vanas veces desde detrás de la cortina, y tanto el hombre del sombrero como su amigo sin afeitar cayeron al suelo, casi simultáneamente. No recuerdo qué fue lo que golpeó primero el suelo: si sus cabezas o las metralletas que se les escaparon de las manos.
– Se acabó. -El ciego salió de detrás de la cortina, sonriendo.
Tocó primero a uno, luego al otro, con el pie, y después se echó hacia atrás, como un bañista que prueba la temperatura del agua.
– Lo ha hecho bien, y hasta se ha ganado un premio, señor desconocido -dijo, entregándome lo que parecía una moneda grande-. Tome esto. Esta medalla puede llegar a serle útil «Vivió para su patria, murió por su honor» -Se echó a reír, y luego, repentinamente, volvió a susurrar, de nuevo escuchando algo-: Ya vienen a por mí. No salga conmigo, voy por la oscuridad como un gato. Salga un minuto o dos después que yo. Dejaré la puerta abierta. Y no se retrase. Un encuentro con la policía en estas circunstancias no le resultaría muy agradable.
Tomó de sobre la mesa el libro que contenía las cartas y, sin echarse nada encima salió de la habitación. Sus pasos no vacilaron. Nada crujió en el pasillo, ni las maderas del suelo ni la puerta. Se movía completamente en silencio.
Esperé dos minutos, examinando la medalla que había recibido: un disco de bronce mate que llevaba en un lado el relieve de una cabeza con una corona de laurel, como la de un emperador romano, y en el otro una muchacha ataviada con una túnica que abrazaba una urna sobre un adornado pedestal. Alrededor de la cabeza imperial había una inscripción que decía: Josef Xiaze Poniatowski. Alrededor de la muchacha con la túnica estaban las palabras que ya había oído aquella tarde: Zyl dla oyczyzny, umarl dla slawy ¿Poniatowski? ¿Qué es lo que sabía de él? Un mariscal napoleónico emparentado con el último rey de Polonia, un gran jefe miliar y un fracasado político al que Napoleón le negó la ansiada corona polaca. Bonaparte le engañó, no se restauró Polonia como nación, y hasta en el apresuradamente creado Ducado de Varsovia, a Poniatowski solamente se le dio el ministerio de la guerra. Murió espléndidamente en una de las campañas napoleónicas, olvidado por el emperador, cuyo trono estaba empezando ya a tambalearse. No fue Bonaparte, sino sus propios compatriotas polacos los que habían acuñado esta medalla, inscribiéndola con las palabras «Vivió para su patria, murió por su honor». Esta medalla debía tener un gran atractivo para ciertos emigrantes polacos contemporáneos, pero no para mi. Era inexacta, falsa ¿Por qué honor? ¿De quién? También los traidores han muerto por su honor, incluso Eróstrato. Sonreí interiormente ante el sentimiento con el que se me había entregado la medalla. ¿Cuándo y cómo podía llegar a serme de utilidad?