El Jarama
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El Jaramaes la novela que le supuso la consagraci?n y la fama, con ella obtuvo el Premio Nadal en 1955 y el de la Cr?tica en 1956, narra diecis?is horas de la vida de once amigos un domingo de verano de excursi?n en las riberas del r?o que le da nombre en tres frentes, en la orilla del r?o y simult?neamente en la taberna de Mauricio -donde los habituales parroquianos beben, discuten y juegan a las cartas- y en una arboleda a orillas del Jarama en la que se instalan los excursionistas. Al acabar el d?a, un acontecimiento inesperado, el descubrimiento de una de las j?venes ahogada en el r?o, colma la jornada de honda poes?a y dota a la novela de su extra?a grandeza, por contraste con el tono objetivo general en la novela donde nada sustancioso ocurre y solamente se describen y narran cotidianas minucias con una frialdad magnetof?nica. Enmarcada entre dos pasajes de una descripci?n geogr?fica del curso del r?o Jarama, esta novela posee un realismo absoluto, casi conductista o behaviorista, en el que el narrador no se permite ni una m?nima expansi?n sentimental o interpretativa, ni sondeo alguno en la psicolog?a interna de sus personajes, y el lenguaje coloquial de los di?logos se encuentra presidido por el rigor m?s alto. Se ha querido interpretar, sin embargo, la novela como una narraci?n simb?lica o simbolista y desde luego representa un extraordinario contraste con su novela anterior.
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– Está chalado – dijo Tito -; tirar de esa manera la comida…
– ¡Se debe de pasar cada berrinche, el viejo!
– Con cabrearse no adelanta nada. Lo único que saca con eso es perjudicarse a sí mismo.
– Ya. Pero ninguno somos capaces de echarnos esas cuentas cuando nos vemos renegados. Uno se evitaría muchos disgustos, sujetándose a tiempo.
Ya llegaban al borde del ribazo. Las voces que subían de la arboleda y de los merenderos crecieron súbitamente al asomar. Resonaban aplausos en alguna parte. Tito miró en la jarra; dijo:
– El hielo no va a llegar. Está ya casi derretido. Comenzaban a descender con cuidado la escalerilla de tierra.
– ¡Mirarlos! ¡Allí vienen por fin!
Se revolvía todo el grupo. Decían: «¡Miguel, Miguel!», y Miguel se reía de tanto sentirse jaleado. Los ayudaron a soltar todas las cosas.
– ¿Y en esa jarra, qué traéis?
– ¿No os habréis olvidado de algo?
– Que no, mujer, que no.
Andaban revolviendo entre los macutos, buscando cada uno su tartera.
– Esa roja es la mía.
– ¡Si viene hielo aquí metido! ¿Para qué es este hielo?
– ¿Habéis traído más vino?
– Ahí está, ¿no lo ves?
– ¡Huy, mucho vino me parece que es éste!
– ¿Y en dónde habéis mangado los limones?
– Como sigas tirando de esa cinta seguro te cargas el macuto.
– ¡Un poquitito de organización!
– Di, ¿este limón para quién es?
– Para don Federico Caramico.
– Simpático él…
– Oye, y hielo y toda la pesca.
– A ver, a ver… ¡Pero si viene ya medio deshecho!
– Pues tú verás: con lo que han tardado, se les derrite hasta una llave inglesa.
– ¡A comer!
– Aquí, cada oveja con su pareja.
– ¿Y mi oveja, quién es?
– Yo, tu ovejita soy yo – dijo Mely a Fernando.
– ¡…nita tú! Siéntate aquí, mi reina.
– Si llegáis a tardar un poco más, asamos a Daniel – dijo Santos.
– Ése tiene que estar muy correoso.
– Y lo mismo te coges una garza de no te menees. El noventa por ciento de la carne del Dani debe ser puro alcol.
– Y el otro diez por ciento, mala leche – añadía Fernando. Alicia le replicó:
– Tú no hables. Que gracias a él te has librado de subir tú a por la comida.
– Tiran con bala – dijo Carmen.
Daniel levantó la cara y miró a Fernando.
– A ti, Fernando, te gusta mucho incordiar esta mañana por lo visto. Yo no te recomiendo que sigas por ahí. Conque ya sabes.
Fernando le contestó:
– ¡Ah, vamos! Ahora te da por espabilarte, ya era hora. ¿No habréis traído la tartera de Dani?
– Ahí está. Esa que queda debe ser la suya.
– Anda, pues si dijimos que no se bajara. Miguel levantó la voz:
– ¡Qué dijimos ni qué narices! Haberte subido tú, y entonces no la bajabas si no querías.
– Bueno, Miguel, bueno; no te pongas así.
– Tiene razón Miguel – interrumpía Carmen-. ¿No te han traído a ti la tuya? Pues da las gracias y a callar.
– A eso le llamo yo compañerismo.
Terciaba Mely:
– Pues ya está bien, digo yo. ¿Se come o no se come? Siéntate, Fernando.
– Aquí lo que hay es mucho mar de fondo.
– Otra que viene a malmeter. Me vais a hacer que cante – dijo Miguel -; a ver si así os calláis. Tú, Tito, ¿qué haces ahí de pie, que pareces el sacristán de la parroquia?
– ¡Vamos allá!, que se enfría – apremiaba Santos. Dijo Mely:
– Canta, Miguel, anda. Anda, alégranos la comida. Tito se despojó de la camisa y se sentó junto a Miguel.
– ¿No te desnudas tú? Te sentirás más fresco.
El otro denegó con la cabeza. Estaba destapando una cacerola roja que había venido atada con cordeles, curioseaba el contenido.
– Oye tú – dijo Tito, de pronto -; ¿y la sangría?
– ¡Calla, se me olvidó! ¡Pues rápido, que se va el hielo!
– ¡El limón! ¿Dónde está?
– ¿Habéis visto alguno el limón?
– En la fresquera a refrescar.
– Chístale a ver si acude.
– Menos bromas, que os quedáis sin sangría. El hielo está para pocas.
– ¿No se lo habrá guardado Mely por dentro del bañador?- dijo Fernando-. A ver, Mely…
– Anda, búscalo, chato – le contestaba Mely -; a ver si te quemas. Pero va a ser del guantazo que te arreo.
– ¡Pues si está aquí! ¿O es que no tenéis ojos en la cara? Se ha espachurrado un poquito, pero le queda sustancia todavía.
– Dámelo acá.
Miguel puso las manos en rejilla sobre la boca de la jarra y escurrió todo el agua del hielo en el polvo. Tito partía el limón en rodajas.
– ¿Cómo destaparíamos las gaseosas?
– Pues Sebas tiene una navaja de esas que sirven para todo.
Sebastián limpió la hoja en la servilleta y le pasaba a Miguel la navaja. Carmen dijo:
– Dejar un par de botellines para el que no quiera sangría.
– Aquí quiere sangría todo el mundo. Paulina replicó:
– A mí dejarme una gaseosa. Yo sangría no tomo.
– Echa el limón – dijo Miguel con la jarra en la mano.
Tito volcó las rodajas en el hielo del fondo. Luego cogió
la jarra y Miguel destapó las gaseosas y las mezcló también.
– A ver el vino.
Tito estaba mirando hacia Daniel, mientras sostenía la jarra donde Miguel echaba el vino.
– Listos – dijo Miguel-. Una sangría como el Mapamundi.
Se llevaba la jarra. Tito se sentó junto a Daniel.
– ¿Qué haces, Dani? ¿No comes? Aquí tienes un sitio.
– No quiero molestaros.
_ Venga ya de bobadas. Toma tu tartera. Y ahora mismo te pones a comer.
Ahora Santos se había vuelto a mirar la comida de Sebas:
– A ver qué te han puesto a ti.
– Nada. Pochitos con porotos.
Cubría lo suyo con la tapadera de aluminio.
– Te la cambio sin verla.
– Vamos, pira.
– Salías ganando, fíjate. Tito insistía con Daniel:
– Para mí que te quieres hacer de rogar. Venga ya, galápago; no seas…
Sebastián y Santos intervinieron:
– Como sigas en ese plan, nos repartiremos tu comida. Tú verás lo que haces.
Se levantó Daniel y recogía su tartera; se miraba con Mely un momento. Ella le dijo a Alicia, mirando hacia el suelo y ajuntándose un tirante del bañador:
– Tampoco tiene por qué estar así… Daniel se había sentado.
Sebastián lo veía un poco serio y lo cogió por el cogote, sacudiendo:
– ¡Aupa Daniel!, ¡que a ti lo que te priva es el etílico!
– También es bueno comer de vez en cuando – le decía Santos a Daniel, con tono consejero -; tomar de estas cositas, ¿no ves tú? Ya sabemos que el vino es la base de la existencia, pero esto tampoco no hace daño a nadie. Si no se abusa, claro está. A ti no te dé asco, prueba un poquito. Ya verás como te acostumbras poco a poco…
Se sonreía mientras hablaba, separando muy ordenadamente, en su tartera, con dos dedos, las patatas fritas de todo lo demás. Levantó la mirada hacia Daniel, y Daniel lo miró sonriendo; le dijo:
– ¡No eres tú guasón…!
Santos le hizo un guiño brusco y le dio un manotazo en la rodilla:
– ¡Ay, Daniel! – le gritaba -. ¡Precioso tú! ¡Si no fuera por tu tato, que te atiende y te da buenos consejos sobre la vida!
Sebas había sacado chuletas de su tartera; la manteca se había congelado. Se miraba los dedos pringosos y luego se los chupaba.
– Parece que te relames – dijo Santos.
– ¡Cómo lo sabes! – contestó Sebastián -. Yo ya te dije que salías perdiendo. Qué, ¿quieres una?
Sacaba una chuleta de la tartera y se la ofrecía. Cogía Santos la chuleta y levantándola en el aire, sujeta por el palo, se la dejaba caer hacia la boca, como el trapo de una banderita. Lucí apenas comía. Miraba a unos y a otros y quería ofrecer algo a alguien:
– Yo he traído empanadas. Probarlas; son de pimientos y bonito.
– No me gusta el pimiento – le dijo Paulina.
– ¿Tú, Carmen?
Enfrente de ellos estaban Alicia y Mely y Fernando. Alicia había dejado de comer y se frotaba con un pañuelo, mojado en gaseosa, una mancha de grasa que le había caído en la tela del bañador. Lucí comía su empanada y la tenía cogida con una servilleta de papel..«ILSA», ponía en la servilleta. Le había dicho el Dani:
– Estas servilletas se las mangamos a la casa, ¿no?
– Alguna ventajilla hay que tener. Traigo muchas. Coge si quieres.
– Gracias. Pues yo, yo paso por allí bastante a menudo y nunca tengo la suerte de pillarte despachando. ¿A qué horas te toca?
– Por la mañana, siempre.
– ¿Pero qué puesto es? ¿No es el que está de espaldas a la boca del metro?
– El mismo. Allí estoy yo como un clavo a partir de las diez.
– Pues es raro…
Se encogía de hombros.
– ¡Ahí va la sangría! ¿Quién quiere beber? Surgían los brazos morenos de Mely hacia la jarra, por encima de las cabezas:
– Dame.
Apresó el recipiente, sacudía la melena para atrás y se llevaba la sangría a los labios. Un hilo le corrió por la barbilla y le escurría hacia el escote.
– ¡Qué fresquita! Ali, ¿quieres beber?
Pasó la jarra de unos brazos a otros. Lucita decía:
– ¿Te gusta?
Carmen había mordido la empanada:
– Mucho.
Luci freció a Daniel su tartera:
– ¿Y tú, Daniel? ¿No me quieres probar las empanadas? – dijo.
El hombre de los z. b. decía desde la puerta:
– ¡Qué raro se hace ver un taxi de Madrid por estas latitudes; un trasto de ésos en mitad del campo!
– ¿Viene hacia aquí? – dijo Mauricio desde dentro.
– Así parece.
– Ése es Ocaña. Seguro. Me dijo que vendría cualquier domingo.
El coche había atravesado la carretera y ya venía por el camino de la venta, dejando detrás de sí una larga y voluminosa columna de polvo. Mauricio se había salido a la puerta para verlo venir. Se desplazaba lentamente la masa de polvo a deshacerse entre las copas de un olivar.
– ¿Cuándo piensas cambiar este cangrejo por un cacharro decente? – le gritaba Mauricio en la ventanilla, mientras el otro reculaba para poner el coche a la sombra.
Mauricio lo seguía con ambas manos sobre el reborde del cristal. Ocaña se reía sin responder. Echó el freno de mano y contestó:
– Cuando tenga los cuartos que tú tienes.
Mauricio abrió la portezuela y se abrazaron con grandes golpes, al pie del coche.