Neuromante
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«El cielo sobre el puerto era del color de la televisi?n, sintonizada en un canal muerto.» El primer enunciado de la novela de Gibson establece el tono de esta historia ultramoderna de gente que se mueve en un paisaje electr?nico. Siguiendo las huellas de Alfred Bester, William Burroughs y (tal vez) Samuel R. Delany, pero inspir?ndose en los sue?os del Silicon Valley, el autor ha creado un thriller rom?ntico y triste, tan actual como los juegos de video, los trasplantes de ?rganos y la investigaci?n sobre inteligencia artificial, todo lo cual tiene su papel en la narraci?n. Es un libro ?gil, s?lidamente escrito, ingeniosamente inventivo, ocasionalmente divertido y siempre po?tico, a veces desconcertante y tan bien ajustado como un circuito de microchip. Tiene algunos de los defectos previsibles en un primer libro: efectos algo forzados y una complejidad excesiva que una y otra vez entorpece la l?nea narrativa. Pero son defectos propios de una ambici?n aut?ntica y de un talento exuberante. El h?roe, Case, es un vaquero computarizado, con cultura callejera. Gracias a la utilizaci?n de su sofisticado equipo electr?nico del mundo del siglo XXI, es capaz de entrar en el «ciberespacio», un ?rea donde la informaci?n acumulada de los circuitos de ordenadores del planeta adquiere una realidad aparentemente tridimensional. Movi?ndose en el ciberespacio, puede alterar los programas de computaci?n y penetrar en la memoria de los bancos comerciales para robar valiosos datos.
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Case se encogió de hombros y sorbió café.
– Eres un vaquero de consola. Los prototipos de los programas que usas para entrar en bancos industriales fueron desarrollados para Puño Estridente. Para asaltar el nexo informático de Kirensk. El módulo básico era un microligero Alas Nocturnas, un piloto, un panel matriz, un operador. Estábamos programando un virus llamado Topo. La serie Topo fue la primera generación de verdaderos programas de intrusión.
– Rompehielos -dijo Case, por encima del borde de la jarra roja.
– Hielo, de ICE, intrusion countermeasures electronics; electrónica de las contramedidas de intrusión.
– El problema es, señor, que ya no soy operador, así que lo mejor será que me vaya…
– Yo estaba allí, Case; yo estaba allí cuando ellos inventaron tu especie.
– No tienes nada que ver conmigo ni con mi especie, colega. Eres lo bastante rico para contratar a una mujer-navaja que me remolque hasta aquí; eso es todo. Nunca volveré a teclear una consola, ni para ti ni para nadie. -Se acercó a la ventana y miró hacia abajo.- Ahí es donde vivo ahora.
– Nuestro perfil dice que estás tratando de engañar a los de la calle hasta que te maten cuando estés desprevenido.
– ¿Perfil?
– Hemos construido un modelo detallado. Compramos un paquete de datos para cada uno de tus alias y los pusimos a prueba con programas militares. Eres un suicida, Case. El modelo te da a lo sumo un mes. Y nuestra proyección médica dice que necesitarás un nuevo páncreas dentro de un año.
– «Nuestra». -Se encontró con los desteñidos ojos azules.- «Nuestra», ¿de quiénes?
– ¿Qué dirías si te aseguro que podemos corregir tu desperfecto neuronal, Case? -Armitage miró súbitamente a Case como si estuviese esculpido en un bloque de metal; inerte, enormemente pesado. Una estatua. Case sabía ahora que estaba soñando y que no tardaría en despertar. Armitage no habló de nuevo. Los sueños de Case terminaban siempre en esos cuadros estáticos, y ahora, aquél había terminado.
– ¿Qué dirías, Case?
Case miró hacia la bahía y se estremeció. -Diría que estás lleno de mierda.
Armitage asintió.
– Luego te preguntaría cuáles son tus condiciones.
– No muy distintas de las que tienes por costumbre, Case.
– Déjalo dormir un poco, Armitage -dijo Molly desde su cojín; las piezas de la pistola estaban dispersas sobre la seda como un costoso rompecabezas-. Se está cayendo a pedazos.
– Las condiciones -dijo Case-, y ahora. Ahora mismo.
Seguía temblando. No podía dejar de temblar.
La clínica no tenía nombre; estaba costosamente equipada; era una sucesión de pabellones elegantes separados por pequeños jardines formales. Recordaba el lugar por la ronda que había hecho el primer mes en Chiba.
– Asustado, Case. Estás realmente asustado.
– Era un domingo por la tarde y estaba con Molly en una especie de patio. Rocas blancas, un seto de bambú verde, gravilla negra rastrillada en ondas tersas. Un jardinero, algo parecido a un gran cangrejo de metal, estaba podando el bambú.
– Funcionará, Case. No tienes idea del equipo que tiene Armitage. Va a pagar a estos neurocirujanos para que te arreglen con el programa que les ha proporcionado. Los va a poner tres años por delante de la competencia. ¿Tienes idea de lo que cuesta eso? -Engarzó los pulgares en las trabillas de los pantalones de cuero y se balanceó sobre los tacones saqueados de las botas de vaquero color rojo cereza. Tenía los delgados dedos de los pies enfundados en brillante plata mejicana. Los lentes eran azogue vacío; lo contemplaban con una calma de insecto.
– Eres un samurai callejero -dijo Case-. ¿Desde cuándo trabajas para él?
– Un par de meses.
– ¿Y antes de eso?
– Para otra persona. Una chica trabajadora, ¿sabes?
Él asintió.
– Es gracioso, Case.
– ¿Qué es gracioso?
– Es como si te conociera. El perfil que él tiene. Sé cómo estás construido.
– No me conoces, hermana.
– Tú estás bien, Case. Lo que te ha pasado no es más que mala suerte.
– ¿Y él? ¿Qué tal es él, Molly? -El cangrejo robot se movió hacia ellos, abriéndose paso sobre las ondas de gravilla. La coraza de bronce podía tener miles de años. Cuando estuvo a un metro de las botas, disparó un rayo de luz y se detuvo en seco un instante para analizar la información.
– En lo primero que pienso siempre, Case, es en mi propio y dulce pellejo. -El cangrejo alteró el curso para esquivarla, pero ella lo pateó con delicada precisión; la punta de plata de la bota resonó en el armatoste, que cayó de espaldas, pero las extremidades de bronce no tardaron en enderezarlo.
Case se sentó en una de las rocas, rozando la simetría de la gravilla con las punteras de los zapatos. Se registró la ropa en busca de cigarrillos. -En tu camisa -dijo ella.
– ¿Quieres contestar a mi pregunta? -Case extrajo del paquete un arrugado Yeheyuan que ella encendió con una lámina de acero alemán que parecía provenir de una mesa de operaciones.
– Bueno, te diré: es seguro que el hombre está detrás de algo. Ahora tiene muchísimo dinero, y nunca lo había tenido antes, y cada vez tiene más. -Case advirtió una cierta tensión en la boca de ella.- O tal vez algo está detrás de él… -Se encogió de hombros.
– ¿Qué quieres decir?
– No lo sé exactamente. En verdad, no sé para qué o quién estamos trabajando.
Él contempló los espejos gemelos. Tras dejar el Hilton el sábado por la mañana, había regresado al Hotel Barato y había dormido diez horas. Luego dio un largo e inútil paseo por el perímetro de seguridad del puerto, observando a las gaviotas que volaban en círculo más allá de la cerca metálica. Si ella lo había seguido, lo había hecho muy bien. Evitó Night City. Esperó en el ataúd la llamada de Armitage. Y ahora aquel patio silencioso, domingo por la tarde, aquella chica con cuerpo de gimnasta y manos de conjuradora.
– Tenga la bondad de seguirme, señor, el anestesista lo está esperando. -El técnico hizo una reverencia, dio media vuelta y volvió a entrar en la clínica sin mirar si Case lo seguía.
Olor a acero frío. El hielo le acarició la columna.
Perdido, tan pequeño en medio de aquella oscuridad, la imagen del cuerpo se le desvanecía en pasadizos de cielo de televisor.
Voces.
Luego el fuego negro encontró las ramificaciones tributarias de los nervios; un dolor que superaba cualquier cosa que llamaran dolor…
Quédate quieto. No te muevas.
Y Ratz estaba allí, y Linda Lee, Wage y Lonny Zone, cien rostros del bosque de neón, navegantes y buscavidas y putas, donde el cielo es plata envenenada, más allá de la cerca metálica y la prisión del cráneo.
Maldita sea, no te muevas.
Donde la sibilante estática del cielo se transformaba en una matriz acromática, y vio los shurikens, sus estrellas.
– ¡Basta, Case, tengo que encontrarte la vena!
Ella estaba sentada a horcajadas sobre su pecho; tenía una jeringa de plástico azul en la mano. -Si no te quedas quieto, te, atravesaré la maldita garganta. Estás lleno de inhibidores de endorfina.
Despertó y la encontró estirada junto a él en la oscuridad.
Tenía el cuello frágil, como un haz de ramas pequeñas. Sentía un continuo latido de dolor en la mitad inferior de la columna. Imágenes se formaban y reformaban: un intermitente montaje de las torres del Ensanche y de unas ruinosas cúpulas de Fuller, tenues figuras que se acercaban en la sombra bajo el puente o una pasarela…
– Case. Es miércoles, Case. -Ella se dio la vuelta y se le acercó. Un seno rozó el brazo de Case. Oyó que ella rasgaba el sello laminado de una botella de agua y que bebía. – Toma. -Le puso la botella en la mano. – Puedo ver en la oscuridad, Case. Tengo microcanales de imágenesamperios en los lentes.
– Me duele la espalda.
– Es ahí donde te cambiaron el fluido. También te cambiaron la sangre, pues incluyeron un páncreas en el paquete. Y un poco de tejido nuevo en el hígado. Lo de los nervios no lo sé. Muchas inyecciones. No tuvieron que abrir nada para el plato fuerte. -Se sentó junto a él. – Son las 2:43:12 AM, Case. Tengo un microsensor en el nervio óptico.
Él se incorporó e intentó beber de la botella. Se atragantó, tosió; le cayó agua tibia en el pecho y los muslos.
– Tengo que encontrar un teclado -se oyó decir. Buscaba su ropa-. Tengo que saber…
Ella se echó a reír. Unas manos fuertes y pequeñas le sujetaron los brazos. -Lo siento, estrella. Ocho días más. Si conectaras ahora, el sistema nervioso se te caería al suelo. Son órdenes del doctor. Además, creen que funcionó. Te revisarán mañana o pasado. -Se volvió a acostar.
– ¿Dónde estamos?
– En casa, Hotel Barato.
– ¿Dónde está Armitage?
– En el Hilton, vendiendo abalorios a los nativos o algo parecido. Pronto estaremos lejos de aquí. Amsterdam, París, y luego al Ensanche otra vez. -Le tocó el hombro.- Date la vuelta. Doy buenos masajes.
Case se tumbó boca abajo con los brazos estirados hacia adelante, tocando con las puntas de los dedos las paredes del nicho. Ella se acomodó de rodillas en el acolchado; los pantalones de cuero fríos sobre la piel de Case. Los dedos le acariciaron el cuello.
– ¿Cómo es que no estás en el Hilton?
Ella le respondió estirando la mano hacia atrás, metiéndosela entre los muslos y sujetándole suavemente el escroto con el pulgar y el índice. Se balanceó allí un minuto en la oscuridad; erguida, con la otra mano en el cuello de Case. El cuero de los pantalones crujía débilmente. Case se movió, sintiendo que se endurecía contra el acolchado de goma espuma.
Le latía la cabeza, pero el cuello le parecía ahora menos frágil. Se incorporó apoyándose en un codo, se dio la vuelta y se hundió de nuevo en la espuma sintética, atrayéndola hacia abajo, lamiéndole los senos; pezones pequeños y duros que se apretaban húmedos contra su mejilla. Encontró la cremallera en los pantalones de cuero y tiró hacia abajo.
– Está bien -dijo ella-, yo puedo ver. -Ruido de los pantalones saliendo. Forcejeó junto a él hasta que consiguió quitárselos. Extendió una pierna y Case le tocó la cara. Dureza inesperada de los lentes implantados. – No toques -dijo ella-; huellas digitales.
Luego montó de nuevo a horcajadas sobre él, le tomó la mano y la cerró sobre ella, el pulgar en la hendidura de las nalgas y los dedos extendidos sobre los labios. Cuando comenzó a bajar, las imágenes llegaron a Case en atropellados latidos: las caras, fragmentos de neón, acercándose y alejándose. Ella descendió deslizándose, envolviéndolo, él arqueó la espalda convulsivamente, y ella se movió sobre él una y otra vez. El orgasmo de él se inflamó de azul en un espacio sin tiempo, la inmensidad de una matriz electrónica, donde los rostros eran destrozados y arrastrados por corredores de huracán, y los muslos de ella eran fuertes y húmedos contra sus caderas.