Neuromante
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«El cielo sobre el puerto era del color de la televisi?n, sintonizada en un canal muerto.» El primer enunciado de la novela de Gibson establece el tono de esta historia ultramoderna de gente que se mueve en un paisaje electr?nico. Siguiendo las huellas de Alfred Bester, William Burroughs y (tal vez) Samuel R. Delany, pero inspir?ndose en los sue?os del Silicon Valley, el autor ha creado un thriller rom?ntico y triste, tan actual como los juegos de video, los trasplantes de ?rganos y la investigaci?n sobre inteligencia artificial, todo lo cual tiene su papel en la narraci?n. Es un libro ?gil, s?lidamente escrito, ingeniosamente inventivo, ocasionalmente divertido y siempre po?tico, a veces desconcertante y tan bien ajustado como un circuito de microchip. Tiene algunos de los defectos previsibles en un primer libro: efectos algo forzados y una complejidad excesiva que una y otra vez entorpece la l?nea narrativa. Pero son defectos propios de una ambici?n aut?ntica y de un talento exuberante. El h?roe, Case, es un vaquero computarizado, con cultura callejera. Gracias a la utilizaci?n de su sofisticado equipo electr?nico del mundo del siglo XXI, es capaz de entrar en el «ciberespacio», un ?rea donde la informaci?n acumulada de los circuitos de ordenadores del planeta adquiere una realidad aparentemente tridimensional. Movi?ndose en el ciberespacio, puede alterar los programas de computaci?n y penetrar en la memoria de los bancos comerciales para robar valiosos datos.
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Case se volvió y miró el rostro de Wage, una máscara bronceada y olvidable. Los ojos eran trasplantes cultivados Nikon, color verde mar. Llevaba un traje de seda de color metálico, y un sencillo brazalete de platino en cada muñeca. Estaba flanqueado por sus matones, jóvenes casi idénticos, con músculos inyectados que les abultaban los brazos y los hombros.
– ¿Cómo te va, Case?
– Caballeros -dijo Ratz, levantando de la mesa el atiborrado cenicero con el rosado garfio de plástico-, no quiero problemas. -El cenicero era de plástico grueso y a prueba de golpes, y anunciaba cerveza Tsingtao. Ratz lo estrujó lentamente; las colillas y las astillas de plástico verde cayeron sobre la mesa.
– ¿Entendido?
– Eh, cariño -dijo uno de los matones-, ¿quieres probar esa cosa conmigo?
– No te molestes en apuntarle a las piernas, Kurt -dijo Ratz con voz tranquila. Case miró al otro de la sala y vio al brasileño, de pie en la barra, apuntando al trío con una Smith amp; Wesson antimotines. El cañón, de aleación de acero, delgado como papel, envuelto en un kilómetro de filamento de vidrio, era más ancho que un puño. El cargador dejaba a la vista cinco cartuchos gruesos y anaranjados; balas subsónicas ultradensas.
– Técnicamente no letales -dijo Ratz.
– Eh, Ratz -dijo Case-, te debo una.
El barman se encogió de hombros. -Tú no me debes nada. Éstos -y miró coléricamente a Wage y a los matones- tendrían que saberlo. En el Chatsubo no se carga a nadie.
Wage tosió. -¿Y quién está hablando de cargarse a alguien? Sólo queremos hablar de negocios. Case y yo; trabajamos juntos.
Case sacó la 22 del bolsillo y la levantó hasta la entrepierna de Wage. -He oído que me quieres quemar. -El rosado garfio de Ratz se cerró sobre la pistola, y Case bajó el brazo.
– Oye, Case, ¿qué diablos te pasa?, ¿estás loco o qué? ¿Qué mierda es ésa de que yo te quiero matar? -Wage se volvió hacia el muchacho de la izquierda.- Vosotros dos regresáis, al Namban. Esperadme allí.
Case los miró atravesar el bar, ahora desierto por completo, salvo Kurt y un marinero borracho vestido de caqui que estaba dormido al pie de un taburete. El cañón de la Smith amp; Wesson rastreó a los dos hasta la puerta, y luego regresó para cubrir a Wage. El cargador de la pistola de Case cayó ruidosamente sobre la mesa. Ratz sostuvo el arma con el garfio y sacó el proyectil de la recámara.
– ¿Quién te dijo que yo iba a despacharte, Case? -preguntó Wage.
Linda.
– ¿Quién te lo dijo, hombre? ¿Alguien trata de asustarte?
El marinero gimió y vomitó explosivamente.
– Sácalo de aquí -gritó Ratz a Kurt, que ahora estaba sentado en el borde de la barra, con la Smith amp; Wesson cruzada en el regazo, encendiendo un cigarrillo.
Case sintió el peso de la noche que bajaba sobre él como una bolsa de arena mojada detrás de sus ojos. Sacó el frasco del bolsillo y se lo dio a Wage. -Es todo lo que tengo. Pituitarias. Te consigo quinientas si lo mueves rápido. Tenía el resto en un RAM, pero lo he perdido.
– ¿Estás bien, Case? -El frasco ya había desaparecido tras una solapa plomiza. – Quiero decir, perfecto; con esto quedamos en paz, pero se te ve mal. Como mierda aplastada. Será mejor que vayas a algún sitio y duermas.
– Sí. -Case se puso de pie y sintió que el Chat giraba y oscilaba. – Bueno, tenía cincuenta, pero se los di a alguien. -Rió nerviosamente. Recogió el cargador de la 22 y el cartucho, los dejó caer en un bolsillo, y metió la pistola en el otro.- Tengo que ir a ver a Shin para recuperar mi depósito.
– Vete a casa -dijo Ratz, balanceándose en la silla chirriante, con algo parecido a vergüenza-. Artiste. Vete a casa.
Sintió que lo observaban mientras cruzaba la sala, y se abrió paso hasta más allá de las puertas de plástico.
– Perra -dijo al fondo rosado que cubría a Shiga. Allá, en Ninsei, los hologramas se desvanecían como fantasmas, y la mayoría de los neones estaban ya fríos y muertos. Tomó a sorbos el café cargado de una tacita plástica que había comprado a un vendedor callejero, y contempló la salida del sol-. Vuela de aquí, cariño. Las ciudades como ésta son para gente a quienes les gusta el camino de descenso. -Pero no era eso, de verdad; y encontraba cada vez más difícil recordar lo que significaba la palabra traición. Ella sólo quería un billete de regreso a casa, y el RAM del Hitachi se lo compraría, si él lograba encontrar el contacto adecuado. Y el asunto aquel de los cincuenta; ella casi los había rechazado, sabiendo que estaba a punto de robarle el resto.
Cuando salió del ascensor, el mismo chico estaba en el escritorio. Con otro libro de texto. -Buen chico -dijo Case en voz alta desde el otro extremo del césped plástico-, no tienes que decírmelo. Ya lo sé. Dama bonita vino a visitarme; dijo que tenía mi llave. Bonita propina para ti, ¿cincuenta nuevos, tal vez?
El muchacho dejó el libro.
– Mujer -dijo Case, y con el dedo pulgar se trazó una línea en la frente-. Seda. -Sonrió ampliamente. El chico respondió con otra sonrisa y asintió inclinando la cabeza.- Gracias, imbécil -dijo Case.
Ya en la pasarela, tuvo dificultades con la cerradura. Ella la estropeó de algún modo cuando la estuvo hurgando, pensó. Novata. Él conocía un sitio donde alquilaban una caja negra que abría cualquier cosa en Hotel Barato. Los fluorescentes se encendieron cuando entró a gatas.
– Cierra esa compuerta bien despacio, amigo. ¿Todavía tienes el especial de sábado a la noche que alquilaste al camarero?
Estaba sentada de espaldas a la pared, en el otro extremo del nicho. Tenía las rodillas levantadas, y apoyaba en ellas las muñecas; de sus manos emergía la punta de una pistola de dardos.
– ¿Eres tú la de la galería? -Case bajó la compuerta de un tirón.- ¿Dónde está Linda?
– Dale al botón de la compuerta.
Lo hizo.
– ¿Ésa es tu chica? ¿Linda?
Él asintió.
– Se ha ido. Se llevó tu Hitachi. Es una niña nerviosa de verdad. ¿Qué me dices de la pistola? -Ella usaba gafas especulares y ropa negra; los tacones de las botas negras se hundían en el acolchado plástico.
– Se la devolví a Shin, recuperé mi depósito. Le vendí sus balas por la mitad de lo que me costaron. ¿Quieres el dinero?
– No.
– ¿Quieres hielo seco? Es todo lo que tengo en este momento.
– ¿Qué te pasó esta noche? ¿Por qué armaste esa escena en la galería? Tuve que liarme con un policía privado que se me echó encima con nunchakús.
– Linda dijo que me ibas a matar.
– ¿Linda? Nunca la había visto antes.
– ¿No estás con Wage?
Ella sacudió la cabeza. Él advirtió que las gafas estaban quirúrgicamente implantadas, sellando las cuencas. Las lentes plateadas parecían surgir de una piel lisa y pálida por encima de los pómulos, enmarcadas por cabellos negros y desgreñados. Los dedos, cerrados en tomo a la pistola, eran delgados, blancos, y con puntas de color rojo brillante. Las uñas parecían artificiales.
– Creo que estás jodido, Case. Aparezco y directamente me encajas en tu imagen de la realidad.
– Entonces, ¿qué quiere usted, señora? -Se apoyó en la compuerta.
– A ti. Un cuerpo vivo, sesos aún relativamente intactos. Molly, Case. Me llamo Molly. Te he venido a buscar de parte del hombre para quien trabajo. Sólo quiere hablar, eso es todo. Nadie quiere hacerte daño.
– Qué bien.
– Sólo que a veces hago daño a la gente, Case. Supongo que tiene algo que ver con mis circuitos. -llevaba unos pantalones ceñidos de cabritilla negra y una chaqueta negra y abultada, hecha de alguna tela opaca que parecía absorber la luz. – ¿Te portarás bien si guardo esta pistola de dardos, Case? Parece que te gusta correr riesgos estúpidos.
– Eh, yo siempre me porto bien. Soy dócil; conmigo no hay problemas.
– Formidable, así se habla, hombre. -La pistola desapareció dentro de la chaqueta negra. – Porque si te pasas de listo y tratas de engañarme, correrás uno de los riesgos más estúpidos de tu vida.
Extendió las manos, las palmas hacia arriba, los pálidos dedos ligeramente separados, y con un sonido metálico apenas perceptible, diez cuchillas de bisturí de doble filo y de cuatro centímetros de largo salieron de sus compartimientos bajo las uñas rojas.
Sonrió. Las cuchillas se retiraron lentamente.
2
TRAS UN AÑO DE ATAÚDES, la habitación de la vigesimoquinta planta del Chiba Hilton parecía enorme. Era de diez metros por ocho; la mitad de una suite. Una cafetera Braun blanca despedía vapor en una mesa baja, junto a los paneles de vidrio corredizos que se abrían a un angosto balcón.
– Sírvete un café. Parece que lo necesitas. -Ella se quitó la chaqueta negra; la pistola le colgaba bajo el brazo en una funda de nailon negro. Llevaba un jersey gris sin mangas con cremalleras de metal sobre cada hombro. Antibalas, advirtió Case, vertiendo café en una jarra roja y brillante. Sentía como si tuviera las piernas y brazos hechos de madera.
– Case. -Alzó los ojos y vio al hombre por primera vez. Me llamo Armitage. -La bata oscura estaba abierta hasta la cintura; el amplio pecho era lampiño y musculoso; el estómago, plano y duro. Los ojos azules eran tan claros que hicieron que Case pensara en lejía.- Ha salido el Sol, Case. Éste es tu día de suerte, chico.
Case echó el brazo a un lado, y el hombre esquivó con facilidad el café hirviente. Una mancha marrón resbaló por la imitación de papel de arroz que cubría la pared. Vio el aro angular de oro que le atravesaba el lóbulo izquierdo. Fuerzas Especiales. El hombre sonrió.
– Toma tu café, Case -dijo Molly-. Estás bien, pero no irás a ningún lado hasta que Armitage diga lo que ha venido a decirte. -Se sentó con las piernas cruzadas en un cojín de seda, y comenzó a desmontar la pistola sin molestarse en mirarla. Dos espejos gemelos rastrearon los movimientos de Case, que volvía a la mesa a llenar su taza.
– Eres demasiado joven para recordar la guerra, ¿no es cierto, Case? -Armitage se pasó una mano grande por el corto pelo castaño. Un pesado brazalete de oro le brillaba en la muñeca.- Leningrado, Kiev, Siberia. Te inventamos en Siberia, Case.
– ¿Y eso que quiere decir?
– Puño Estridente. Ya has oído el nombre.
– Una especie de operación, ¿verdad? Para tratar de romper el nexo ruso con los programas virales. Sí, oí hablar de eso. Y nadie escapó.
Sintió una tensión abrupta. Armitage caminó hacia la ventana y contempló la bahía de Tokio. -No es verdad. Una unidad consiguió volver a Helsinki, Case.