El Sexo y Yo
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En 1975 mi familia y yo abandonamos Chile, porque no podíamos seguir viviendo bajo la dictadura del General Pinochet. El apogeo de la liberación sexual nos sorprendió en Venezuela, un país cálido, donde la sensualidad se expresa sin subterfugios. En las playas se ven machos bigotudos con unos bikinis diseñados para resaltar lo que contienen. Las mujeres más hermosas del mundo (ganan todos los concursos de belleza), caminan por la calle buscando guerra, al son de una música secreta que llevan en las caderas.
En la primera mitad de los 80 no se podía ver ninguna película, excepto las de Walt Disney, sin que aparecieran por lo menos dos criaturas copulando. Hasta en los documentales científicos había amebas o pingüinos que lo hacían. Fui con mi madre a ver «El Imperio de los Sentidos» y no se inmutó. Mi padrastro les prestaba sus famosos libros eróticos a los nietos, porque resultaban de una ingenuidad conmovedora comparados con cualquier revista que podían comprar en los kioskos. Había que estudiar mucho para salir airosa de las preguntas de los hijos (mamá ¿qué es pedofilia?) y fingir naturalidad cuando las criaturas inflaban condones y los colgaban como globos en las fiestas de cumpleaños. Ordenando el closet de mi hijo adolescente encontré un libro forrado en papel marrón y con mi larga experiencia adiviné el contenido antes de abrirlo. No me equivoqué, era uno de esos modernos manuales que se cambian en el colegio por estampas de futbolistas. Al ver a dos amantes frotándose con mousse de salmón me di cuenta de todo lo que me había perdido en la vida. ¡Tantos años cocinando y desconocía los múltiples usos del salmón! ¿En que habíamos estado mi marido y yo durante todo ese tiempo? Ni siquiera teníamos un espejo en el techo del dormitorio. Decidimos ponernos al día, pero después de algunas contorsiones muy peligrosas–como comprobamos más tarde en las radiografías de columna–amanecimos echándonos linimento en las articulaciones, en vez de mousse en el punto G.
Cuando mi hija Paula terminó el colegio entró a estudiar Psicología con especialización en sexualidad humana. Le advertí que era una imprudencia, que su vocación no sería bien comprendida, no estábamos en Suecia. Pero ella insistió. Paula tenia un novio siciliano cuyos planes eran casarse por la iglesia y engendrar muchos hijos, una vez que ella aprendiera a cocinar pasta. Físicamente mi hija engañaba a cualquiera, parecía una virgen de Murillo, grácil, dulce, de pelo largo y ojos lánguidos, nadie imaginaría que era experta en esas cosas. En medio del Seminario de Sexualidad yo hice un viaje a Holanda y ella me llamó por teléfono para pedirme que le trajera cierto material de estudio. Tuve que ir con una lista en la mano a una tienda en Amsterdam y comprar unos artefactos de goma rosada en forma de plátanos. Eso no fue lo más bochornoso. Lo peor fue cuando en la aduana de Caracas me abrieron la maleta y tuve que explicar que no eran para mí, sino para mi hija… Paula empezó a circular por todas partes con una maleta de juguetes pornográficos y el siciliano perdió la paciencia. Su argumento me pareció razonable: no estaba dispuesto a soportar que su novia anduviera midiéndole los orgasmos a otras personas. Mientras duraron los cursos, en casa vimos videos con todas las combinaciones posibles: mujeres con burros, parapléjicos con sordomudas, tres chinas y un anciano, etc. Venían a tomar el té transexuales, lesbianas, necrofílicos, onanistas, y mientras la virgen de Murillo ofrecía pastelitos, yo aprendía cómo los cirujanos convierten a un hombre en mujer mediante un trozo de tripa.
La verdad es que pasé años preparándome para cuando nacieran mis nietos. Compré botas con tacones de estilete, látigos de siete puntas, muñecas infladas con orificios practicables y bálsamos afrodisiacos, aprendí de memoria las posiciones sagradas del erotismo hindú y cuando empezaba a entrenar al perro para fotos artísticas, apareció el Sida y la liberación sexual se fue al diablo. En menos de un año todo cambio. Mi hijo Nicolás se cortó los mechones verdes que coronaban su cabeza, se quitó sus catorce alfileres de las orejas y decidió que era más sano vivir en pareja monógama. Paula abandonó la sexología, porque parece que ya no era rentable, y en cambio se propuso hacer una maestría en educación cognoscitiva y aprender a cocinar pasta con la esperanza de encontrar otro novio. Lo encontró, se casaron y luego vino la muerte y se la llevó, pero esa es otra historia. Yo compré ositos de peluche para los futuros nietos, me comí la mousse de salmón y ahora cuido mis flores y mis abejas.
Isabel Allende