Sin Aliento
Sin Aliento читать книгу онлайн
Lo llamaban el Coleccionista, porque segu?a el ritual de reunir a sus v?ctimas antes de deshacerse de ellas de la manera m?s atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le hab?a seguido la pista durante dos largos a?os, terminando por fin con aquel juego del gato y el rat?n. Pero ahora Albert Stucky se hab?a fugado de la c?rcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, hab?a estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las v?ctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la hab?an apartado del caso, pero sab?a que era cuesti?n de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de v?ctimas de Stucky comenz? a apuntar cada vez m?s claramente a Maggie, ?sta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisi?n del agente especial R. J. Tully. Juntos tendr?an que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sent?a que hab?a llegado al l?mite. ?Su deseo de detener a Albert Stucky se hab?a convertido en una cuesti?n de venganza personal? ?Hab?a cruzado la l?nea? Tal vez ?se fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.
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Perdida en sus pensamientos, Maggie aún no había entrado en la habitación cuando un detective con una chaqueta deportiva azul claro y unos chinos arrugados se acercó a ella.
– Eh, señora, ¿cómo diablos ha entrado aquí?
Los otros dos hombres que estaban trabajando en rincones opuestos de la habitación se quedaron quietos y la miraron fijamente. La primera impresión de Maggie al ver al detective fue que parecía un anuncio de Gap un tanto arrugado.
– Me llamo Maggie O'Dell. Pertenezco al FBI -le enseñó la placa, pero siguió examinando el resto de la habitación.
– ¿El FBI?
Los hombres intercambiaron miradas mientras Maggie bordeaba cuidadosamente el charco y entraba en el dormitorio. Había más tiznajos de sangre en el edredón blanco de la cama de cuatro postes. A pesar de las salpicaduras, el edredón permanecía pulcramente estirado sobre la cama, sin huella alguna. Si había habido una pelea, no había tenido lugar en la cama.
– ¿Qué tiene que ver el FBI con esto? -preguntó el hombre de la chaqueta azul claro.
Se pasó una mano por la cabeza, y Maggie se preguntó si su corte de pelo de aspecto despeinado sería reciente. Él recorrió con sus ojos oscuros el cuerpo de Maggie, recordándole de nuevo que su atuendo no era el adecuado. Ella miró a los otros dos hombres. Uno iba de uniforme. El otro, un señor más mayor al que Maggie supuso de inmediato el médico forense, iba vestido con un traje bien planchado y una corbata de seda sujeta por un lujoso alfiler de oro.
– ¿Es usted el detective Manx? -preguntó al del pelo revuelto.
Él alzó la mirada bruscamente. Parecía alarmado porque supiera su nombre. ¿Le preocupaba acaso que sus superiores lo estuvieran vigilando? Parecía joven, y Maggie adivinó que debía de tener más o menos su misma edad: treinta y pocos años. Tal vez aquél fuera su primer caso de homicidio.
– Sí, soy Manx. ¿Quién diablos la ha llamado?
Era hora de confesar.
– Vivo en la calle de al lado. Pensé que tal vez podría ayudarlos.
– ¡Joder! -se pasó la misma mano por la cara y miró a los otros dos hombres. Estos los observaban en silencio, como si presenciaran una reñida partida de ajedrez-. ¿Cree que puede meterse aquí sólo porque tenga una puta placa?
– Soy psicóloga forense, especialista en perfiles psicológicos. Estoy acostumbrada a examinar escenas como ésta. Pensaba que tal vez…
– Aquí no necesitamos su ayuda. Lo tengo todo bajo control.
– Eh, detective -el agente de la cinta amarilla que estaba fuera entró en la habitación y al instante, ante la vista de todos, metió el pie en el charco de sangre. Levantó el pie y retrocedió torpemente hacia el pasillo, manteniendo en alto la puntera del zapato, de la que goteaba la sangre-. Mierda, ya lo he pisado otra vez -masculló.
Entonces Maggie comprendió que el intruso había tenido más cuidado. La pisada que había visto junto al charco no serviría de nada. Al volver a mirar a Manx, éste apartó los ojos y sacudió la cabeza, intentando ocultar su azoramiento.
– ¿Qué hay, agente Kramer?
Kramer buscó desesperadamente dónde apoyar el pie. Levantó la mirada compungido mientras frotaba la suela en la alfombra del pasillo. Esta vez, Manx evitó mirar a Maggie. En lugar de hacerlo, se metió las manos grandes en los bolsillos de la chaqueta como si tuviera que refrenarse para no estrangular al joven novato.
– ¿Qué demonios quiere, Kramer?
– Es sólo que… hay unos cuantos vecinos haciendo preguntas. Me preguntaba si tenía que empezar a interrogarlos. Ya sabe, por si han visto algo.
– Apunte sus nombres y direcciones. Hablaremos con ellos más tarde.
– Sí, señor -el agente pareció aliviado por poder escapar de la nueva mancha que había creado.
Maggie aguardó. Los otros dos hombres miraban fijamente a Manx.
– Entonces, dígame, O'Donnell, ¿qué pinta usted aquí?
– O'Dell.
– ¿Perdone?
– Me llamo O'Dell -dijo ella, pero no esperó una nueva pregunta-. ¿El cuerpo está en el cuarto de baño?
– Hay sangre en la bañera, pero no hay ningún cuerpo. En realidad, creo que nos falta ese pequeño detalle.
– No parece haber sangre fuera de esta habitación -dijo el forense.
Maggie notó que era el único que llevaba guantes de látex.
– Si alguien huyó estando herido, habría gotas, o manchas, o algo. Pero la casa está tan limpia que se puede comer en el puto suelo -Manx se pasó de nuevo la mano por el pelo.
– La cocina no está tan limpia -lo contradijo Maggie.
Él la miró con el ceño fruncido.
– ¿Se puede saber cuánto tiempo lleva fisgando por ahí?
Ella no le hizo caso y se arrodilló para mirar con más atención la sangre del suelo. Estaba casi toda ella condensada y en parte seca. Supuso que llevaba allí desde aquella mañana.
– Puede que a la mujer no le diera tiempo a recoger la cocina después de comer -continuó Manx en lugar de aguardar a que Maggie contestara su pregunta.
– ¿Cómo sabe que la víctima es una mujer?
– Una vecina nos llamó esta mañana porque no contestaba al teléfono. Dijo que iban a ir de compras. Vio el coche en el garaje, pero nadie contestaba a la puerta. Verá, yo creo que el tío, quienquiera que sea, la sorprendió cuando estaba comiendo.
– ¿Qué le hace pensar que el sandwich era suyo?
Los tres se pararon al mismo tiempo. Como si fueran embajadores extranjeros consultándose los unos a los otros, se miraron con perplejidad y luego observaron a Maggie.
– ¿De qué demonios está hablando, O'Donnell?
– Me llamo O'Dell, detective Manx -esta vez, no se molestó en ocultar su irritación. La evidente desconfianza de Manx era un modo cicatero y exasperante de desacreditarla al que Maggie estaba acostumbrada-. La casa de la víctima está impecable. Ella no habría dejado la cocina así. Ni se habría sentado a comer sin antes recogerlo todo.
– Tal vez la pillaran por sorpresa.
– Puede ser. Pero no hay signos de violencia en la cocina. Y el sistema de alarma estaba apagado, ¿verdad?
Manx pareció molesto y asombrado porque hubiera acertado.
– Sí, estaba apagado, así que quizá era alguien a quien conocía.
– Es posible -Maggie se levantó y examinó el resto de la habitación-. Pero la agresión no se produjo hasta que llegaron aquí. Puede que ella lo estuviera esperando, o quizá que lo invitara a subir. Seguramente por eso sólo hay signos de violencia en el dormitorio. Puede que ella cambiara de idea y no quisiera seguir con lo que hubieran acordado, fuera lo que fuese. Estas salpicaduras de la puerta son extrañas -las señaló, procurando cuidadosamente no tocarlas-. Están muy abajo. Uno de ellos tenía que estar en el suelo cuando se infligió esa herida.
Se acercó a la ventana, notando que los hombres la seguían con la mirada. De pronto parecía haber captado su atención. A través de las finísimas cortinas se veía el jardín posterior, espacioso y rodeado de cornejos en flor y altísimos pinos, igual que el suyo. Ni siquiera se veían las casas de los vecinos, ocultas todas ellas entre la maleza y los árboles. Nadie habría visto entrar o salir a un intruso desde aquel lado. Pero ¿cómo había salvado el agresor el obstáculo que interponían el abrupto promontorio y el riachuelo? ¿Habría so-brestimado Maggie la fortaleza de aquella barrera natural?
– En realidad, no hay mucha sangre -prosiguió-. A no ser que haya mucha más en el baño. Puede que no haya cuerpo porque la víctima saliera por su propio pie.
Notó que Manx resoplaba.
– ¿Cree que comieron tranquilamente, que él le dio una paliza porque al final ella decidió que no iban a follar y que luego se fue con él por propia voluntad? ¿Y que, mientras tanto, nadie oyó ni vio nada en este puto barrio? -Manx se echó a reír.
Maggie hizo caso omiso de su sarcasmo.
– Yo no he dicho que se fuera voluntariamente. Además, esta sangre está demasiado seca y coagulada. Es imposible que los hechos hayan ocurrido hace un par de horas, durante la comida. Creo que sucedieron esta mañana, temprano -miró al forense, pidiéndole confirmación.