Nadie vale m?s que otro
Nadie vale m?s que otro читать книгу онлайн
El asesinato de una mujer en el que todas las sospechas recaen en un marido con un largo historial de malos tratos, la violaci?n y la muerte de una ni?a, el hallazgo del cad?ver de un delicuente com?n donde todo parece indicar que se trata de un ajuste de cuentas y el crimen contra un inmigrante en un peque?o pueblo son los cuatro asuntos que tienen como nexo, adem?s de suceder todos en periodos estivales, el hecho de ser cr?menes tan cotidianos como lo que se leen a diario en los peri?dicos, alejados de la extravagancia y de la sofisticaci?n y, en consecuencia, tan reales como la vida, o la muerte, misma.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
La declaración de Manrique fue bastante completa, y nos proporcionó un montón de detalles que, debidamente contrastados y soportados, nos servirían para empapelarle incluso aunque en el juicio, como era previsible, se retractara de su confesión. Hasta nos dijo a quién le habían vendido el revólver, lo que con un poco de suerte podía servirnos para redondear la faena más que honrosamente. En resumen, habían quedado con Larrea para timarle, sí, y ya habían asumido que podían tener que pegarle un tiro, o que eso era lo más conveniente. Le habían conocido a través de un compatriota que se dedicaba al trapicheo, y al que utilizaban para ojear primos. El intermediario conocía el montaje de Larrea en El Ejido y les confirmó que el tipo podía levantar buena pasta. En la pizzería simplemente se encontraron y le enseñaron, discretamente, sus poderes: el ladrillo envuelto para simular un paquete de droga. Luego acompañaron a Larrea hasta su coche, donde éste debía tener el dinero, y en cuanto abrió la puerta lo metieron a la fuerza en él. A punta de pistola lo llevaron a dar una vuelta; él y su compinche Heredia, el más bajo y taciturno de los tres, en el coche de Larrea, y el tercero siguiéndolos atrás con el Laguna robado. Dejaron que se hiciera un poco más de noche, con calma, asegurándole a Larrea que no iban a hacerle daño. A las once y media, llegaron al campo deportivo. Allí, sin darle apenas tiempo a quitar el contacto, Heredia le "metió plomo". Lo echaron fuera y en el coche se reunieron con el tercer socio, que esperaba en la plaza del pueblo. Juntos fueron hasta la cuneta donde quemaron el coche de Larrea. Y luego subieron los tres al Laguna y lo llevaron a la hondonada donde lo quemaron también. Un crimen sencillo, limpio, bien organizado.
– Lo que me extraña es cómo lo descubrieron, y tan rápido.
– La policía tiene todo el tiempo del mundo, Manrique -dije-, y la costumbre de registrar y ordenar la información que cae en sus manos, que no es poca. Eso es lo que olvidáis cuando decidís meterle plomo a alguien y apenas gastáis unos días en prepararlo y unas horitas en terminar el trabajo. Siempre os dejáis un montón de cabos sueltos.
– En mi país no nos habrían pillado, se lo juro.
– No estás en tu país. Hay que conocer las reglas del lugar donde juegas, antes de sacar la baraja y repartir cartas.
– Yo nací en Petare, sargento, uno de los cerros de ranchitos que rodean Caracas. Allí no hay reglas. Allí disparas y luego ni preguntas.
– Lo siento. Ojalá hubieras nacido en otra parte -dije.
Y lo deseaba de veras. Ojalá Manrique, y sus colegas, hubieran nacido en un lugar en el que la vida valiera algo más que un fajo de pesos, y ojalá al infeliz de Larrea no se le hubiera ocurrido la desgraciada idea de relacionarse con gente así, que iban a balearle la cabeza como quien pela un kiwi. Pero la vida, que sabe ser puñetera, tiene esas coyunturas, y por eso se necesita gente que haga lo que yo hago, aunque sea una labor en la que ni siquiera el éxito sirve para alegrarte mucho.
Llamamos a Ángela Ramírez. Al principio no daba crédito.
– ¿Que los han detenido? ¿Ya?
Le explicamos, hasta donde podíamos, hasta donde creí que le hacía falta. La mujer, pasado el asombro inicial, sintió gratitud:
– De verdad, no sé cómo… Creí que para ustedes esto era un asunto rutinario, un camello más, muerto por meterse donde no debía. Creí que no iban a hacer ningún esfuerzo por resolverlo.
Lo malo era que en buena medida tenía razón. Era un asunto rutinario. Pereira se lo vendería al coronel de la comandancia de Madrid, y éste se lo agradecería sin mayores aspavientos.
– Para nosotros nadie vale menos que otro, señora -dije, sin embargo-. Nadie merece que lo maten y no haya quien se preocupe.
Cuando colgué, me sentí mejor. No le había mentido a la viuda. Había logrado, al fin, sentir que Marcos Larrea era mi muerto, y que me importaba haber cogido a quienes se habían desembarazado tan cruelmente de él. Si estaba en alguna parte, esperaba que el resultado final le confortara. Y que descansara en paz.
(Aparecida originalmente como relato de verano en el diario El Mundo)