Nadie vale m?s que otro
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El asesinato de una mujer en el que todas las sospechas recaen en un marido con un largo historial de malos tratos, la violaci?n y la muerte de una ni?a, el hallazgo del cad?ver de un delicuente com?n donde todo parece indicar que se trata de un ajuste de cuentas y el crimen contra un inmigrante en un peque?o pueblo son los cuatro asuntos que tienen como nexo, adem?s de suceder todos en periodos estivales, el hecho de ser cr?menes tan cotidianos como lo que se leen a diario en los peri?dicos, alejados de la extravagancia y de la sofisticaci?n y, en consecuencia, tan reales como la vida, o la muerte, misma.
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Después de hablar con la viuda, por espacio de unos quince minutos, Chamorro vino a darme su informe.
– Larrea salió para Madrid anteayer. Según su mujer, para tratar unas cuestiones de negocios. Se dedicaba a la venta de coches. Nuevos y de segunda mano, importados de Alemania. Se dejaba caer por aquí con relativa frecuencia, por lo visto.
– ¿Cómo se ha tomado la noticia?
Chamorro me observó fijamente. ¿Un reproche? Quizá.
– Bueno -dijo-, he tenido peores experiencias. La primera reacción ha sido el no puede ser, más o menos lo normal. Después, un silencio espeso, mientras lo asimilaba. Y el resto de la conversación, una voz débil entrecortada por el llanto.
– ¿Le has dicho dónde está?
– Sí, y ya viene. En cuanto deje colocados a los niños.
– ¿Cuántos?
– Dos. Uno de nueve y otro de once.
– Mala edad, para quedarse sin padre.
– ¿Y qué edad es buena para eso?
Miré a Chamorro. Me gustaba cuando se ponía cáustica.
– Ninguna -admití-. Puestos a no valer, ni siquiera vale que el viejo fuera un hijo de perra. Es inevitable echarlo de menos.
Por una vez, sabía de lo que hablaba. Allá por los seis o siete años dejé de verle la cara a mi padre y así he vivido hasta hoy. Pero no era momento para nostalgias. Le conté a Chamorro lo que yo había descubierto y, con aquellas pocas piezas, la reté:
– A ver, Chamorro, hazme una hipótesis.
Mi ayudante solía aceptar con cierta reticencia aquellos desafíos. Por un lado era demasiado cautelosa para precipitarse en sus suposiciones. Por otra, parecía intuir que en mi actitud había una dosis improcedente de juego y pasatiempo a su costa. En lo que debo confesar que no iba del todo descaminada, aunque también tenía otro aliciente: me gustaba cómo discurría. Mostraba un rigor analítico que yo nunca he podido desarrollar.
– Pues me temo que no tengo ninguna idea muy original -reconoció-. Como dijo Ormaza, parece lo de siempre. Y encima, el negocio de los coches de importación. Más manido, imposible.
Era verdad que un porcentaje elevado de los delincuentes que nos tropezábamos decía dedicarse, o se dedicaba de veras, al trapicheo de coches de segunda mano; especialmente desde que en Europa no había fronteras y podían llevarse y traerse sin trabas, transportando de todo en los bajos o en el maletero.
– ¿Y en cuanto al escenario del crimen?
– Puedo equivocarme, pero me sospecho que es el típico muerto escupido. Vete a saber dónde lo mataron, en realidad.
También de eso tenía toda la pinta. En Madrid, aunque la jurisdicción del Cuerpo se limita a la zona rural, una buena parte de los muertos que le tocaban a nuestra gente los hacían en las ciudades, o en éstas había que buscar las claves para resolver el caso. Es un fenómeno común a todas las grandes zonas urbanas. Los cadáveres los escupen a la periferia. O bien se prefiere el campo para consumar a placer el delito, o bien se va allí para deshacerse con mayor seguridad del cadáver y despistar un poco.
– Eso sí, el lugar es rarito -siguió razonando Chamorro-. Aunque el campo no tenga ninguna valla, y aunque de noche debe de estar bastante poco concurrido, no veo para qué meterse hasta allí con el coche, dejando además marcadas en la arena las huellas de los neumáticos, que siempre pueden servirnos para algo.
– Depende de la escenificación que quisieran hacer -dije.
– De todos modos no lo entiendo.
– También pudieron cargárselo allí. Si alguien oyó el tiro, pensó en un petardo. Y en cuanto al coche, vete a saber de quién es.
Ese detalle lo cerramos un poco más tarde. Por el ancho del neumático y la marca que indicaba el dibujo, era uno de los que solían montar de fábrica, entre otros, el BMW en el que la víctima se había desplazado a Madrid. Según nos informaron, había aparecido carbonizado, esa misma mañana, en la cuneta de una carretera secundaria a unos diez kilómetros del pueblo.
– Consumidito hasta el chasis -fue la manera en que lo describió Bermúdez, el cabo de la comandancia de Madrid, adscrito al grupo fiscal y antidroga, que nos llamó para hacérnoslo saber.
– ¿Lo han retirado ya? -le pregunté.
– Todavía no.
– ¿Te importa que quedemos para ir a verlo?
– Para nada -repuso Bermúdez-. Los de personas nos han pedido que os echemos un cable. Y que os transmitamos sus disculpas por el embolado. La verdad es que andan de culo, los pobres. Esto está ahora mismo lleno de malos, y sólo hay una traductora rumana. Ya sabes cómo es la empresa para estas cosas.
Lo sabía, y lo había padecido a menudo. Incluso había tenido que pagar una vez a una intérprete moldava muy poco bilingüe con parte del dinero que le había intervenido a su sospechoso compatriota. Era ilegal, claro, pero el interrogatorio me urgía.
Cuando llegamos al lugar que nos había indicado, Bermúdez nos estaba esperando dentro de su Fiat Coupé amarillo.
– Hola -dijo, apeándose del coche-. Estaba aprovechando un poco el aire acondicionado del carro. Hace un calor insoportable.
Tenía razón. Eran las cuatro y media de la tarde y el aire abrasaba. La visión de lo que quedaba del BMW de Marcos Larrea hacía aún más intensa y penosa la sensación de calor.
– ¿Lo has registrado ya? -le pregunté.
– Yo no -se encogió de hombros Bermúdez-. El fuego acaba con cualquier rastro de mi negocio. Os lo dejo a vosotros.
En el maletero quedaban algunos residuos ínfimos de ropa y de una maleta (los cierres, un asa que no había ardido del todo). En el resto del coche, lo único que encontramos fue un ladrillo.
– Ostras -exclamó Bermúdez, al verlo -. Ya sé de qué va la vaina.
3. Como un primo
– Es un truco que se ha puesto bastante de moda en los últimos tiempos -explicó Bermúdez, mientras se secaba el sudor de la frente-. Algún listillo se dio cuenta de que si se coge un ladrillo hueco como ése, se lo envuelve con papel un poco basto y se forra todo con cinta adhesiva, el resultado tiene más o menos el peso y la consistencia exterior de un paquete de droga.
– ¿Y? -preguntó Chamorro.
– Y ya sólo queda encontrar al capullo que se lo crea.
– Pero el engaño no puede durar mucho -dedujo mi ayudante-. En cuanto se abre el paquete, da la cantada.
Bermúdez sonrió.
– Ahí está el quid. En no dejar que la víctima lo abra. Unas veces, se aprovecha la confianza que se ha creado antes. Otras, el ladrillo sólo sirve para hacerle enseñar el dinero al cliente. Y en cuanto el timador tiene la pasta en las manos, el incauto está listo.
– ¿Crees que eso es lo que ha pasado aquí? -pregunté.
– Me encaja. El amigo Larrea viene de Almería a hacer una compra. Exige ver la mercancía. Le sacan el ladrillo forrado. Se fía de los proveedores, o no se atreve a abrirlo porque es un pardillo y no está muy acostumbrado a hacer esta clase de transacciones. Trae el dinero y entonces firma su sentencia de muerte. Pum. No será la primera vez que haya pasado algo similar.
Siempre es una gran ayuda, poder echar mano de un tipo con experiencia como Bermúdez. En el trabajo policial, como en la vida, sirve mucho más lo que has visto que lo que eres capaz de ver. Ya que estaba allí, traté de sacarle el máximo partido posible.
– ¿Y quiénes crees que lo pudieron hacer?
Bermúdez se rascó la mejilla. Tenía barba atrasada.
– Gente violenta, sin ningún respeto por la vida -dedujo-. Hace falta ser así, para redondear un engaño con un balazo. No engañan para ahorrarse hacer daño, sino para rematar la faena con la máxima ventaja. Y una vez hecho, fuera testigos. Lo más probable es que vengan de un país donde la vida no vale mucho. Ya sabes cuáles son ésos, y que ahora no nos faltan visitantes.
Sabía, y me fastidiaba. Suele ser mejor que el homicidio lo cometa alguien integrado en la sociedad, a quien siempre se puede llegar a través de diversos caminos, desde el contrato de la luz hasta el recibo de la contribución o el impuesto de circulación de su coche. Tener que buscar entre extranjeros sin papeles es siempre una dificultad añadida, aunque haya formas de solventarla.
– Ciérrame un poco el abanico -le pedí a Bermúdez-. ¿De qué país te parece a ti que pueden ser?
– Bueno, por los modos, y pensando en que iban por ahí de mayoristas de cocaína -razonó Bermúdez-, lo más probable es que sean sudacas. Colombianos, venezolanos, bolivianos… Pero no puedes descartar que sean turcos, o búlgaros, o vete a saber.
– O españoles -intervino Chamorro.
Bermúdez asintió.
– Claro. Tarados y cabrones nacen en todas partes. Pero los de aquí no suelen matar si pueden ahorrárselo. Saben que estamos nosotros, y que cuando hay un muerto nos lo curramos. En Bogotá o en Caracas los entierran y se olvidan. Suponiendo que no ande metida la propia policía, que también sucede. Esto no lo digo yo -alzó las manos, como disculpándose-. Es lo que me cuentan los angelitos que me dan de comer todos los días.
Nos hicimos cargo del ladrillo y le dimos las gracias a Bermúdez. Prometió estar a nuestra disposición para todo lo que necesitáramos y hacernos saber cualquier cosa que llegara a su conocimiento y pudiera ayudarnos en nuestra investigación.
Por la tarde nos personamos en el anatómico forense. Teníamos dos razones para ello. La primera, el resultado de la autopsia, no se apartó mucho de lo previsto. Marcos Larrea había muerto por una herida de bala con orificio de entrada en la región occipital. El proyectil, que había quedado alojado en el cráneo, era de calibre 38. En su sangre se habían encontrado restos de cocaína.
La segunda razón apareció a eso de las ocho. Venía cansada, tras el viaje de seiscientos kilómetros, aunque el Audi A6 que tripulaba dispusiera de argumentos para atenuar la fatiga conductora. La mujer de Marcos Larrea encajaba con él. Muy bronceada, con escote generoso y pantalones ceñidos. Debía de haber sido atractiva, en una región imprecisa entre los dieciocho y los treinta y tantos años. Ahora empezaba a estar un poco pasada.
– ¿Señora Ramírez? -la abordé.
– Sí -repuso, desconcertada.
– Soy el sargento Bevilacqua, de la Guardia Civil. O el sargento Vila, si se le hace más fácil. Me ocupo del caso.
– Ah, mucho gusto.
Me tendió la mano. La tenía algo sudorosa.
– Tendrá que identificar el cadáver. ¿Se encuentra con ánimo?
– Qué remedio.
Ángela Ramírez se comportó en la identificación como se habría comportado cualquier otra persona con un dominio normal de sus emociones. Se esforzó por permanecer entera, se llevó la mano a la boca cuando vio el rostro sin vida de su marido y, al cabo de unos segundos, se derrumbó. Chamorro la sostuvo y la sacamos al pasillo. Dejamos que se calmara antes de interrogarla.