A sus plantas rendido un le?n
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Bongwutsi: un pa?s africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. All? vive un argentino usurpando la condici?n de c?nsul de su pa?s, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador ingl?s, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relaci?n amorosa, los sue?os de liberaci?n y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al pa?s de un ej?rcito de monos…el v?rtigo narrativo no se interrumpe, la invenci?n y la verdad se al?an en el desborde de una fantas?a indeclinable. El ?mpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto m?ximo en este relato fascinante.
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Quomo ordenó a Kiko y al gorila rubio que condujeran las columnas hacia el palacio imperial. El irlandés parecía dispuesto a destruir todas las embajadas y disparaba como un poseído desde el techo del camión. El peón de la oreja cortada acarreaba baldes de agua para enfriar la ametralladora, y el otro insertaba los cartuchos subido al capó mientras un grupo de monos observaba la escena tapándose los oídos. Cuando terminaban de demoler una fachada, avanzaban el Chevrolet unos metros y empezaban con la siguiente. Cuando le tocó el turno a la de los Estados Unidos, el sultán El Katar esperó a que el frente estuviera en ruinas y luego pidió un alto el fuego para ir a tomar algunos rehenes por si el ejército lanzaba un contraataque. Quomo lo miró quemar la bandera de las barras y las estrellas y luego subir la escalinata con aire arrogante y un tanto inexperto. Ya nadie respondía los tiros y las calles se llenaban de gente que hacía fogatas y bailaba.
Lauri vio alejarse al cónsul que levantaba un puño cada vez que se cruzaba con un negro y volvió sobre sus pasos. En el salón de fiestas de la embajada británica los gorilas ocupaban las mesas del banquete y vaciaban las fuentes de plata y las botellas de champagne. Alguien había puesto en marcha el generador de electricidad y una sinfonía de Mozart daba un aspecto solemne a los pesados movimientos de los comensales. Lauri cerró los ojos unos instantes y cuando los abrió encontró la misma escena, apenas modificada por camareros que entraban con trinchantes de carne asada y montañas de ensaladas y postres helados. El argentino pensó que tal vez Quomo había soñado todo eso con tanta intensidad que nadie podría escapar de ese espacio estrecho e inasible en el que todo era verosímil todavía. Mientras se acercaba al bulevar, volvió a escuchar el minué inconcluso en medio del tam-tam de los negros y la metralla obsesiva de O'Connell. Al otro lado de la calle, trepado a la estatua del Almirante Wellington, Quomo daba instrucciones y llamaba a las primeras asambleas. Kiko y Chemir llegaron con el jeep que había sido del teniente Wilson y el comandante saltó sobre la cabina descubierta. Lauri corrió para alcanzarlos temiendo que ya se hubieran olvidado de él. Chemir se inclinó y le tendió una mano para ayudarlo a subir.
– ¡Avísenle al irlandés! -gritó Quomo-: ¡Vamos al palacio!
Kiko manejó entre la multitud que arrancaba estatuas y se llevaba a los caídos.
– Ahora el enemigo va a ganarnos muchas batallas y por mucho tiempo -dijo Queme-. Espero que O'Connell haya gastado bien la plata. Vamos a tener que resistir hasta que los tiempos cambien y los blancos vuelvan a creer en algo.
– ¿Por qué se pone pesimista ahora? Ganamos, ¿no?
– Sí, pero no es suficiente, Lauri. Todavía nos quedan por hacer muchas cosas más: sublevar las Malvinas, hacer cornudo al príncipe de Gales, desalcoholizar el whisky, vender Play Boy en Teherán, desmoralizar a los japoneses, sacarles a los pobres el orgullo de ser pobres…
– ¿Lo vamos a hacer?
– Es más fácil descubrir el secreto de la ruleta, le aseguro. Pero alguna vez alguien lo hará.
– No agachar más la cabeza -dijo Chemir.