La Chica Que Sonaba Con Una Cerilla Y Un Bidon De Gasolina
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Lisbeth Salander se ha tomado un tiempo: necesita apartarse del foco de atenci?n y salir de Estocolmo. Trata de seguir una f?rrea disciplina y no contestar a las llamadas ni a los mensajes de Mikael, que no entiende por qu? ha desaparecido de su vida sin dar ning?n tipo de explicaci?n. Lisbeth se cura las heridas de amor en soledad, aunque intente distraer el desencanto mediante el estudio de las matem?ticas y con ciertos placeres en una playa del Caribe.
?Y Mikael? El gran h?roe vive buenos momentos en Millennium, con las finanzas de la revista saneadas y el reconocimiento profesional por parte de los colegas. Ahora tiene entre manos un reportaje apasionante sobre el tr?fico y la prostituci?n de mujeres procedentes del Este que le ha propuesto Dag Svensson, periodista de investigaci?n, y su mujer, la crimin?loga e investigadora de g?nero Mia Bergman.
Las vidas de los dos protagonistas parecen haberse separado por completo, pero entretanto… una muchacha, atada a una cama, soporta un d?a tras otro las horribles visitas de un ser despreciable y, sin decir palabra, sue?a con una cerilla y un bid?n de gasolina, con la forma de provocar el fuego que acabe con todo.
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Capítulo 15 Jueves de Pascua, 24 de marzo
Christer Malm se sentía cansado y miserable cuando llegó finalmente a casa después de la imprevista jornada laboral. Percibió un aroma a especias procedente de la cocina. Entró y le dio un abrazo a su novio.
– ¿Cómo estás? -preguntó Arnold Magnusson.
– Hecho polvo -le respondió Christer.
– Las noticias no han hablado de otra cosa en todo el día. Pero no han revelado los nombres. Es una historia horrible.
– Es una puta mierda. Dag trabajaba con nosotros. Era un amigo; yo lo quería mucho. No conocía a su novia, Mia, pero Micke y Erika sí.
Christer recorrió la cocina con la mirada. Tan sólo hacía tres meses que se compraron la casa y se fueron a vivir allí, a Allhelgonagatan. De repente se le antojó extraña.
Sonó el teléfono. Christer y Arnold cruzaron las miradas y decidieron ignorar la llamada. Luego saltó el contestador y oyeron una voz familiar.
– Christer. ¿Estás ahí? Coge el teléfono.
Era Erika Berger, que llamaba para ponerlo al tanto de que la policía estaba buscando a aquella investigadora que ayudó a Mikael Blomkvist por el asesinato de Dag y Mia.
A Christer la noticia lo sumió en una sensación de irrealidad.
Henry Cortez se había perdido completamente el alboroto de Lundagatan por la sencilla razón de que permaneció todo el tiempo en Kungsholmen, ante el centro de prensa de la policía, y, en consecuencia, prácticamente a la sombra de la información. Nada nuevo había salido desde la apresurada rueda de prensa de esa misma tarde. Estaba cansado, hambriento y harto de ser siempre rechazado por las personas con las que intentaba contactar. Hasta las seis, cuando la policía ya había entrado en el apartamento de Lisbeth Salander, no se enteró del rumor de que la policía tenía un sospechoso. Muy a su pesar, la información provenía de un colega que trabajaba en uno de los vespertinos y que estaba en permanente contacto con su redacción. Poco tiempo después, Henry consiguió hacerse finalmente con el número del móvil privado del fiscal Richard Ekström. Se presentó e hizo las consabidas preguntas de quién, cómo y por qué.
– ¿De qué periódico ha dicho que es? -preguntó Richard Ekström.
– De la revista Millennium. Conocía a una de las víctimas. Según una fuente, la policía está buscando a una persona en concreto. ¿Qué está pasando?
– En estos momentos no puedo decirle nada.
– ¿Y cuándo podría hacerlo?
– Es posible que convoquemos otra rueda de prensa esta misma noche.
El fiscal Richard Ekström no resultaba muy convincente. Henry Cortez se tiró del pendiente de oro que llevaba en la oreja.
– Las ruedas de prensa son para los reporteros que necesitan una información para mandarla directamente a imprenta. Yo trabajo en una revista mensual y tenemos un interés personal en saber qué está ocurriendo.
– No puedo ayudarlo. Tendrá que esperar, como todos los demás.
– Según tengo entendido, andan buscando a una mujer. ¿De quién se trata?
– De momento no puedo hacer ningún comentario.
– ¿Puede desmentir que se trata de una mujer?
– No. O sea…, lo que quiero decir que no puedo hacer comentarios.
El inspector de la policía criminal Jerker Holmberg se hallaba en el umbral de la puerta del dormitorio, contemplando pensativamente el enorme charco de sangre en el que encontraron a Mia Bergman. Cuando giró la cabeza pudo ver el charco donde Dag Svensson había yacido. Reflexionó sobre el enorme derramamiento de sangre. Se trataba de mucha más sangre de la que, por lo general, ocasionan las heridas de bala, lo cual daba a entender que la munición utilizada había provocado terribles daños, cosa que, a su vez, quería decir que el comisario Mårtensson llevaba razón en su suposición de que el asesino había empleado munición de caza. La sangre se había coagulado formando una masa entre negra y marrón oxidado que cubrió una parte tan grande del suelo que el personal de la ambulancia y la brigada forense se vieron obligados a pisar, de modo que extendieron las huellas por todo el piso. Holmberg se había puesto unos protectores azules de plástico sobre sus zapatillas de deporte.
Fue en ese momento, según su opinión, cuando se inició la verdadera investigación forense del lugar del crimen. Los restos mortales de las dos víctimas ya habían sido sacados del apartamento. Jerker Holmberg se había quedado solo después de que dos rezagados técnicos se despidieran deseándole buenas noches. Habían fotografiado los cadáveres y medido las salpicaduras de sangre de las paredes discutiendo sobre las splatter distribution areas y la droplet velocity. Holmberg sabía lo que significaban esas palabras, pero tan sólo le prestó un distraído interés a la investigación. El trabajo de los forenses desembocaría en un minucioso informe que revelaría, con detalle, la posición del asesino con relación a sus víctimas, a qué distancia se encontraba, en qué orden se efectuaron los disparos y qué huellas dactilares podrían ser relevantes. Pero eso para Jerker Holmberg carecía de interés. La investigación forense no contendría ni una palabra sobre la identidad del asesino o sobre los motivos que él o ella -ahora resultaba que era una mujer la principal sospechosa- habría tenido para cometer los asesinatos. Esas eran las preguntas que intentaría contestar. En eso consistía su misión.
Jerker Holmberg entró en el dormitorio. Depositó un desgastado maletín encima de una silla y sacó una grabadora de bolsillo, una cámara de fotos digital y un cuaderno.
Empezó abriendo los cajones de una cómoda situada tras la puerta. Los dos superiores contenían ropa interior, jerséis y un joyero que, a todas luces, pertenecía a Mia Bergman. Colocó ordenadamente todos los objetos sobre la cama y examinó el joyero al detalle, pero pudo constatar que no contenía nada de gran valor. En el cajón inferior encontró dos álbumes de fotos y dos carpetas con facturas y papeles de la casa. Puso en marcha la grabadora.
Informe de los objetos intervenidos en Björneborgsvägen 8B. Dormitorio, cajón inferior de la cómoda. Dos carpetas de fotografías de formato A4. Una carpeta de tapa negra marcada con la palabra «hogar» y una carpeta de tapa azul titulada «documentos de compra» que contiene información sobre la hipoteca y las letras del piso. Una pequeña caja de cartón con cartas manuscritas, tarjetas postales y objetos personales en su interior.
Llevó los objetos hasta la entrada y los colocó en una maleta. Continuó con los cajones de las mesitas de noche, situadas a ambos lados de la cama, sin encontrar nada de interés. Pensando en la posibilidad de que hubiera algún objeto perdido o escondido, abrió los armarios y examinó la ropa, registrando todos los bolsillos, así como los zapatos. Acto seguido, dirigió su interés a las baldas de la parte superior. Abrió unas cuantas cajas de distintos tamaños. A intervalos regulares fue encontrando papeles u objetos que, por distintos motivos, incluyó en el informe.
En un rincón del dormitorio habían conseguido colocar, a duras penas, una mesa. Se trataba de un minúsculo lugar de trabajo con un ordenador de sobremesa de la marca Compaq y un viejo monitor. Por debajo de la mesa había una cajonera con ruedas y, al lado, una estantería baja. Jerker Holmberg sabía que era allí donde iba a realizar los hallazgos más importantes -en la medida en que todavía quedaran cosas por descubrir- y lo dejó para el final. En su lugar salió al salón y siguió con la investigación. Se acercó a la vitrina y examinó meticulosamente cada objeto, cada cajón y cada balda. Luego dirigió la mirada a la gran estantería dispuesta en ángulo, paralelamente al rincón que formaba la pared que daba a la calle con la que separaba el cuarto de baño. Cogió una silla y empezó por arriba, para ver si había algo encima de la estantería. Luego la repasó estante por estante, sacando montones de libros para luego examinarlos y, además, comprobar si había algo escondido por detrás de ellos. Cuarenta y cinco minutos más tarde ya había vuelto a colocar el último libro en la estantería. En la mesa del salón quedaba, no obstante, un pequeño montón que, por alguna razón, le hizo reaccionar. Encendió la grabadora y habló:
