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El Laberinto

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El Laberinto
Название: El Laberinto
Автор: Mosse Kate
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Laberinto - читать бесплатно онлайн , автор Mosse Kate

Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?

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Ahora le parecía absurdo no haberse parado nunca a pensar por qué estaba dispuesto a tomarse tanto trabajo, si era cierto que el anillo y el libro sólo tenían un valor sentimental.

Las objeciones morales que Shelagh hubiese podido tener respecto a robar y vender piezas antiguas habían desaparecido hacía años. Había sufrido lo suficiente por culpa de museos anticuados e instituciones académicas elitistas como para creer que los tesoros antiguos estarían mejor custodiados entre sus muros que en manos de coleccionistas privados. Ella se llevaba el dinero y ellos lo que deseaban. Todos quedaban contentos. Lo que sucediera después no era su problema.

En retrospectiva, se daba cuenta de que ya estaba asustada mucho antes de la segunda llamada telefónica, por lo menos varias semanas antes de invitar a Alice al pico de Soularac. Después, cuando Yves Biau se había puesto en contacto con ella y habían comparado sus respectivas historias… El nudo en su pecho se comprimió aún más.

Si le había pasado algo a Alice, era culpa suya.

Llegaron a la casa, una construcción de medianas dimensiones, rodeada de edificios auxiliares medio derruidos: un garaje y una bodega. La pintura de los postigos y la puerta delantera estaba descascarillada, y las ventanas eran como negras bocas abiertas.

Aparte de los dos coches aparcados delante, el lugar parecía completamente abandonado.

Alrededor había una vista ininterrumpida de valles y montañas. Por lo menos todavía estaba en los Pirineos. Por algún motivo, eso le dio cierta esperanza.

La puerta estaba abierta, como si los esperaran. El interior estaba fresco, aunque a primera vista parecía desierto. Una capa de polvo lo cubría todo. Era como si la casa hubiese sido un hostal o un albergue. Delante había un mostrador de recepción y encima de éste una fila de ganchos, todos vacíos, con aspecto de haber servido alguna vez para colgar llaves.

El hombre tiró de la cuerda para que ella siguiera caminando. A tan corta distancia, olía a sudor, loción barata para después del afeitado y tabaco rancio. Shelagh percibió un sonido de voces procedente de una habitación a su izquierda. La puerta estaba entreabierta. Forzó la vista para intentar ver algo y consiguió vislumbrar la figura de un hombre de pie, delante de una ventana, de espaldas a ella. Llevaba calzado de piel y las piernas enfundadas en pantalones ligeros de verano.

Tuvo que subir la escalera hasta el piso superior, seguir después por un largo pasillo y ascender finalmente por una estrecha escalerilla hasta un trastero mal ventilado, que ocupaba casi toda la planta alta de la casa. Se detuvieron delante de una puerta, en la parte abuhardillada de la estancia.

El hombre abrió el cerrojo y la empujó por la base de la espalda, proyectándola hacia adelante. Shelagh cayó pesadamente, golpeándose el codo contra el suelo, mientras él cerraba de un portazo. Pese al dolor, Shelagh se abalanzó sobre la puerta, gritando y aporreando con los puños el revestimiento metálico; pero era una puerta blindada, como pudo comprobar por los destellos de metal visibles en torno a los bordes.

Al final se dio por vencida y se volvió, para inspeccionar su nuevo hogar. Había un colchón arrimado a la pared del fondo, con una manta pulcramente doblada encima, y frente a la puerta, una ventana pequeña, con barras de metal añadidas por el lado de dentro. Shelagh atravesó trabajosamente la habitación y vio que estaba en la parte trasera de la casa. Las barras eran sólidas y no se movieron cuando tiró de ellas. En cualquier caso, la altura era considerable.

En una esquina había un lavabo pequeño, con un cubo al lado. Hizo sus necesidades y luego, con dificultad, abrió el grifo. Las tuberías carraspearon y tosieron como un fumador de dos paquetes diarios y, por fin, al cabo de dos escupitajos, apareció un chorro fino de agua. Ahuecando las manos, Shelagh bebió hasta que le dolieron las entrañas. Después se aseó lo mejor que pudo, tocándose con cuidado las rozaduras de las cuerdas en las muñecas y los tobillos, incrustadas de sangre seca.

Poco después, el hombre le trajo algo de comer. Más de lo habitual.

– ¿Por qué estoy aquí?

El hombre dejó la bandeja en el suelo, en medio de la habitación.

– ¿Por qué me han traído aquí? Pourquoi je suis ici?

– Il te le dira.

– ¿Quién? ¿Quién hablará conmigo?

El hombre señaló la comida con un gesto.

–  Mange .

– Tendrás que desatarme.

Después insistió:

– ¿Quién? Dímelo.

El hombre empujó la bandeja con el pie.

– Come.

Cuando se hubo ido, Shelagh se abalanzó sobre la comida. Comió hasta la última migaja, hasta el corazón y las pipas de la manzana, y volvió a la ventana. Los primeros rayos del sol asomaban sobre la cresta montañosa, transmutando en blanco el gris del mundo.

Oyó a lo lejos el ruido de un coche que se acercaba lentamente a la casa.

CAPÍTULO 42

Las indicaciones de Karen eran correctas. Una hora después de salir de Carcasona, Alice estaba en las afueras de Narbona. Siguió las señales hacia Cuxac d’Aude y Capestang, por una agradable carretera flanqueada a ambos lados por cañas de bambú y altas hierbas, que ondeaban al viento protegiendo campos verdes y feraces. Era muy diferente de las montañas del Ariège o el carrascal de Corbières.

Hacia las dos del mediodía, Alice entró en Sallèles d’Aude y aparcó bajo las limas y el parasol de los pinos que bordean el Canal du Midi, a escasa distancia de las compuertas, y anduvo por bonitas callejuelas, hasta llegar a la Rue des Burgues.

La casita de tres plantas de Grace estaba en una esquina y se abría directamente a la calle. Un rosal de cuento de hadas, con pimpollos carmesí colgando pesadamente de las ramas, enmarcaba la puerta de aspecto anticuado y los grandes postigos pardos. La cerradura estaba endurecida, por lo que Alice tuvo que mover la pesada llave de latón hasta que consiguió hacerla girar. Después dio un fuerte empujón, combinado con un buen puntapié, y la puerta se abrió con un chirrido, arañando las baldosas blancas y negras y los periódicos gratuitos que la bloqueaban desde dentro.

Alice entró a una planta baja de un solo ambiente, con cocina a la izquierda y una zona más grande que hacía las veces de sala de estar, a la derecha. La casa parecía fría y húmeda, con el sombrío olor de un hogar abandonado. El aire gélido le envolvió las piernas desnudas, rodeándoselas como un gato. Alice probó el interruptor de la luz, pero la llave general estaba apagada. Recogió el correo comercial y las circulares, lo dejó todo encima de la mesa para quitarlo del camino y, tras inclinarse sobre el fregadero, abrió la ventana y estuvo luchando un rato con el ornamentado pestillo hasta que consiguió abrir los postigos.

Una tetera eléctrica y una anticuada cocina con reja de hierro sobre los quemadores eran lo más próximo que había tenido su tía en cuanto a aparatos modernos. La encimera estaba despejada y el fregadero limpio, pero había un par de esponjas, rígidas como viejos huesos resecos, metidas como cuñas detrás de los grifos.

Alice atravesó la estancia, abrió el ventanal de la sala de estar y empujó contra la pared los pesados postigos marrones. De inmediato, el sol inundó el ambiente, transformándolo. Alice se asomó por la ventana y respiró el aroma de las rosas, relajándose por un momento y dejando que el suave contacto del aire cálido del verano disipara su sensación de malestar. Se sentía como una intrusa, curioseando sin permiso en la vida de otra persona.

Había dos sillones dispuestos en ángulo junto a la chimenea, cuyo marco era de piedra gris, con varios adornos de porcelana sobre la repisa cubiertos de polvo. Los restos ennegrecidos de un fuego que había ardido mucho tiempo atrás se conservaban sobre la reja. Alice los empujó con un pie y se desmoronaron, produciendo una nube de fina ceniza gris que por un instante se quedó flotando en el ambiente.

Colgado de la pared, junto a la chimenea, había un cuadro pintado al óleo, con la imagen de una casa de piedra de tejado rojo, entre viñedos y campos de girasoles. Alice se acercó para ver la firma garabateada en la esquina inferior derecha: baillard.

Una mesa de comedor, cuatro sillas y un aparador ocupaban el fondo de la estancia. Alice abrió las puertas del aparador y encontró un juego de posavasos y manteles individuales decorados con figuras de catedrales francesas, una pila de servilletas de hilo y un cajón con una cubertería de plata, que tintineó sonoramente al cerrarlo. Las piezas de porcelana de mejor calidad -varias fuentes, una jarra, platos de postre y una salsera- estaban guardadas aparte, en los estantes inferiores.

En la esquina opuesta de la habitación había dos puertas. La primera resultó ser la del cuarto de la limpieza, donde encontró una tabla de planchar, una fregona, una escoba, bayetas para quitar el polvo, un par de ganchos para colgar abrigos y una enorme cantidad de bolsas del supermercado Géant, metidas unas dentro de otras. La segunda puerta daba a la escalera.

Sus sandalias parecían pegarse a los peldaños de madera cuando subió hacia la oscuridad. Lo primero que encontró fue un cuarto de baño limpio y funcional, revestido de baldosas color rosa, con un trozo de jabón reseco sobre el lavabo y una toalla rígida, colgada de un gancho, al lado de un sencillo espejo.

El dormitorio de Grace estaba a la izquierda. La cama individual estaba hecha, con sábanas, mantas y un voluminoso edredón de plumas. Sobre un armario bajo de caoba, junto a la cama, había un frasco de leche de magnesia, con una costra blanca alrededor del cuello, y una biografía de Leonor de Aquitania, escrita por Alison Weir.

El anticuado punto de lectura que marcaba una de las páginas la conmovió. Podía imaginar a Grace apagando la luz para dormir, después de colocar el punto de lectura en su sitio. Pero su tiempo se había agotado. Moriría antes de terminar el libro. En un acceso de sentimentalismo poco corriente en ella, Alice lo apartó, con la idea de llevárselo consigo y darle un hogar.

En el cajón de la mesilla de noche encontró una bolsita de lavanda con una cinta rosa descolorida por el paso del tiempo, una receta médica y una caja de pañuelos nuevos. Varios libros ocupaban el estante de abajo. Alice se agachó e inclinó la cabeza para leer los títulos en los lomos, incapaz de resistirse, como siempre, a curiosear los libros que la gente guardaba en sus estanterías. Encontró más o menos lo que esperaba. Uno o dos libros de Mary Stewart, un par de novelas de Joanna Trollope, una vieja edición Club del Libro de Peyton Place y un delgado volumen sobre los cátaros, con el nombre del autor impreso en letras mayúsculas: a. s. baillard. Alice levantó las cejas. ¿El mismo que había pintado el óleo del piso de abajo? Debajo estaba impreso el nombre de la traductora: j. giraud.

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