El Laberinto
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Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?
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Mientras miraba, se abrieron las puertas, revelando un interior de artesonados y paredes cubiertas de tapices, del que salió una mujer de elevada estatura, pómulos altos, pelo negro impecablemente cortado y recogido, y gafas de sol con montura dorada. La blusa tostada sin mangas, con pantalones a juego, parecía reverberar y reflejar la luz cuando se movía. Con un brazalete de oro en la muñeca y una gargantilla al cuello, parecía una princesa egipcia.
Alice estaba segura de haberla visto antes. ¿En una revista, en una película? ¿Quizá en la televisión?
La mujer entró en un coche. Alice se la quedó mirando hasta que estuvo fuera de su vista y después siguió andando hasta la basílica. Junto a la puerta había una mendiga. Alice buscó en el bolsillo, puso una moneda en la mano de la mujer y se dispuso a entrar en el templo.
De repente se quedó inmóvil, a punto de abrir la puerta. Sentía como si se hubiese quedado atrapada en un túnel de aire frío.
«No seas tonta.»
Una vez más, Alice hizo ademán de entrar, resuelta a no ceder a un impulso irracional. El mismo terror que la había sobrecogido en Saint-Étienne, en Toulouse, le impedía continuar.
Tras pedir disculpas a los que venían detrás, Alice se salió de la fila y se dejó caer sobre un reborde de piedra, a la sombra, junto a la puerta norte.
«¿Qué demonios me está pasando?»
Sus padres la habían enseñado a rezar. Cuando tuvo edad suficiente para cuestionar la presencia del mal en el mundo y advirtió que la Iglesia no le ofrecía respuestas satisfactorias, ella misma se había enseñado a no hacerlo más. Pero recordaba la sensación de orden y sentido que la religión puede conferir a las cosas. La certidumbre o promesa de salvación, en algún lugar más allá de las nubes, nunca la había abandonado. Siempre que tenía tiempo, como Larkin, se paraba y entraba. Se sentía a gusto en las iglesias. Evocaban en ella una sensación de historia y de pasado compartido, que le hablaban a través de la arquitectura, las vidrieras y la sillería del coro.
«Pero aquí no.»
En esas catedrales católicas del Mediodía francés, no sentía paz, sino algo que la amenazaba. El hedor del mal y del odio parecía manar de los ladrillos como la sangre. Levantó la vista hacia las repulsivas gárgolas que le sonreían burlonas desde arriba, con sus bocas tortuosas distorsionadas en muecas desdeñosas.
Se incorporó rápidamente y se marchó de la plaza. No dejaba de mirar por encima del hombro, diciéndose que eran imaginaciones suyas, pero sin conseguir librarse de la sensación de que alguien venía pisándole los talones.
«Es tu imaginación.»
Incluso cuando salió de la Cité y empezó a bajar por la Rué Trivalle hacia el centro de la ciudad moderna, seguía igual de nerviosa. Por mucho que intentara decirse que no, estaba segura de que alguien la estaba siguiendo.
El despacho de Daniel Delagarde estaba en la Rue George Brassens. El letrero de bronce en la pared relucía a la luz del sol. Todavía era pronto para su cita, de modo que se paró a leer los nombres antes de entrar. El de Karen Fleury, una de las dos mujeres del despacho, estaba más o menos hacia la mitad de la larga lista de procuradores y notarios.
Alice subió los peldaños de piedra gris, empujó la doble puerta de cristal y pasó a una recepción embaldosada. Dijo su nombre a una mujer que estaba sentada detrás de una lustrosa mesa de caoba y ésta le indicó que aguardara en la sala de espera. El silencio era opresivo. Un hombre de aspecto más bien pueblerino, próximo a los sesenta años, la saludó con una inclinación de la cabeza al verla entrar. Sobre una amplia mesa baja, en el centro de la habitación, había varios ejemplares de Paris-Match, Immo Média y muchos números atrasados de Vogue, pulcramente apilados. En la repisa de mármol blanco de la chimenea había un reloj bajo una campana de cristal, y más abajo, sobre la reja de la estufa, un florero rectangular de vidrio, lleno de girasoles.
Alice se sentó en un sillón negro de piel, junto a la ventana, e hizo como que leía.
– ¿La señora Tanner? Soy Karen Fleury. Encantada de conocerla.
Alice se puso de pie. El aspecto de la notaría le gustó nada más verla. Tenía treinta y tantos años e irradiaba profesionalidad, con un sombrío traje negro y blusa blanca. Llevaba el pelo rubio muy corto y lucía en el cuello un crucifijo de oro.
– Voy vestida de luto -explicó, al advertir la mirada de Alice-. Con este tiempo, se pasa bastante calor.
– Me lo imagino.
Sostuvo la puerta abierta, para que Alice pasara.
– ¿Vamos?
– ¿Cuánto hace que trabaja en Francia? -preguntó Alice, mientras avanzaban por una red de pasillos de aspecto cada vez más descuidado.
– Nos trasladamos hace un par de años. Mi marido es francés. Muchísimos ingleses se están instalando aquí, en el sur, y necesitan notarios que los ayuden, de modo que nos está yendo bastante bien.
Karen la condujo hasta un pequeño despacho, al fondo del edificio.
– Es fantástico que haya podido venir personalmente -dijo, indicándole a Alice una silla para que se sentara-. Pensaba que íbamos a arreglar la mayoría de los asuntos por teléfono.
– Todo ha sido muy oportuno. Poco después de recibir su carta, una amiga que está trabajando en las afueras de Foix me invitó para que viniera a visitarla. Me pareció una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. -Hizo una pausa-. Además, teniendo en cuenta la importancia y la naturaleza de la herencia, consideré que venir personalmente era lo menos que podía hacer.
Karen sonrió.
– Bien. Su presencia me facilita mucho las cosas, y hará que los trámites sean más rápidos -dijo, tendiéndole una carpeta marrón-. Por lo que me dijo por teléfono, creo que no conocía mucho a su tía.
Alice hizo una mueca.
– De hecho, nunca la había oído nombrar. No sabía que mi padre tuviera parientes vivos, y menos aún una media hermana. Tenía entendido que mis padres eran hijos únicos. A mi casa nunca venía ningún tío de visita para las Navidades o los cumpleaños.
Karen echó un vistazo a las notas que tenía sobre la mesa.
– Veo que perdió a sus padres hace ya cierto tiempo.
– Murieron en accidente de tráfico cuando yo tenía dieciocho años -dijo ella-. En mayo de 1993. Poco antes de mi examen final de bachillerato.
– Debió de ser terrible para usted.
Alice asintió. ¿Qué más hubiese podido añadir?
– ¿No tiene hermanos?
– Supongo que mis padres lo aplazaron demasiado. Cuando yo nací, ya eran relativamente mayores. Tenían más de cuarenta.
Karen hizo un gesto afirmativo.
– Bien, dadas las circunstancias, creo que lo mejor será que pasemos directamente a la documentación que obra en mi poder, en relación con la finca de su tía y las cláusulas de su testamento. Cuando hayamos terminado, podrá ir a ver la casa, si así le parece. Está en un pueblecito, a una hora de viaje por carretera, aproximadamente. Se llama Sallèles d’Aude.
– Suena bien.
– Vamos a ver, aquí lo tengo -prosiguió Karen, apoyando una mano sobre la carpeta-. Son unos datos bastante escuetos: nombres, fechas y poco más. Seguramente, cuando visite la casa, se hará una idea más clara de cómo era ella, repasando sus papeles y efectos personales. Una vez que haya estado allí, podrá decidir si quiere que nos ocupemos de vaciar la casa o si prefiere hacerlo usted misma. ¿Cuánto tiempo se quedará?
– En principio, hasta el domingo, pero estoy pensando en prolongar mi estancia. No hay nada desesperadamente urgente que tenga que hacer en casa.
Karen asintió, mientras repasaba sus notas.
– Bien, empecemos. Grace Alice Tanner era hermanastra de su padre. Nació en Londres en 1912, y era la menor y única superviviente de cinco hijos. Había otras dos chicas que murieron siendo niñas y dos chicos que cayeron en combate durante la primera guerra mundial. La madre falleció en… -hizo una pausa, recorriendo la página con un dedo, hasta encontrar la fecha que buscaba-… 1928, tras una larga enfermedad, y la familia se deshizo. Para entonces, Grace se había marchado de casa. El padre se fue a vivir a otro sitio y se casó en segundas nupcias. De ese segundo matrimonio nació su padre, al año siguiente. A partir de entonces, por lo que se desprende de los documentos, no parece que la señorita Tanner y su padre (es decir el abuelo de usted) tuvieran mucho contacto, si es que tuvieron alguno.
– Yo no sabía nada, pero ¿cree usted que mi padre estaba al corriente de que tenía una hermanastra?
– No lo sé. Diría que no.
– Sin embargo, es obvio que Grace sí sabía de su existencia.
– Así es, aunque tampoco puedo decirle cómo ni cuándo lo averiguó. Lo importante es que ella sabía de usted. En 1993, tras el mortal accidente de sus padres, revisó su testamento y la nombró única heredera. Para entonces, llevaba cierto tiempo viviendo en Francia.
Alice frunció el entrecejo
– Si sabía de mi existencia y estaba al corriente de lo sucedido, ¿por qué no se puso en contacto conmigo?
Karen se encogió de hombros.
– Quizá pensara que no iba a ser bien recibida. Puesto que no sabemos lo que causó la ruptura de la familia, cabe la posibilidad de que pensara que su padre podía estar prejuiciado contra ella. En casos como éste, no es raro suponer (a veces con razón) que cualquier intento de acercamiento será rechazado. Cuando se interrumpe el contacto, es difícil reparar los daños.
– No fue usted quien preparó el testamento, ¿verdad?
Karen sonrió.
– No, es muy anterior a mi época. Pero he hablado con el colega que lo hizo. Ahora está jubilado, pero recuerda a su tía. Era una mujer muy práctica, poco dada al sentimentalismo y las efusiones. Sabía exactamente lo que quería: dejárselo todo a usted.
– ¿Tiene una idea del motivo que la trajo a vivir aquí?
– No, lo siento. -Hizo una pausa-. Pero en lo que a nosotros respecta, todo resulta relativamente sencillo. Así que, como ya le he dicho, lo mejor que puede hacer es ir a la casa y mirar un poco. Quizá de ese modo averigüe algo más sobre ella. Puesto que piensa quedarse unos días más, podemos volver a vernos más adelante, esta misma semana. Mañana y el viernes estaré en los tribunales, pero puedo recibirla el sábado por la mañana, si le va bien. -Se puso de pie y le tendió la mano-. Déjele un mensaje a mi secretaria cuando lo haya decidido
– Me gustaría visitar su tumba, ya que estoy aquí.
– Desde luego. Le conseguiré los datos. Si no recuerdo mal, había algo inusual.