A sus plantas rendido un leon

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A sus plantas rendido un leon
Название: A sus plantas rendido un leon
Автор: Soriano Osvaldo
Дата добавления: 16 январь 2020
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A sus plantas rendido un leon - читать бесплатно онлайн , автор Soriano Osvaldo

Bongwutsi: un pa?s africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. All? vive un argentino usurpando la condici?n de c?nsul de su pa?s, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador ingl?s, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relaci?n amorosa, los sue?os de liberaci?n y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al pa?s de un ej?rcito de monos…el v?rtigo narrativo no se interrumpe, la invenci?n y la verdad se al?an en el desborde de una fantas?a indeclinable. El ?mpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto m?ximo en este relato fascinante.

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Santiago Acosta había partido tan silenciosamente de Bongwutsi que cuando el nuevo empleado se presentó en las embajadas de los países amigos, todos creyeron que estaban ante un nuevo cónsul. Halagado, Bertoldi concluyó que no valía la pena desengañarlos, sobre todo cuando a fin de mes en el banco no supieron darle noticias sobre su sueldo y le pidieron que avisara a Santiago Acosta que podía pasar a cobrar el suyo. Fue en esos días cuando hizo las primeras llamadas infructuosas a la cancillería y Estela empezó a mostrar signos de nostalgia y abandono. Entonces; Bertoldi, que nunca había estado en el extranjero, se dijo que la Argentina no podía quedarse sin representante en Bongwutsi y decidió redactar su propio nombramiento.

Para cobrar el sueldo tuvo que acudir a la buena voluntad del embajador de Gran Bretaña, que en su juventud había sido escolta del gobernador de las Falkland. Todos los meses, Mister Burnett llamaba al banco y autorizaba el endoso del giro que llegaba a la orden de Santiago Acosta. Así, Bertoldi y Estela pudieron pagar el alquiler de la casa mientras abrigaban la esperanza de regresar lo antes posible a Buenos Aires. Poco a poco, Bertoldi se fue acostumbrando a presentarse como cónsul, pero cuidaba de no darse ese tratamiento en los informes que enviabapor correo al Ministerio de Relaciones Exteriores. Al cabo de unos meses, el título le era tan familiar como ajenas las funciones que implicaba. De todos modos nunca tuvo noticias de que otro argentino anduviera por las cercanías, ni nadie puso en tela de juicio la legitimidad de su nombramiento. Ahora, el propio Emperador reconocía su importancia al recibirlo en el templo y Bertoldi hubiera querido tener un buen traje para ir a festejar la reconquista de las Malvinas al bar del Sheraton.

Fue a vestirse y puso la marcha Aurora en el tocadiscos. Encendió todas las luces de la casa y abrió las ventanas para que la música se escuchara por todo el barrio. Afuera, las paredes y el piso conservaban el calor acumulado durante las horas de sol y los vecinos empezaban a sacar las mesas y las sillas para cenar en la vereda. Bertoldi empezó a arriar la bandera cantando a todo pulmón. Los nativos que pasaban por la calle se paraban a mirarlo y algunos se quitaban el sombrero. De golpe, todas las luces del barrio se apagaron y el disco se frenó con un sonido ahogado. El cónsul volvió a su despacho con la bandera, encendió una vela y se sentó frente a su escritorio.

Se preguntaba cómo responder al embajador británico, y aunque tenía atolondrado el pensamiento, lo ganó un incontenible deseo de llevar la enseña de la patria hasta la zona de exclusión y plantarla allí, como una estaca en el arrogante corazón de Mister Burnett.

7

Después de la siesta el embajador de Gran Bretaña salió a recorrer la zona de exclusión para solicitar personalmente la colaboración de sus aliados. El commendatore Tacchi, que se había declarado neutral en el palacio del Emperador, no dejó de señalarle que la decisión comprometía las relaciones de su país con la Argentina, ya que la zona prohibida impedía el libre ingreso del cónsul Bertoldi a la embajada de Italia. Pero en el fondo, Tacchi se sentía aliviado de no ver por un tiempo al argentino que siempre aprovechaba sus visitas para pedirle algo prestado. Por cortesía, el italiano acompañó a Mister Burnett a visitar la zona, marcada con banderines de golf, y en el camino se les agregaron Monsieur Daladieu, Mister Fitzgerald y Herr Hoffmann.

En la rotonda donde estaba la barrera, la banda escocesa tocó It's a long way to tipperary y luego, ante una señal del embajador, se lanzó con The British Grénadiers. Los nativos que se reunieron en las veredas aplaudieron la exhibición y aprovecharon que los ingleses habían cerrado el tránsito para seguir la fiesta con sus propios instrumentos.

Durante el recorrido, la banda escocesa repitió Tippérary en seis puntos que el inglés consideraba estratégicos: tres avenidas por las que se accedía al centro de la ciudad, la torre de abastecimiento de agua, el monumento al duque de Wellington y la caballeriza abandonada por los australianos.

Cada embajador iba acompañado por un sirviente que sostenía una sombrilla y otro que cargaba una conservadora con hielo, whisky y refrescos. A la sombra de la caballeriza, recostados sobre el heno, los embajadores bebieron un aperitivo y evaluaron las informaciones que habían recibido de sus respectivas capitales. Exponía, Herr Hoffmann cuando Mister Burnett, que removía distraídamente la hierba con la punta del zapato, vio algo que lo dejó anonadado. Allí, perdido entre la paja seca del establo, reconoció el prendedor de diamantes que le había regalado a Daisy para festejar e! primer aniversario de bodas.

Las piedras preciosas brillaban, tocadas por el sol que se filtraba entre las tablas resecas; Mister Burnett disimuló su desazón y dejó que el alemán terminara el análisis del conflicto sin siquiera sacarse la pipa de la boca. Luego se levantó y sugirió regresar inmediatamente al bulevar para comunicarse con Europa.

Ni bien salieron de la caballeriza, los negros corrieron hacia ellos con las sombrillas. Los músicos, que descansaban entre el follaje, se pusieron de pie y esperaron órdenes. Mister Burnett se disculpó y regresó al galpón como si hubiera olvidado algo. Una vez a solas recogió el prendedor y se sacudió la paja que se le había pegado al pantalón. Una luz roja reverberaba sobre la hierba y teñía el carro abandonado en el fondo del establo. Después, mientras iba hacia la residencia con la cabeza gacha -que los otros atribuyeron a la preocupación patriótica-, Mister Burnett recordó que Daisy culpaba de las picaduras que tenía en el cuerpo a las caminatas del atardecer y a los baños de sol al borde de la piscina. El commendatore Tacchi, que caminaba un paso más atrás, lo arrancó de sus pensamientos tomándolo de un brazo.

– Cuídense, Mister Burnett, los argentinos son medio italianos y van a pelear hasta que caiga el último hombre.

Con un gesto de disgusto, el inglés miró la mano que le palmeaba el hombro y se preguntó si no sería la misma que acariciaba a escondidas a la mujer con la que había vivido feliz durante más de veinte años.

Daisy amaba la literatura y nadie, entre los blancos, compartía su interés. Cada vez que el Times comentaba un libro que le interesaba, anotaba el título y le pedía a Mister Burnett que se lo hiciera enviar por valija diplomática.

La primera vez que vio a Bertoldi y su mujer, en la embajada de sudáfrica, les habló de Borges por pura cortesía y se sorprendió cuando Estela se puso a recitar en castellano un poema que ella había leído muchas veces en inglés. La segunda vez, en la residencia del commendatore Tacchi, Daisy evocó Emma Zunz y el cónsul le recomendó La intrusa, que había hojeado en la revista de cabina de Aerolíneas Argentinas. Entonces empezaron a verse más seguido. Estela mostraba ya las señales de su enfermedad y su cara bondadosa parecía estar despidiéndose del mundo con resignación. Las dos hablaron de Eva Perón, porque la señora Burnett había visto la ópera en Londres, y desde entonces Daisy se las arreglaba para que los otros embajadores pasaran por alto el protocolo que excluía al cónsul de las recepciones por insuficiencia de rango. A veces, por las tardes, invitaba a los Bertoldi a tomar el té en su biblioteca, y cuando Estela cayó enferma se acercaba al consulado para hacerle compañía.

Después de la muerte de su amiga, la señora Burnett siguió invitando al cónsul a la hora del té, pero su marido aprovechaba para llevárselo al atelier donde construía las cometas y un día lo hizo correr por todo el bulevar arrastrando una estrella de cinco puntas. Al cónsul no se le ocurrió pensar que en Bongwutsi no había viento suficiente para remontar barriletes y Mister Burnett y los ordenanzas estuvieron una tarde entera riéndose de él. Daisy se sintió avergonzada por la crueldad de su marido yla ingenuidad de su amigo, a quien creía un intelectual, y cuando se quedaron a solas le puso entre las manos un volumen en cuero del Tristram Shandy. Súbitamente, el cónsul le dijo que no volvería a visitarla porque estaba enamorándose de ella y la besó dulcemente, de pie, con el sombrero colgando de una mano.

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