La Caverna De Las Ideas
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Una novela enigma. Un desaf?o de ficci?n, diversi?n y espejismo, donde nada es lo que parece y donde hasta el simple hecho de seguir leyendo puede resultar arriesgado.
La caverna de las ideas es una obra griega cl?sica que narra una intrigante historia: diversos asesinatos ocurridos en la ?poca de Plat?n. Cuerpos mutilados de efebos son descubiertos en las calles de Atenas, cr?menes inexplicables que no parecen seguir ning?n orden l?gico. Heracles P?ntor, el Descifrador de Enigmas, se encargar? de resolverlos con ayuda de uno de los fil?sofos de la c?lebre Academia plat?nica, Di?goras de Medonte.
Pero el propio texto de La caverna de las ideas, que el lector tiene ahora en sus manos, tambi?n esconde secretos: sus traductores desaparecen o mueren, y el actual se enfrenta a un enigma milenario que desborda su capacidad de juicio y en el que se imbricar? tanto la novela como la percepci?n de cada lector.
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En los alrededores de la cueva, que se hallaba en una zona boscosa no muy lejos del Licabeto, uno de los soldados descubrió un grupo de caballos atados a los árboles y una gran carreta con mantos y víveres. Se sospechó, por tanto, que los sectarios no debían de estar muy lejos, y el capitán ordenó que se desenvainaran las espadas e hizo avanzar a sus hombres con cuidadosa prudencia hasta el reducto de la entrada. Heracles les había explicado lo que había sucedido y lo que podían esperar encontrar, así que a nadie sorprendió que el cuerpo de Crántor, mudo e inmóvil sobre un charco de sangre, permaneciera todavía tendido en la misma posición en que el Descifrador lo recordaba. Cerbero era una criatura arrugada y pacífica que gimoteaba a los pies de su amo.
Heracles no quiso saber si Crántor seguía vivo o no, así que no se acercó cuando los demás lo hicieron. El perro los amenazó con roncos gruñidos, pero los soldados se echaron a reír, e incluso agradecieron el inesperado recibimiento, ya que los rumores que habían oído sobre la secta mezclados con sus propias fantasías habían terminado por amedrentarlos, y la ridícula presencia de aquella deforme criatura contribuyó no poco a aliviar la tensión. Jugaron un rato con el can, burlándolo con amagos de golpes, hasta que una seca orden del capitán los hizo detenerse. Entonces lo degollaron sin mediar más palabras, al igual que ya habían hecho con Crántor, con quien, por cierto, había sucedido otra anécdota graciosa que después sería muy comentada en el regimiento: mientras sus compañeros se ocupaban del perro, uno de los soldados se había aproximado a Crántor y apoyado el filo de la espada en su robusto cuello; otro le preguntó:
– ¿Está vivo?
Y, al tiempo que lo degollaba, el soldado respondió:
– No.
Los demás, siguiendo a su capitán, se internaron en las profundidades de la caverna. Heracles iba con ellos. Más allá, el pasillo se ensanchaba hasta formar un recinto de notables dimensiones. El Descifrador hubo de reconocer que el lugar era ideal para celebrar cultos prohibidos, teniendo en cuenta la relativa angostura de la entrada exterior. Y era obvio que había sido utilizado recientemente: máscaras de arcilla y mantos negros se hallaban esparcidos por doquier; también armas y una considerable provisión de antorchas. Cosa curiosa, no se encontraron ni estatuas de dioses ni túmulos de piedra ni representación religiosa alguna. Sin embargo, este hecho no llamó la atención en aquel momento, pues otro mucho más evidente y asombroso atrajo las miradas de todos. El primero en descubrirlo -uno de los soldados de vanguardia- avisó al capitán con un grito, y los demás se detuvieron.
Parecían carnes colgadas en un comercio del ágora y destinadas al banquete de algún insaciable Creso. Se hallaban bañadas en oro puro debido al resplandor de las antorchas. Eran por lo menos una docena, hombres y mujeres desnudos y atados cabeza abajo por los tobillos a ganchos incrustados en las paredes de piedra. Invariablemente, todos mostraban los vientres abiertos y las entrañas colgando como burlonas lenguas o nudos de serpientes muertas. Bajo cada cuerpo distinguíase un grumoso cúmulo de ropas y sangre y una afilada espada corta. [139]
– ¡Les han sacado las vísceras! -exclamó un joven soldado, y la voz grave del eco repitió sus palabras con horror creciente.
– Han sido ellos mismos -dijo alguien a su espalda en tono mesurado-. Las heridas son de lado a lado y no de arriba abajo, lo cual indica que se abrieron el vientre mientras se hallaban colgados…
El soldado, que no estaba muy seguro de quién era el que había hablado, se volvió para contemplar, a la luz inestable de su antorcha, la figura obesa y fatigada del hombre que los había guiado hasta allí (cuya exacta identidad no conocía bien: ¿un filósofo quizá?), y que ahora, después de haber dicho aquello, como sin darle importancia a su propio razonamiento, se alejaba en dirección a los cuerpos mutilados.
– Pero ¿cómo han podido…? -murmuraba otro.
– Un grupo de locos -zanjó la cuestión el capitán.
Escucharon de nuevo la voz del hombre obeso (¿un filósofo?). Aunque su tono era débil, todos entendieron bien las palabras:
– ¿Por qué?
Se hallaba de pie bajo uno de los cadáveres: una mujer madura pero aún hermosa, de largo pelo negro, cuyos intestinos se derramaban sobre su pecho como los bordes plegados de un peplo. El hombre, que se hallaba a la misma altura que su cabeza (hubiera podido besarla en los labios, si tan aberrante idea hubiese cruzado por su mente), parecía muy afectado, y nadie quiso molestarlo. De modo que, mientras se dedicaban a la desagradable tarea de descolgar los cuerpos, varios soldados aún lo oyeron murmurar durante un tiempo, siempre junto a aquel cadáver y en un tono cada vez más perentorio:
– ¿Por qué?… ¿Por qué?… ¿Por qué?…
Entonces, el Traductor dijo: [140]
Epílogo
Levanto, trémulo, la pluma del papiro, tras haber escrito las últimas palabras de mi obra. No puedo imaginarme qué opinará Platón -quien, con ansia similar a la mía, tanto ha esperado a que la concluyera- sobre ella. Quizá su luminoso semblante se distienda en una fina sonrisa durante algunos momentos de la lectura. En otros, bien lo sé, fruncirá el ceño. Es posible que me diga (me parece escuchar su mesurada voz): «Extraña creación, Filotexto; sobre todo, el doble tema que desarrollas: por una parte, la investigación de Heracles y Diágoras; por otra, este curioso personaje, el Traductor (no le otorgas ningún nombre), que, situado en un inexistente futuro, anota al margen sus hallazgos, dialoga con otros personajes y, por fin, es secuestrado por el loco Montalo… ¡Triste suerte la suya, pues ignoraba ser una criatura tan ficticia como las de la obra que traducía!». «Pero tú has imaginado muchas palabras en boca de tu maestro Sócrates», le diré yo. Y agregaré: «¿Qué destino es peor? ¿El de mi Traductor, que no ha existido nunca salvo en mi obra, o el de tu Sócrates, que, a pesar de su existencia, se ha convertido en una criatura tan literaria como la mía? Creo que es preferible condenar a un ser imaginario a la realidad que a uno real a lo ficticio».
Conociéndolo como lo conozco, sospecho que habrá más fruncimientos de ceño que sonrisas.
Sin embargo, no temo por él: no es hombre que se deje impresionar. Sigue mirando, extasiado, hacia ese mundo intangible, lleno de belleza y de paz, de armonía y de palabras escritas, que constituye la tierra de las Ideas, y ofreciéndoselo a sus discípulos. En la Academia ya no se vive en la realidad sino en la cabeza de Platón. Maestros y alumnos son «traductores» encerrados en sus respectivas «cavernas» y dedicados a encontrar la Idea en sí. Yo he querido bromear con ellos un poco (perdonadme, no era mala mi intención), conmoverles, pero también alzar mi voz (de poeta, no de filósofo) para exclamar: «¡Dejad de buscar ideas ocultas, claves finales o sentidos últimos! ¡Dejad de leer y vivid! ¡Salid del texto! ¿Qué veis? ¿Sólo tinieblas? ¡No busquéis más!». No creo que me hagan caso: seguirán, afanosos y diminutos como letras del alfabeto, obsesionados por encontrar la Verdad a través de la palabra y el diálogo. ¡Zeus sabe cuántos textos, cuántas imaginarias teorías redactadas con pluma y tinta gobernarán la vida de los hombres en el futuro y cambiarán tontamente el curso de los tiempos!… Pero me atendré a las palabras finales de Jenofonte en su reciente estudio histórico: «Por mi parte, hasta aquí mi labor. De lo que venga ahora, en cualquier caso, que se ocupe otro».