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La Caverna De Las Ideas

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La Caverna De Las Ideas
Название: La Caverna De Las Ideas
Автор: Somoza Jos? Carlos
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Caverna De Las Ideas - читать бесплатно онлайн , автор Somoza Jos? Carlos

Una novela enigma. Un desaf?o de ficci?n, diversi?n y espejismo, donde nada es lo que parece y donde hasta el simple hecho de seguir leyendo puede resultar arriesgado.

La caverna de las ideas es una obra griega cl?sica que narra una intrigante historia: diversos asesinatos ocurridos en la ?poca de Plat?n. Cuerpos mutilados de efebos son descubiertos en las calles de Atenas, cr?menes inexplicables que no parecen seguir ning?n orden l?gico. Heracles P?ntor, el Descifrador de Enigmas, se encargar? de resolverlos con ayuda de uno de los fil?sofos de la c?lebre Academia plat?nica, Di?goras de Medonte.

Pero el propio texto de La caverna de las ideas, que el lector tiene ahora en sus manos, tambi?n esconde secretos: sus traductores desaparecen o mueren, y el actual se enfrenta a un enigma milenario que desborda su capacidad de juicio y en el que se imbricar? tanto la novela como la percepci?n de cada lector.

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Pónsica comprendió sus intenciones demasiado tarde.

Dos gruesos arietes, dos enormes émbolos penetraron sin previo aviso por las aberturas de los ojos y se hundieron sin encontrar resistencia en una curiosa viscosidad protegida por delgadas láminas de piel. De inmediato, la hoja del puñal se apartó del cuello de Heracles y algo gimió y vociferó bajo la indiferente expresión de la careta. El Descifrador extrajo los dos dedos, húmedos hasta la segunda falange, y se alejó de ella. Pónsica lanzó un aullido. La máscara seguía paciente y neutra. Retrocedió. Perdió el equilibrio.

Cuando cayó al suelo, Heracles se abalanzó sobre ella.

A duras penas logró refrenar el casi irresistible impulso de utilizar su propio puñal. En vez de ello, después de desarmarla, se sirvió de los pies descalzos para golpearla en varias zonas débiles que su ceguera dejaba indefensas. Usó el talón: le pareció que aplastaba un enorme insecto.

Cuando todo terminó, jadeante, confuso, observó que Yasintra continuaba desnuda e inmóvil contra la pared, como él la había dejado; tan sólo parecía haberse limpiado un poco la sangre del rostro. A Heracles casi le disgustó que ella no lo atacara también: hubiese querido reunir una furia con otra, una lucha encadenada a otra lucha, la perpetuación de un golpe constante. Ahora sólo disponía del aire y de los objetos a su alrededor para destruir, arrancar, aniquilar. Cuando recuperó la voz, dijo:

– ¿En qué momento la reclutaron?

– No lo sé. Cuando ellos me enviaron aquí, me dijeron que acatara sus instrucciones. Ella no habla, pero sus gestos resultan fáciles de entender. Y yo ya conocía las órdenes.

– ¡Los Sagrados Misterios! -murmuró Heracles, con desprecio. Yasintra lo miró sin comprender-. Pónsica me dijo que era devota de los Sagrados Misterios, como Menecmo. Ambos mentían.

– Quizá no -sonrió la bailarina-, porque no te dijeron qué clase de Sagrados Misterios adoraban.

Heracles alzó una ceja y la contempló. Le dijo:

– Vete. Lárgate de aquí.

Ella recogió su peplo y su cinturón del suelo y, dócilmente, cruzó la habitación. En la puerta, se volvió hacia él.

– Tu esclava era la encargada de matarte, no yo. Ellos hacen las cosas a su manera, Descifrador: ni tú ni nadie puede comprenderlos. Por eso son tan peligrosos.

– Vete -repitió él, jadeante, casi sin resuello.

Ella le dijo aún:

– Huye de la Ciudad, Heracles. No vivirás más allá del amanecer.

Cuando Yasintra se marchó, Heracles pudo mostrar por fin todo el cansancio que sentía: se recostó en la pared y se frotó los ojos. Necesitaba recobrar la paz de sus pensamientos, limpiar las herramientas mentales de su trabajo y volver a empezar, con calma…

Un ruido lo sobresaltó. Pónsica intentaba incorporarse en el suelo. Al girar hacia un lado, la máscara surtió dos espesas líneas de sangre por las aberturas de la mirada. El aspecto de aquel rostro blanco y falso dividido por una doble columna rojiza era espantoso. «Es imposible», pensó Heracles. «Le rompí varias costillas. Debe de estar agonizando. No puede moverse.» Recordó la fábula de los autómatas inexorables diseñados por el sabio Dédalo; los movimientos de Pónsica le hicieron pensar en un mecanismo maltrecho: se apoyaba en una mano, se erguía, volvía a caer, volvía a apoyarse, con ademanes de pantomima truncada. Por fin, comprendiendo quizá que su intención era vana, cogió el puñal y se arrastró hacia Heracles con denodado empeño. Sus ojos vomitaban dos regueros paralelos de humores.

– ¿Por qué me odias tanto, Pónsica? -preguntó Heracles.

La vio detenerse a sus pies, la respiración hirviéndole en el pecho, y alzar la daga, trémula, amenazándole con un gesto derrotado. Pero las fuerzas la traicionaron y el cuchillo cayó al suelo, estrepitoso. Exhaló, entonces, un profundo suspiro que en su extremo final pareció convertirse en un gruñido de rabia, y quedó inmóvil, pero aun su misma respiración semejaba una muestra de furia, como si se negara a capitular antes de cumplir su objetivo. Heracles la contemplaba maravillado. Por fin, se acercó con la cautela del cazador que desconfía de la agonía de la presa recién cobrada. Quería entender su conducta antes de sacrificarla. Se inclinó y la despojó de la máscara. Contempló aquel rostro enhebrado de cicatrices y la flamante destrucción de los ojos. La vio boquear como un pez.

– ¿Cuándo, Pónsica? ¿Cuándo comenzaste a odiarme?

Era tanto como preguntar cuándo había decidido convertirse en un ser humano, en una mujer libre, porque de repente le pareció que el odio la había manumitido de algún modo, como la voluntad de un rey poderoso. Recordó el día en que la vio en el mercado, solitaria y poco requerida por los clientes; y los años de eficaz servicio, el silencio de sus gestos, la docilidad de su conducta, su sumisión cuando él le pidió (¿le ordenó?) que usara una máscara… No pudo encontrar ningún resquicio en todo aquel tiempo, ningún instante de sospecha, de explicación.

– Pónsica -susurró en su oído-, dime por qué. Aún puedes mover las manos…

Ella respiraba con esfuerzo. Su devastado rostro de perfil, con los ojos como crías de pájaro o de serpiente aplastadas en sus propios cascarones, ofrecía un aspecto atroz. Pero a Heracles le importaba más su respuesta que su belleza. Le preocupaba que ella muriese sin contestarle. Observó su mano izquierda, que arañaba el suelo. No percibió palabras. Dirigió la mirada hacia la derecha, que había dejado de sostener el puñal. No percibió palabras.

Pensó, ante aquel horrible silencio: «¿Cuándo fue? ¿Cuándo te brindaron la libertad o cuándo la encontraste tú? Quizás acudías realmente a Eleusis, como tantos otros, y los hallaste a ellos…». Se inclinó un poco más y advirtió su olor: era el mismo que había sentido en el aliento de los cadáveres de Eumarco y Antiso. Con Eunío no lo había percibido. «Pero, claro», se dijo, «Eunío apestaba a vino».

Y de repente escuchó los latidos de un corazón. ¿El suyo? ¿El de ella? Quizás el de ella, porque desfallecía. «Está sufriendo terribles dolores, pero no parece importarle.» Se alejó de aquellos latidos. Y el recuerdo de su obsesionante pesadilla volvió a invadirlo, pero esta vez se aferró a su agobiada conciencia como si el estado de vigilia fuera la luz que aquella densa tiniebla precisaba para extinguirse. Vio el corazón recién arrancado, la mano que lo aferraba; distinguió al soldado y escuchó, por fin, sus diáfanas palabras.

Y recordó entonces lo que había olvidado, aquel pequeño detalle que el sueño le había estado gritando con feroz algarabía desde el principio.

A pesar de que la agonía de Pónsica se prolongó durante largo rato, Heracles permaneció inmóvil, de pie junto a su cuerpo, mirando hacia ninguna parte. Cuando ella murió, el día ya había nacido en el exterior y los rayos de sol cruzaban el dormitorio pobremente iluminado.

Pero Heracles continuaba inmóvil. [120]

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