A sus plantas rendido un le?n
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Bongwutsi: un pa?s africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. All? vive un argentino usurpando la condici?n de c?nsul de su pa?s, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador ingl?s, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relaci?n amorosa, los sue?os de liberaci?n y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al pa?s de un ej?rcito de monos…el v?rtigo narrativo no se interrumpe, la invenci?n y la verdad se al?an en el desborde de una fantas?a indeclinable. El ?mpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto m?ximo en este relato fascinante.
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Pasada la medianoche, cuando todos los invitados estaban borrachos y cundía el desorden, Monsieur Daladieu intentó suspender el lance. Mister Burnett se negó categóricamente y acusó al francés de haberle entregado un arma con el cañón torcido. Los diplomáticos y sus mujeres habían empezado a lanzarse canapés y aceitunas por la cabeza y el embajador de Túnez hizo un escándalo cuando Herr Hoffmann, mientras festejaba una broma, apoyó la mano sobre una pierna de su esposa.
Mister Fitzgerald se empeñaba en destapar todas las botellas de champagne que dejaban los camareros y gozaba apuntando los corchos a la cara de los diplomáticos del Pacto de Varsovia. El coronel Yustinov se apartó cautelosamente del sector más belicoso, pero estaba demasiado borracho para hacer caso a los consejos del agregado cultural de Checoslovaquia y se puso a orinar en una botella vacía, a la vista de todos. El representante de Finlandia lo trató de cosaco grosero, pero las mujeres se desternillaban de risa y la esposa del embajador griego le arrojó un zapato que pasó de largo y fue a caer al jardín.
El teniente Wilson, de la guardia británica, estaba inspeccionando la zona antiargentina cuando el cocinero vino a avisarle que dos blancos y un negro se habían arrojado por una ventana del primer piso. El militar y su adjunto corrieron al salón donde estaban los heridos y comprobaron que faltaba uno de ellos. En su lugar hallaron al ayudante de cocina con la cabeza rota, que apuntaba un dedo hacia la ventana abierta. Quince minutos más tarde, cuando sus hombres terminaron de interrogar a los negros, el teniente se dijo que era hora de informar a Mister Burnett de lo ocurrido.
Mientras cruzaba el jardín rumbo a la cancha de tenis, advirtió que la situación en la tribuna era delicada. A través de los prismáticos pudo ver que el coronel Yustinov se había bajado los pantalones y mostraba las nalgas al resto de los invitados. Los otros embajadores, y con más entusiasmo algunas mujeres, trataban de hacer blanco en el trasero del ruso arrojándole aceitunas, trozos de queso y corchos de botella. Mister Fitzgerald, subido a caballito sobre uno de los camareros, luchaba contra Herr Hoffmann, que montaba al Primer Ministro de Bongwutsi. Al mover los largavistas, el capitán pudo divisar a dos mujeres que se besaban en los labios. Una de ellas había perdido un zapato y tenía la pollera recogida encima de las rodillas. Ajenos a cuanto los rodeaba, Mister Burnett y el commendatore Tacchi seguían disparando y recargando sus pistolas mientras Monsieur Daladieu les hacía señas ampulosas y gritaba en francés.
El capitán ordenó a su adjunto que hiciera comparecer de inmediato a un tirador de élite y fue a buscar ubicación entre los árboles, frente al embajador italiano. Alcanzaba a verlo de costado, pero el smoking lo desdibujaba en la oscuridad. El adjunto llegó con un soldado petiso, pelirrojo, de lentes, que traía un fusil con mira telescópica.
– Déle en la pierna -ordenó el capitán-. Dispare al mismo tiempo que ellos.
El soldado miró por encima de un ligustro y dijo que no garantizaba el blanco perfecto.
Monsieur Daladieu salió de la línea de tiro y los embajadores de Gran Bretaña e Italia levantaron sus pistolas una vez más. El commendatore Tacchi estaba cansado y abría la boca para respirar mejor. Los disparos salieron casi al mismo tiempo, seguidos de un eco metálico, y el italiano sintió un golpe en una pierna que lo lanzó hacia atrás. Trató de hacer pie, pero el terreno estaba demasiado resbaladizo y cayó de espaldas, aferrado a la pistola.
No sentía ningún dolor, pero había perdido los lentes y tuvo que cerrar los párpados para que la lluvia no le golpeara los ojos. Lo que más le molestaba era la risa grosera de Mister Burnett, que saltaba a su lado, salpicándole la cara con el barro de los zapatos. Cuando vio a Monsieur Daladieu inclinado sobre él, comprendió que había recibido un balazo y encomendó su alma al Señor. El francés pedía una ambulancia a los gritos, pero nadie le entendía y el commendatore Tacchi, antes de desmayarse, tuvo que soplarle la palabra en inglés.