La Caverna De Las Ideas
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Una novela enigma. Un desaf?o de ficci?n, diversi?n y espejismo, donde nada es lo que parece y donde hasta el simple hecho de seguir leyendo puede resultar arriesgado.
La caverna de las ideas es una obra griega cl?sica que narra una intrigante historia: diversos asesinatos ocurridos en la ?poca de Plat?n. Cuerpos mutilados de efebos son descubiertos en las calles de Atenas, cr?menes inexplicables que no parecen seguir ning?n orden l?gico. Heracles P?ntor, el Descifrador de Enigmas, se encargar? de resolverlos con ayuda de uno de los fil?sofos de la c?lebre Academia plat?nica, Di?goras de Medonte.
Pero el propio texto de La caverna de las ideas, que el lector tiene ahora en sus manos, tambi?n esconde secretos: sus traductores desaparecen o mueren, y el actual se enfrenta a un enigma milenario que desborda su capacidad de juicio y en el que se imbricar? tanto la novela como la percepci?n de cada lector.
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Se detuvo al llegar al blanco pórtico con el doble nicho y los rostros desconocidos. «Nadie pase que no sepa Geometría», rezaba la leyenda escrita en piedra. «Nadie pase que no ame la Verdad», pensó Diágoras, atormentado. «Nadie pase que sea capaz de mentir vilmente y perjudicar a otros con sus mentiras.» ¿Se atrevería a entrar o retrocedería? ¿Era digno de cruzar aquel umbral? Una líquida tibieza inició el descenso por su mejilla enrojecida. Cerró los ojos y apretó los dientes con furia, como el caballo muerde el freno dominado por el auriga. «No, no soy digno», pensó.
De repente oyó que alguien lo llamaba:
– ¡Diágoras, espera!
Era Platón, que se acercaba al pórtico. Al parecer, había venido detrás de él todo el camino. El director de la escuela avanzó a grandes trancos y envolvió los hombros de Diágoras con uno de sus robustos brazos. Cruzaron juntos el pórtico y penetraron en el jardín. Entre los olivos, una yegua azabache y dos docenas de moscas esmeraldas se disputaban repugnantes trozos de carne. [94]
– ¿Ha terminado el juicio? -preguntó Platón de inmediato.
Diágoras pensó que se burlaba.
– Tú estabas entre el público, y sabes que sí -dijo.
Platón rió por lo bajo, aunque en aquel cuerpo inmenso la carcajada sonó normal.
– No me refiero al juicio de Menecmo sino al de Diágoras. ¿Ha terminado ya?
Diágoras comprendió, y alabó, la perspicaz metáfora. Intentó sonreír y repuso:
– Creo que sí, Platón, y sospecho que los jueces se inclinan a condenar al acusado.
– No deben ser tan duros los jueces. Hiciste lo que creías que era correcto, que es todo lo que un hombre sabio puede pretender hacer.
– Pero oculté demasiado tiempo lo que sabía… y Antiso pagó las consecuencias. Y la familia de Eunío jamás me perdonará haber mancillado con calumnias la areté, la virtud, de su hijo…
Platón entrecerró sus grandes ojos grises y dijo:
– Un mal, a veces, trae consigo un bien útil y provechoso, Diágoras. Estoy convencido de que Menecmo no hubiera sido descubierto de no haber cometido este último y horrendo crimen… Por otra parte, Eunío y su familia han recuperado toda la areté, e incluso han alcanzado más a los ojos de la gente, pues ahora sabemos que nuestro alumno no fue culpable sino sólo víctima.
Hizo una pausa e hinchó el pecho como si se dispusiera a gritar. Contemplando el despejado cielo dorado del ocaso, añadió:
– Sin embargo, está bien que escuches las quejas de tu alma, Diágoras, pues, al fin y al cabo, ocultaste verdades y mentiste. Ambas acciones se han revelado beneficiosas en sus consecuencias, pero no debemos olvidar que son malas en sí mismas, intrínsecamente.
– Lo sé, Platón. Por eso ya no me considero adecuado para seguir buscando la Virtud en este sagrado lugar.
– Al contrario: ahora puedes buscarla mejor que cualquiera de nosotros, pues conoces nuevos caminos para llegar a ella. El error es una forma de sabiduría, Diágoras. Las decisiones incorrectas son graves maestros que enseñan a las que aún no hemos tomado. Advertir sobre lo que no se debe hacer es más importante que aconsejar parcamente lo correcto: ¿y quién puede aprender mejor lo que no se debe hacer sino aquel que, habiéndolo hecho, ha degustado ya los amargos frutos de las consecuencias?
Diágoras se detuvo y atesoró en sus pulmones el aire perfumado del jardín. Se sentía más tranquilo, menos culpable, pues las palabras del fundador de la Academia obraban a modo de ungüentos que aliviaban sus dolorosas heridas. La yegua, a dos pasos de él, pareció sonreírle con su prieta dentadura mientras destrozaba carniceramente los bocados.
Sin saber por qué, recordó de repente la estremecedora sonrisa que había curvado los labios de Menecmo al declararse culpable en el juicio. [95]
Y por pura curiosidad, y también por el deseo de cambiar de tema, preguntó:
– ¿Qué puede impulsar a los hombres a actuar como Menecmo, Platón? ¿Qué es lo que nos rebaja al nivel de las bestias?
La yegua resopló mientras atacaba los últimos trozos sanguinolentos.
– Las pasiones nos aturden -dijo Platón tras meditar un instante-. La virtud es un esfuerzo que, a la larga, resulta placentero y útil, pero las pasiones son el deseo inmediato: nos ciegan, nos impiden razonar… Aquellos que, como Menecmo, se dejan arrastrar por los placeres instantáneos no comprenden que la virtud es un goce mucho más duradero y beneficioso. El mal es ignorancia: pura y simple ignorancia. Si todos conociéramos las ventajas de la virtud y supiéramos razonar a tiempo, nadie elegiría voluntariamente el mal.
La yegua volvió a resoplar, hisopando sangre por los dientes. Parecía carcajearse con sus rojizos belfos.
Diágoras comentó, pensativo:
– A veces pienso, Platón, que el mal se burla de nosotros. A veces pierdo la esperanza, y termino creyendo que la maldad nos derrotará, que se reirá de nuestros afanes, que nos aguardará al final y pronunciará la última palabra…
Huiii, huiii, dijo la yegua.
– ¿Qué ha sido ese ruido? -preguntó Platón.
– Allí -señaló Diágoras-: Un mirlo. [96]
Huiii, huiii, dijo el mirlo de nuevo, y remontó el vuelo.
Aún intercambió Diágoras algunas palabras más con Platón. Después se despidieron como amigos. Platón se dirigió a su modesta vivienda cerca del gimnasio y Diágoras al edificio de la escuela. Se sentía satisfecho e inquieto, como siempre que hablaba con Platón. Ardía en deseos de poner en práctica todo lo que creía haber aprendido. Pensaba que, al día siguiente, la vida comenzaría de nuevo. Aquella experiencia le enseñaría a no descuidar la educación de un discípulo, a no callar cuando fuera necesario hablar, a servir de confidente, sí, pero también de maestro y consejero… ¡Trámaco, Eunío y Antiso habían sido tres graves errores que él no volvería a cometer!
Al penetrar en la fresca oscuridad del vestíbulo, oyó un ruido procedente de la biblioteca. Frunció el ceño.
La biblioteca de la Academia era una sala de amplias ventanas a la que se accedía a través de un breve pasillo a la derecha de la entrada principal. En aquel momento la puerta se hallaba abierta, lo cual era extraño, pues se suponía que las clases habían sido suspendidas y los alumnos no tenían por costumbre dedicar los días de fiesta a consultar textos. Pero, quizás, algún mentor…
Con ánimo confiado, se acercó y asomó la cabeza por el umbral.
Por las ventanas sin postigos penetraban las sobras de luz del banquete del ocaso. Las primeras mesas se hallaban vacías, las siguientes también, y al fondo… Al fondo descubrió una mesa atiborrada de papiros, pero nadie ocupaba la silla. Y las estanterías donde se guardaban celosamente los textos filosóficos (entre ellos, más de una copia de los Diálogos de Platón), así como obras poéticas y dramáticas, no parecían haber sido alteradas. «Un momento, las de la esquina izquierda…»
Había un hombre de espaldas en aquella esquina. Estaba agachado buscando en la zona inferior, por eso Diágoras no lo había visto antes. El hombre se incorporó bruscamente con un papiro entre sus manos, y Diágoras no necesitó ver su rostro para reconocerlo.
– ¡Heracles!
El Descifrador dio media vuelta con inusitada rapidez, como un caballo fustigado por el látigo.
– ¡Ah, eres tú, Diágoras!… Cuando me invitaste a la Academia conocí a un par de esclavos que hoy me han facilitado la entrada a la biblioteca. No te enfades con ellos… ni conmigo, por supuesto…
El filósofo pensó al pronto que se hallaba enfermo, tal era la palidez extrema que desangraba su semblante.
– Pero ¿qué…?
– Por la sagrada égida de Zeus -lo interrumpió Heracles, trémulo-: Nos enfrentamos a un mal poderoso y extraño, Diágoras; a un mal que, como los abismos del Ponto, no parece tener fondo y se oscurece más conforme más nos hundimos en él. ¡Nos han engañado!