El ultimo coyote
El ultimo coyote читать книгу онлайн
La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y ?l est? bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de polic?a despu?s de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoraci?n psiqui?trica. Al principio, Bosch se resiste a al m?dico asignado por la polic?a de Los ?ngeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho tr?gico del pasado contin?a interfiriendo en su presente. En 1961, cuando ten?a once a?os, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacig?en la inquietud que le ha embargado durante a?os.
El ?ltimo coyote fue la cuarta novela que escribi? Michael Connelly y durante diez a?os permaneci? in?dita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del g?nero policiaco actual, as? como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hac?an imperiosa su publicaci?n.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
– Ahora quiero que rodees el puente hasta la proa. Apóyate en la barandilla de proa, donde pueda verte. Sabía que algún día alguien querría joderme. Te has equivocado de persona y de día.
Bosch hizo lo que le ordenaron y se acercó a la proa. Se agarró de la barandilla para mantener el equilibrio y se volvió para enfrentarse a su captor. Sin apartar la mirada de Bosch, McKittrick se dobló y recogió la cartera. Después fue al puente de mando y dejó la pistola encima de la consola. Bosch sabía que si intentaba algún movimiento, McKittrick llegaría antes. Éste se agachó para accionar algo y el motor arrancó.
– ¿Qué estás haciendo, McKittrick?
– Ah, ahora es McKittrick. ¿Qué ha pasado con el amistoso Jake? Bueno, vamos a ir a pescar. Querías pescar, eso es lo que haremos. Si tratas de saltar te dispararé en el agua. N o me importa.
– No voy a ninguna parte. Cálmate.
– Ahora, agáchate y desata el cabo de esa cornamusa. Tírala al muelle.
Cuando Bosch hubo terminado de cumplir la orden, McKittrick levantó la pistola y retrocedió tres pasos hacia la popa. Desató el otro cabo y desatracó el barco. Volvió al timón y puso suavemente el barco en marcha atrás. El yate se alejó del amarre. McKittrick viró y empezaron a moverse a través de la ensenada hacia la boca del canal. Bosch sentía que la cálida brisa salina le secaba el sudor en la piel. Decidió que saltaría en cuanto llegaran a mar abierto, o donde hubiera otros barcos con gente a bordo.
– Me sorprende que no vayas armado. ¿Qué clase de tipo dice que es un poli y luego va desarmado?
– Soy poli, McKittrick. Deja que me explique.
– No hace falta que lo hagas, muchacho, ya lo sé. Lo sé todo de ti.
McKittrick abrió la cartera con la placa y Bosch vio que examinaba la tarjeta de identificación y la placa dorada de teniente. La lanzó a la consola.
– ¿Qué sabes de mí, McKittrick?
– No te preocupes, todavía me quedan algunos dientes, Bosch, y también me quedan algunos amigos en el departamento. Después de que me avisó mi mujer hice una llamada. A uno de mis amigos. Te conoce. Estás de baja, Bosch. Involuntaria. Así que no sé a qué viene esa historia sobre terremotos que me has soltado. Me hace pensar que has cogido un trabajo por libre mientras estás de baja.
– Te equivocas.
– Sí, bueno, ya lo veremos. Cuando estemos en mar abierto vas a decirme quién te ha mandado o serás comida para los peces. Tú eliges.
– Nadie me ha enviado. He venido solo.
McKittrick golpeó con la palma la bola roja de la palanca del acelerador y el barco saltó hacia adelante. La proa se levantó y Bosch se agarró a la barandilla para no perder el equilibrio.
– ¡Mentira! -gritó McKittrick por encima del ruido del motor-. Eres un farsante. Has mentido antes y mientes ahora.
– Escúchame -gritó Bosch-. Dices que lo recuerdas todo del caso.
– Lo hago, maldita sea. No puedo olvidado.
– Para el motor.
McKittrick tiró hacia sí de la palanca. El barco se niveló y el ruido se redujo.
– En el caso de Marjorie Lowe te tocó el trabajo sucio. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas a qué llamamos el trabajo sucio? Tenías que avisar al familiar más próximo. Tuviste que decírselo al niño. En McClaren.
– Eso estaba en los informes, Bosch, así que…
Se detuvo y miró a Bosch durante un largo momento. Entonces abrió la cartera de la placa y leyó el nombre. Volvió a mirar a Bosch.
– Recuerdo ese nombre. La piscina. Tú eres el niño.
– Yo soy el niño.
McKittrick dejó que el barco fuera a la deriva por los bajíos de Little Sarasota Bay mientras Bosch le contaba la historia. El ex policía no formuló ninguna pregunta. Se limitó a escuchar. En un momento en que Bosch hizo una pausa, abrió la nevera que su mujer le había preparado y sacó dos cervezas. Le pasó una a Bosch. La lata estaba helada.
Bosch no abrió la lata hasta que terminó de contar la historia. Le había relatado a McKittrick todo lo que sabía, incluso la parte no esencial de su disputa con Pounds. Tenía una corazonada, basada en la rabia y en el comportamiento extraño de McKittrick, de que se había equivocado con el policía retirado. Había viajado a Florida creyendo que iba a encontrarse a un poli corrupto o estúpido, y no estaba seguro de qué le desagradaría más. Sin embargo, McKittrick era un hombre atormentado por los recuerdos y por los demonios de elecciones mal hechas hacía muchos años. Bosch pensó que la piedrecita todavía tenía que salir del zapato y que su propia honradez era la mejor forma de sacarla.
– Bueno, ésta es mi historia -dijo al final-. Espero que tu mujer haya puesto más de dos cervezas.
Abrió la lata y se bebió más de la tercera parte de un trago. Sentida resbalar por la garganta en el sol de la tarde era una sensación deliciosa.
– Ah, hay muchas más -replicó McKittrick-. ¿Quieres un sándwich?
– Todavía no.
– No, ahora lo que quieres es mi historia.
– Para eso he venido.
– Bueno, vamos a pescar.
McKittrick volvió a poner en marcha el motor y siguieron un sendero de boyas a través de la bahía en dirección sur. Al final, Bosch recordó que tenía gafas de sol en el bolsillo de la americana y se las puso.
El viento le golpeaba desde todas las direcciones y ocasionalmente su calidez se veía interrumpida por una brisa fría que se levantaba de la superficie del agua. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Bosch había salido en barco o incluso desde que había ido a pescar. Teniendo en cuenta que veinte minutos antes había estado encañonado por un arma, se sentía bastante bien.
Cuando la bahía se estrechaba hasta convertirse en un canal, McKittrick volvió a tirar hacia sí de la palanca del acelerador y moderó la velocidad. Saludó a un hombre que estaba en el puente de un yate gigante anclado a un restaurante de la orilla. Bosch no podía saber si conocía al hombre o se trataba de un saludo de buena vecindad.
– Llévalo en línea con el farol del puente.
– ¿Qué?
– Llévalo.
McKittrick se retiró del timón y se dirigió a la proa del barco. Bosch rápidamente se situó tras el timón, avistó el farol rojo que colgaba en el punto medio de un puente levadizo situado media milla más adelante, y ajustó el timón para alinear el barco. Miró por encima del hombro y vio que McKittrick sacaba una bolsa de plástico llena de morralla de un compartimiento que había en la cubierta.
– A ver a quién tenemos aquí hoy -dijo.
Fue a un lado del barco y se inclinó por encima de la borda.
Bosch vio que empezaba a palmear en el costado del Trophy. McKittrick se levantó, observó el agua durante unos diez segundos y repitió el palmoteo.
– ¿Qué pasa? -preguntó Bosch.
Justo cuando lo dijo, un delfín saltó del agua por la popa de babor y volvió a zambullirse a menos de un metro y medio del lugar en el que estaba McKittrick. Fue como un borrón gris resbaladizo, y en un primer momento Bosch no supo con exactitud lo que había ocurrido. Sin embargo, el delfín no tardó en volver a emerger al lado del barco, con el morro fuera del agua y castañeteando. Sonaba como si se estuviera riendo. Mc Kittrick lanzó dos de los pescaditos de morralla a su boca abierta.
– Éste es Sargento, mírale las cicatrices.
Bosch echó un rápido vistazo al puente de mando para asegurarse de que seguían razonablemente en ruta y retrocedió hasta la popa. El delfín continuaba allí. McKittrick señaló al agua por debajo de la aleta dorsal del animal. Bosch vio tres listas blancas que acuchillaban su suave lomo gris.
– Una vez se acercó demasiado y le hirió una hélice. La gente de Mote Marine lo cuidó, pero le quedaron esos galones de sargento.
Bosch asintió mientras McKittrick alimentaba otra vez al delfín. Sin levantar la mirada para ver si seguían en ruta, McKittrick dijo:
– Será mejor que cojas el timón.