O C?sar o nada
O C?sar o nada читать книгу онлайн
Tras la aparici?n de sus ensayos literarios, reunidos bajo el t?tulo de La literatura en la construcci?n de la ciudad democr?tica (Cr?tica), simult?neamente, el padre del m?s popular de los detectives espa?oles de ficci?n incide en O C?sar o nada en otra novela de g?nero: la hist?rica. Tiene tambi?n sus reglas y limitaciones y permite suponer en el que la emprende un amplio conocimiento hist?rico del per?odo elegido. No se trata, en este caso, de la Espa?a de la inmediata postguerra (que ser?a tambi?n ya novela hist?rica y que V?zquez Montalb?n utiliz? en otras producciones marginales a la serie de Carvalho). En esta ocasi?n, la empresa hubo de resultarle mucho m?s dif?cil y compleja, porque se trata de narrar las intrigas de una Roma renacentista dominada por la familia valenciana de los Borgia. Los personajes que protagonizan la historia son complejos h?roes que hemos conocido a trav?s de la historia, la literatura y el arte.
Ninguno de los pecados de la ?poca est?n ausentes: la simon?a (la compra del papado por parte de Rodrigo Borja), los cr?menes de estado, las traiciones reales y el incesto atribuido a Lucrecia Borgia («conseguir?a ser a la vez hija, esposa y nuera de su padre, seg?n consta en los libelos de la estatua de Pasquino»). Permanece inc?lume el valor que los Borgia atribuyen a los lazos familiares. V?zquez Montalb?n, en la intimidad, les hace hablar a ratos en valenciano. Reproduce tambi?n poemas en italiano y abundantes citas latinas cl?sicas y b?blicas. La corte se lamenta de la invasi?n de los `catalanes`. Pero bajo el rico anecdotario que imprime inter?s a la narraci?n subyacen conceptos pol?ticos b?sicos: la ciudad-estado frente al Estado, el papel temporal del Papado, la necesidad de una Reforma que culminar?, tras la muerte de C?sar, en uno de sus descendientes, quien seguir? las huellas de San Ignacio de Loyola.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Tu primer marido sigue siendo un imbécil y el segundo, en paz descanse, era un inútil. ¿No sabes a qué jugamos, a qué juegas? A nuestra altura no podemos dejar que los sentimientos sean una rémora.
Nuestra vida tiene un sentido por encima de las emociones y de la moral al uso.
– La vuestra sí. La de nuestro padre, la tuya, sobre todo la tuya, César. Pero no la mía, ni la del pobre Joan, y bien lo pagó, ni la de Jofre, una caricatura de marido al lado de la poderosa Sancha.
– No disimules tu fortaleza.
Tú eres fuerte como nuestro padre, como yo. Te has de sumar a nuestro empeño. A nuestro sentido.
– ¿De qué sentido hablas?
César medita con las ropas lilas progresivamente enrojecidas por el crepúsculo, subrayados también los ángulos de su rostro, contemplado por Lucrecia como una presencia demoníaca pero que la seduce.
– Hace años nuestro padre salió de su pueblo, Xátiva, e inició un largo recorrido hacia el poder y la gloria. Podía haberse quedado mil veces en el camino, como una hormiga bajo la cólera de la Historia.
– La cólera de Dios.
– Dejémoslo en la Historia.
Yo he estudiado hecho por hecho, hito por hito de ese recorrido y no he visto Providencia alguna. Ha sido el éxito del saber y de la inteligencia individual. La fortuna se ha limitado a sancionar las evidencias. Y Rodrigo lo ha conseguido rodeado de enemigos, esperando el momento en que una gran familia le hiciera fuerte. Hoy esa familia existe a pesar de las bajas. Es también familia nuestra ese frágil duque de Gandía hijo de Joan al que su madre María Enríquez inculca odio eterno a los Borja. ¿Sabes con cuántas casas reales y nobles estamos emparentados? ¿Sabes que hay parientes nuestros en la conquista de las nuevas Indias descubiertas por Colón? ¿No te seduce formar parte de ese gran proyecto?
– ¿Con qué? ¿Con mi vagina?
¿Es mi vagina lo que va a contribuir al esplendor de los Borja?
Sonríe César y comenta.
– Quién sabe dónde está el cerebro, siquiera si tenemos más de un cerebro. Piensa con lo que quieras, pero piensa.
Estudia Lucrecia la reserva regocijada de su hermano.
– Quisiera hablarte como una mujer, como una mujer en cierto sentido madura y viuda. Una mujer a cuya viudez tú has contribuido.
¿Puedo?
La invita César con un gesto.
– Me he dado cuenta de que estáis construyendo un mundo guiado por el dinero, el sexo y la fuerza.
Pero siempre lleváis en el séquito a músicos y poetas, como lleváis en las batallas putas que recojan vuestra sífilis y enfermeros que seccionan las gangrenas o entierran a los muertos. ¿Qué relaciones tienes tú con tu mujer? Por todas partes se pregona que fornicaste hasta tres veces con ella en una noche.
– Cuatro.
– ¿Has vuelto a verla?
– No.
– Has tenido una hija. ¿La conoces?
– No.
– Se habla de que tienes una amante fija de nombre Fiammetta, de que has seducido por la fuerza a una joven noble que se llama Dorotea a la que paseas en tus campañas guerreras, que has usado a Catalina Sforza como un trofeo de conquista.
– ¿Es una maravillada lista de mi vida sexual o un memorial de agravios?
– Todo cuanto he dicho forma parte de la normalidad. No te hace peor ni mejor que a los demás. Eso es lo normal. Lo entiendo. Lo entiendo, César, pero me repugna.
No quiero ser la vagina de los Borja, la vagina perpetuamente enlutada de los Borja.
César parece contenidamente conmovido y va hacia su hermana para abrazarla, acariciarla, besarle la frente, los cabellos.
– Pensamos según vivimos.
A veces nos damos cuenta de que ya no es posible seguir obrando como antes y por eso vamos cambiando, pero muy poco a poco nos damos cuenta de que es necesario cambiar.
Tú no eres la vagina de los Borja. Tú ya tienes responsabilidades con la dinastía. Tienes un hijo natural. Otra consecuencia de tu matrimonio con Alfonso de Bisceglie. Son raíces futuras. Tuyas.
¿No les debes nada? ¿No forman parte de la empresa Borja? No puedes tener la mentalidad de la mujer de un comerciante.
– ¿Y yo?
– ¿Y yo? ¿Qué quiere decir ese yo que me lanzas como una acusación?
– Tú eres un hombre. Un conquistador. Un príncipe. Un césar.
Hay una cierta amargura en la voz de César.
– Yo sólo soy una apuesta. La última apuesta que le quedaba a nuestro padre. O César o nada.
No es sólo mi lema, también es el de Rodrigo, a su pesar.
Luego suspira y expira para expulsar los peores aires.
– Ayúdanos, Lucrecia.
– ¿A qué?
– A no fracasar.
Ante el retrato de Alfonso de Este, la enlutada Lucrecia piensa. La tarde parece solidarizarse con su melancolía. Habla sola en voz alta, pregunta a Adriana del Milá y se contesta a sí misma fingiendo la voz reposada de su tutora.
– Voy a hacerte una pregunta, Adriana.
– Dime, Lucrecia.
– ¿Por qué debo casarme con este hombre?
– Una mujer no puede hacer esa pregunta, una Borja aún menos, Lucrecia.
– Me han dicho que es un hombre mujeriego y que piensa cosas horribles de mí.
– ¿Quién puede pensar cosas horribles de mi niña?
Se le escapa una carcajada a Lucrecia y enfatiza la expresión "mi niña" ridiculizando a Adriana, ridiculizándose a sí misma. Las carcajadas le hacen llorar, para pasar a una grave seriedad con la que se levanta, arregla su tocado y tira del llamador para que acuda su ama de llaves. Habla entonces desde una actitud neutra con una voz desmotivada pero firme.
– Esta noche voy a cenar con mi tutora. Quiero que la cubertería sea de plata.
– ¿De plata?
– Sí. De plata.
Acepta la mujer la orden y nada más salir corre alborozada a comunicárselo al resto del servicio.
– ¡Cubiertos de plata!
La noticia encadenada al alborozo que va provocando llega hasta Adriana del Milá, que está maquillándose en su vestidor, y aunque los pringues blancos que cubren su rostro enmascaran su reacción, sus ojos se han agrandado y sus gestos se aceleran para completar cuanto antes su tocado. Es una Adriana del Milá especialmente amueblada la que se dirige hacia el comedor privado y observa crítica y expertamente la disposición de la cubertería y de los platos, las luces excesivas, tanto que hace retirar un candelabro. Vuelve a la puerta para desde allí comprobar el efecto global de la iluminación, y su atención se ve desviada porque Lucrecia ha entrado en el comedor.
Ya no viste de luto, lleva una corona de flores sobre sus cabellos rubios ondulados y es portadora del retrato de Alfonso de Este. La abraza Adriana, le besa las mejillas y Lucrecia devuelve los cariños con educada dedicación.
– ¡Es una de las noches más felices de mi vida, Lucrecia!
– ¿Por qué?
– ¡Cubiertos de plata! Eso quiere decir que abandonas el luto.
Y ese vestido. Y esas rosas.
¡Maravilloso, hija mía!
Pone encanto Lucrecia en su sonrisa y en los ademanes con que busca una repisa para colocar el retrato de Alfonso de Este.
– ¿Qué te parece, Adriana?
– Un poderoso caballero.
– Me han dicho que es un zafio.
– ¿Zafio, un duque de Ferrara?
– Me han dicho que debo casarme con él y no quiero.
– Una Borja no puede dar esa respuesta.
No le contesta Lucrecia y Adriana queda extrañada de su concentración, pero accede a la mesa, se sienta y aguarda el servicio mientras estudia a su pupila con ojos risueños.
– Me gusta tanto que hayas superado tu estado de postración…
– ¿Tú me quieres, Adriana?
La pregunta ha sorprendido a la Milá y trata de ganar tiempo llenándose los ojos de lágrimas y llevándose un pañuelo a los ojos.
– Sólo la pregunta me ofende.
Te he dedicado mi vida.
Lucrecia se levanta, va hacia Adriana, se arrodilla ante ella y hace caso omiso del enfurruñamiento de la mujer. Le coge la cara con las manos y la obliga a que la mire.
– Tu vida no me la has dedicado a mí, Adriana. No te engañes. No me engañes. Se la has dedicado a mi padre y no te pregunto por qué.
Mi padre decidió que creciera a tu lado, no al de Vannozza, y tú le obedeciste. ¿Por qué? ¿Porque así le predisponías a favor de tu marido, de la familia de tu marido, de los Orsini? ¿Incluso por eso le entregaste a tu nuera Giulia, a costa de los sentimientos de tu hijo Orso, el pobre Orso?
Se ha levantado Adriana trágica y comprueba si la tragedia que interpreta conmueve a Lucrecia.
No. No la conmueve. Sólo hay curiosidad en los ojos de la muchacha arrodillada. Se le cae la máscara a la tutora y envía a Lucrecia por primera vez una mirada de tú a tú.
– Has crecido, Lucrecia. Acabo de darme cuenta. Pero haces preguntas que tú misma deberías contestarte, sobre todo si te consideras una Borja.
– ¿Todo lo has hecho por los Borja?
La gravedad de la expresión de Adriana se carga de furia controlada, no lo suficiente como para no agacharse hacia Lucrecia, cogerla por los brazos y obligarla a ponerse en pie.
– Vamos a hablar cara a cara.
Es casi divertida la expresión de Lucrecia, grave la de Adriana, y desde esa gravedad hablará.
– ¿Qué sabes tú de lo que ha significado sobrevivir en esta ciudad? Yo he visto de niña a los Milá y a los Borja perseguidos por todos los asesinos a sueldo de Roma. Yo he oído el grito pidiendo que nos degollaran a todos los catalanes, y si ese grito ha desaparecido es porque tu padre se ha hecho respetar y ha conseguido que nos respetaran. Tu padre y tu hermano César.
– ¿A costa de la vida de Joan, de la de mi marido, de la de tantos cadáveres como arroja el Tíber?
¡Incluso de cadáveres de los Orsini! ¡De tu familia!
– ¿Hubieras preferido que esos cadáveres fueran los nuestros? ¿En qué mundo vives? Sólo la fuerza puede protegernos y nuestra razón ha sido, gracias a tu padre, la de la familia y la de la cristiandad.
¡Tú vive como una princesa irresponsable mientras los demás matamos y morimos por ti! ¡Nosotros hacemos la faena sucia y Lucrecia pasea coronada de flores blancas!
El énfasis de Adriana del Milá no cambia la actitud de Lucrecia. Se separa y vuelve al retrato de Alfonso de Este.
– Si se casa conmigo, ¿cuánto tiempo le calculas de vida, Adriana?
– ¿Tanto te importa?
– Me he convertido en la novia sangrienta y tengo ganas de vivir como otras mujeres, felices o infelices. En mi casa, rodeada de mis amigos, de mis poetas, de mis cortesanos, lejos de esta angustia que nos rodea. Día tras día. Quisiera adecuar mi vida a un reloj de arena, lenta, el más lento reloj de arena, la más lenta de las arenas lentas. Y contar muy de tarde en tarde mis muertos y los ajenos.