El Lugar Maldito
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Frank Pollard despierta en un callej?n sin saber m?s que su nombre y que una oscura fuerza diab?lica lo persigue para darle muerte. Abocado a una amnesia impenetrable acude al matrimonio de detectives Dakota para que investiguen su pasado. Bobbie y Julie se enfrentar?n al caso m?s extra?o de su carrera para acabar descubriendo que en el mundo de los vivos hay lugares m?s horrorosos que en el reino de los muertos.
Cuando Frank Pollard despierta en un oscuro callej?n apenas sabe m?s que su nombre y que algo, indefinible y horroroso, lo persigue para darle muerte. Tras huir y encontrar refugio en un motel se vuelve a sumergir en un sue?o del que despierta con las manos ba?adas de sangre. Aterrorizado por albergar tras su consciencia una realidad tan misteriosa como abominable intenta mantener su fr?gil vigilia, pero el cansancio y la desesperaci?n acaban por hacerle acudir a los Dakota, un joven y extrovertido matrimonio de detectives californianos.
Bobby y Julie impresionados por la extra?a dimensi?n del caso, deciden vigilar a Frank durante sus inexplicables fugas amn?sicas para desentra?ar el origen de su incomprensible perturbaci?n. Al penetrar en un mundo vedado a la l?gica y tr?nsido de una maldad insoportable, descubrir?n la trama fatal de una familia que madur? en su seno la crueldad m?s abominable para redimir al mundo con una estirpe de desquiciados redentores.
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– No apuesto. Creo que tienes razón.
La imagen transmitida al monitor parpadeó pero Rasmussen no se levantó del sillón de Ackroyd. De hecho, se arrellanó como si estuviera exhausto. Bostezó y se frotó ambos ojos con las palmas de las manos.
– Parece estar descansando, sacando fuerzas de flaqueza -dijo Bobby.
– Oigamos otra melodía mientras esperamos a que se mueva.
– Buena idea. -Bobby dio al reproductor de CD la consigna para comenzar-. Adelante la música. -Y se vio recompensado con In the Mood, de Glenn Miller.
En el monitor, Tom Rasmussen se levantó del sillón en el penumbroso despacho de Ackroyd. Bostezó otra vez, se desperezó y cruzó la habitación hacia los grandes ventanales que daban a la Michaelson Drive, la calle en donde estaba aparcado Bobby.
Si Bobby se hubiese deslizado hacia delante para asomarse por la cabina del conductor, probablemente habría visto a Rasmussen plantado allá arriba ante la ventana del segundo piso, perfilándose en el resplandor de la lámpara de mesa de Ackroyd y contemplando la noche. Sin embargo, permaneció donde estaba, dándose por satisfecho con la visión de la pantalla.
La orquesta de Miller tocaba una y otra vez el famoso Riff In the Mood extinguiéndose por momentos hasta casi desaparecer pero… retornando luego a pleno volumen para repetir el ciclo entero.
Por fin, en la oficina de Ackroyd, Rasmussen se apartó de la ventana y miró la cámara de seguridad que estaba montada en la pared. Pareció mirar directamente a Bobby como si se diera cuenta de que estaban observándole. Después, se acercó unos pasos a la cámara, sonriente.
– Alto la música -dijo Bobby. Y la orquesta de Miller enmudeció al instante. Y a Julie le dijo-: Aquí ocurre algo extraño…
– ¿Complicaciones?
Rasmussen se detuvo bajo la cámara de seguridad, todavía sonriendo. Sacó del bolsillo de su camisa militar una hoja de papel plegada, que desdobló para exponerla ante la lente. Allí había escrito un mensaje con negras letras mayúsculas: ADIÓS, TONTO DEL CULO.
– Complicaciones, a buen seguro -dijo Bobby.
– ¿Graves?
– No lo sé.
Un instante después lo supo: fuego de armas automáticas hizo vibrar la noche… él pudo oír los estampidos incluso a través de los auriculares… balas perforadoras atravesaron las paredes de la furgoneta.
Evidentemente, Julie captó los estampidos por sus auriculares.
– ¡No, Bobby!
– ¡Lárgate de ahí, chiquita! ¡Corre!
Mientras hablaba, Bobby se desembarazó de los auriculares y se tiró del sillón al suelo apretándose contra los tablones tanto como pudo.
Capítulo 3
Frank Pollard corrió desatado de una calle a otra, de un callejón a otro, acortando algunas veces por los jardines de las casas oscuras y silenciosas. En uno de los patios traseros, un perro enorme y negro de ojos amarillentos ladró y le persiguió furiosamente hasta una valla de madera, rasgándole ligeramente una pernera cuando él se encaramó por aquella barrera. El corazón le latía hasta dolerle y la garganta se le resecaba porque aspiraba grandes bocanadas de aire frío y seco con la boca abierta. Las piernas le dolían sobremanera. La bolsa le pesaba en el brazo derecho como si fuera de hierro y, con cada zancada que daba, el dolor le latía en la muñeca y la articulación del hombro. Pero no cejó ni miró hacia atrás porque intuyó que algo monstruoso le pisaba los talones, una criatura que jamás necesitaba descansar y que le transformaría en piedra si osaba ponerle la vista encima.
Al cabo de un rato, Frank cruzó una avenida carente de tráfico a hora tan tardía, y corrió hacia la entrada de otro complejo de apartamentos. Por una cancela pasó a otro patio, éste presidido en el centro por una piscina vacía con paredes agrietadas.
Aunque el lugar estaba a oscuras, Frank, cuya visión se había adaptado a la noche, pudo ver lo suficiente para evitar caer dentro. Buscó algún refugio. Quizás hubiese una lavandería comunitaria y pudiera forzar su cerradura para esconderse.
Había descubierto algo sobre sí mismo mientras huía de su desconocido perseguidor: pesaba quince o veinte kilos de más y estaba en baja forma. Ante todo, le urgía recobrar el aliento… y reflexionar.
Cuando pasaba velozmente ante las puertas de la planta baja, observó que dos o tres estaban abiertas, colgando de goznes herrumbrosos. Luego, vio que algunos cristales de las ventanas tenían resquebrajaduras, otros cuantos, boquetes, y otros cristales faltaban por completo. Por otra parte, la hierba estaba muerta, tan quebradiza como papel viejo, y los arbustos se marchitaban; una palmera desmochada se inclinaba en un ángulo precario. A todas luces, el edificio había sido abandonado y esperaba la llegada del equipo de demolición.
Frank llegó a unas escaleras de cemento medio derruidas y miró hacia atrás. Quienquiera… o lo que quiera que le siguiese, continuaba sin dejarse ver. Ascendió jadeando hasta los balcones del segundo piso y pasó de un apartamento a otro hasta encontrar una puerta entreabierta. Estaba alabeada; aunque los goznes parecían agarrotados funcionaron sin hacer demasiado ruido. Se deslizó adentro y cerró la puerta.
El apartamento era un pozo de sombras, profundas, negras como el petróleo. Una luz tenue, cenicienta, perfilaba las ventanas pero resultaba insuficiente para iluminar la habitación.
Frank aguzó el oído.
El silencio y la oscuridad tenían profundidades equiparables.
Se acercó cautelosamente a la ventana más próxima, frente al balcón y al patio. El marco conservaba sólo algunos fragmentos cortantes de vidrio, pero bajo sus pies crujieron muchos trozos de cristal. Pisó con cuidado para evitar cortarse y hacer el menor ruido posible.
Se detuvo ante la ventana y escuchó otra vez.
Quietud.
Cual ectoplasma gélido de algún fantasma indolente, una corriente de aire frío se deslizó perezosamente entre las puntas dentadas de cristal que todavía no habían caído del marco.
Frank vio su propio aliento fluctuando ante su nariz, cintas pálidas de vapor en la penumbra.
Nada rompió el silencio durante diez segundos, veinte, treinta, un minuto entero.
Quizás hubiese tenido éxito su huida.
Pero cuando Frank se disponía a apartarse de la ventana, oyó pasos fuera. En el extremo más alejado del patio. Por el paseo que conducía hasta allí desde la calle. Zapatos de suela dura golpearon el cemento, cada pisada despertó ecos retumbantes en las paredes estucadas de los edificios circundantes.
Frank se mantuvo inmóvil y procuró respirar por la boca como si esperase que el merodeador tuviera el oído de un gato montes.
Cuando el desconocido penetró en el patio desde el paseo de entrada, se detuvo. Tras una larga pausa, empezó a moverse otra vez; aunque los ecos superpuestos emitían sonidos engañosos, pareció caminar despacio en dirección norte, siguiendo la piscina, hacia las mismas escaleras por donde Frank había ascendido al segundo piso del edificio de apartamentos.
Cada paso deliberado, de milimétrica exactitud, semejaba el poderoso tictac del reloj de un verdugo, montado en la barandilla de una guillotina contando los segundos hasta la hora prevista para el descenso de la hoja.