Muerto Hasta El Anochecer
Muerto Hasta El Anochecer читать книгу онлайн
Sookie Stackhouse es una camarera con un inusitado poder para leer la mente. Su don es el origen de sus problemas. Siempre acaba sabiendo m?s de lo que le gustar?a de la gente que le rodea. De todos menos de Bill Compton, porque su mente, la de un vampiro qu? trata de reinsertarse en la sociedad, es absolutamente impenetrable. Cuando sus vidas se cruzan descubrir? que ya no hay vuelta atr?s. La aparici?n de un asesino en serie es la prueba definitiva para su confianza…
Con esta novela, Charlaine Harris demuestra hasta qu? punto su talento puede hacer que una casi imposible mezcla de vampiros, misterio, intriga y humor se convierta en una obra deliciosamente imprescindible.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
– No digas guarradas -le avisé-, no pienso escuchar cosas así.
Una vez más nos miramos el uno al otro en silencio. Tuve miedo de no volver a verlo nunca más. A1 fin y al cabo, su primera visita a Merlotte's no había sido todo un éxito, precisamente. Así que me esforcé por captar todos los detalles que pudiera. Atesoraría este encuentro y lo rememoraría durante mucho, mucho tiempo. Era algo especial, un premio. Quería tocar de nuevo su piel, porque no lograba recordar cómo era el tacto. Pero eso iría más allá de cualquier norma de educación, y además era posible que ante algo así le diera por empezar de nuevo con esa basura seductora.
– ¿Quieres beberte la sangre que han cogido?-me preguntó de manera inesperada-. Sería para mí un modo de mostrarte mi gratitud -hizo un gesto hacia los frasquitos bien tapados que habían quedado sobre el asfalto-. Se supone que mi sangre mejora vuestra vida sexual y vuestra salud.
– Estoy tan sana como un caballo -le respondí con sinceridad-, y no tengo vida sexual que mejorar. Haz lo que quieras con ella.
– Podrías venderla-sugirió, pero pensé que era solo por ver lo que le respondía a eso.
– No la tocaría ni loca -dije, sintiéndome insultada.
– Eres distinta-dijo-, ¿qué eres? -Por el modo en que me miraba, parecía estar repasando en su cabeza una lista de posibilidades. Para mi alivio, no pude oír ni una sola.
– Bueno, soy Sookie Stackhouse, y soy camarera-le respondí-. ¿Cuál es tu nombre?-pensé que al menos podía preguntarle eso sin parecer atrevida.
– Bill-dijo él.
Antes de poder evitarlo me eché a reír hasta doblarme por la mitad.
– ¡El vampiro Bill! -dije-. ¡Pensé que sería Antoine, o Basil, o Langford! ¡Pero Bill! -hacía tiempo que no me reía con tantas ganas-. Bueno, ya nos veremos, Bill, tengo que volver al trabajo. -Noté que la mueca tensa volvía a apoderarse de mi rostro al pensar en Merlotte's. Puse la mano sobre el hombro de Bill para apoyarme en él y poder levantarme. Era duro como la roca. Estuve de pie tan rápido que tuve que detenerme para no tropezar. Me miré los calcetines para asegurarme de que las vueltas estuvieran bien emparejadas, repasé mi uniforme en busca de algún roto provocado por la pelea con los Ratas y finalmente me sacudí el trasero, ya que había estado sentada sobre el sucio pavimento. Hice un gesto hacia Bill y comencé a cruzar el estacionamiento.
Había sido una noche estimulante, que dejaba tras de sí muchas cosas en las que pensar. Al pensar en ello casi me sentía tan alegre como indicaba mi sonrisa.
Pero Jason iba a enfadarse mucho con lo de la cadena.
Aquella noche, después de terminar el turno, volví en coche a casa, que solo está a unos seis kilómetros y medio al sur del bar. A1 regresar del estacionamiento, Jason ya se había ido (y también DeeAnne), y eso también había supuesto una buena noticia. Repasaba la noche mientras me acercaba a la casa de mi abuela, donde yo vivía. Estaba situada justo antes de llegar al cementerio de Tall Pines, del que sale una estrecha carretera comarcal de dos carriles. Mi retatarabuelo había construido la casa y tenía ideas muy firmes sobre la intimidad, así que para llegar a ella tenías que salir de la carretera comarcal a la altura de la entrada de la finca, atravesar una zona de bosque y entonces alcanzabas el claro donde estaba la casa.
Reconozco que no es ningún edificio histórico, ya que casi todas las partes antiguas han sido derribadas y reemplazadas a lo largo de los años, y desde luego tiene electricidad, sanitarios; aislamiento térmico y todas esas cosas modernas. Pero todavía conserva un tejado de estaño que brilla cegador los días de sol. Cuando hubo que reemplazar el tejado, yo quería ponerle tejas normales, pero mi abuela se negó. Y aunque yo pagaba la obra era su casa, así que naturalmente se puso estaño.
Histórica o no, yo llevaba viviendo en aquella casa desde los siete años, y la había visitado a menudo antes de eso, así que me era muy querida. Era tan solo una vieja y amplia casa familiar, demasiado grande para la abuela y para mí, me imagino. Tenía una amplia entrada cubierta por un porche enrejado y estaba pintada de blanco, porque la abuela era una tradicionalista de los pies a la cabeza. Anduve hasta la enorme sala de estar, llena de muebles deteriorados dispuestos como a nosotras más nos convenía, y crucé el pasillo hasta el primer dormitorio a la izquierda, el más grande.
Adele Hale Stackhouse, mi abuela, se recostaba en su alta cama, con un millón de almohadas rodeando sus flacos hombros. Vestía un camisón de algodón de largas mangas, a pesar del calor de aquella noche de primavera, y la lámpara de la mesita aún estaba encendida. Un libro descansaba sobre su regazo.
– Hola-dije.
– Hola' cielo.
Mi abuela es muy pequeña y muy vieja, pero sigue conservando el pelo fuerte, tan blanco que casi muestra unos debilísimos matices verdes. Durante el día lo lleva recogido a la altura del cuello, pero de noche se lo deja suelto o en trenzas. Miré la portada del libro.
– ¿Estás leyendo a Danielle Steele otra vez?
– Oh, esa mujer sí que sabe contar una historia. -Los grandes placeres de mi abuela eran leer a Danielle Steele, ver teleseries (que ella llamaba sus "historias") y asistir a las reuniones del millar de clubes a los que, al parecer, había pertenecido durante toda su vida adulta. Sus favoritos eran los Descendientes de los Muertos Gloriosos y la Sociedad Botánica de Bon Temps.
– Adivina lo que ha pasado esta noche -dije.
– ¿El qué? ¿Has tenido una cita?
– No -respondí, tratando de mantener una sonrisa en la cara-. Un vampiro ha venido al bar.
– ¡Ooh! ¿Tenía colmillos?
Había visto sus colmillos brillar bajo las luces del estacionamiento, mientras los Ratas lo desangraban, pero no había necesidad de explicarle eso a la abuela.
– Claro, pero estaban retraídos.
– Un vampiro aquí, en Bon Temps -la abuelita no estaba nada contenta con el asunto-. ¿Y ha mordido a alguien del bar?
– ¡Oh, no, abuela! Simplemente se sentó y se tomó un vaso de vino tinto. Bueno, lo pidió, pero no se lo tomó. Creo que solo buscaba algo de compañía.
– Me pregunto dónde se refugia.
– No creo que vaya a contarle eso a nadie.
– No -dijo la abuela, pensando en ello por un instante-, supongo que no. ¿Te gusta?
Esa sí que era una pregunta difícil. Reflexioné un poco.
– No lo sé. Parecía bastante interesante-dije con cautela.
– Me encantaría conocerlo-no me sorprendió que la abuela dijera eso, porque las cosas nuevas le gustaban casi tanto como a mí. No era una de esas reaccionarias que piensan que todos los vampiros están malditos, sin conocerlos siquiera-. Pero será mejor que me duerma ya. Estaba esperando a que llegaras para apagar las luces.
Me incliné para darle un beso y dije:
– Buenas noches.
Entorné su puerta al salir y oí el clic de la lámpara al apagarse. Mi gata, Tina, llegó de donde hubiese estado durmiendo hasta ese momento para frotarse contra mis piernas; la cogí en brazos y la acaricié un rato antes de sacarla para que pasara la noche fuera. Miré el reloj: eran casi las dos de la mañana, y la cama me llamaba.
Mi cuarto estaba justo al otro lado del pasillo respecto al de la abuela. Cuando usé por primera vez esa habitación, después de que murieran mis padres, la abuela trasladó hasta ella los muebles de mi cuarto de la otra casa, para que me sintiera más a gusto. Y allí estaban todavía, la cama individual y el neceser de madera blanca, y la pequeña cómoda.
Encendí mi propia lámpara, cerré la puerta y empecé a desvestirme. Me quedaban al menos cinco pantaloncitos negros y muchas, muchas camisetas blancas, ya que tendían a mancharse con suma facilidad. Y ni siquiera merecía la pena contar todos los pares de calcetines blancos que había enrollados en el cajón, así que esa noche no era necesario hacer la colada. Y estaba demasiado cansada para ducharme. Me lavé los dientes y me desmaquillé, me puse un poco de crema hidratante y me quité la cinta de la cabeza.