Los Pajaros De Bangkok
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Carvalho viaja a Tailandia requerido por una antigua amiga aficionada a los amantes y a los asuntos turbios. Confundido por una pista falsa, el detective desciende hasta los escenarios m?s s?rdidos de Bangkok. De todos modos, intuye que la soluci?n del caso, tan dram?tica como impredecible, llegar? con su retorno a Barcelona.
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– No es el momento de juzgarla. Es el momento de buscarla.
Carvalho se tragó las palabras que tenía en la boca, dio la espalda al chico y salió de la agencia. Tenía la sensación de haber atropellado a un pájaro o quizá a un conejo. A aquel conejillo blanco y gris, deslumbrado, que una noche se alzó sobre las patas traseras y le hizo un gesto con las delanteras que no le salvó la vida. El pequeño ruido del cuerpo contra el parachoques le dolió en el pecho durante kilómetros y kilómetros, a él, a un hombre que sabía lo que era matar y morir. ¿Quién era el conejo? No, no era Teresa. Eran Ernesto o su abuela, en los que había visto capacidad de amar a una mujer de cristal, a la vez transparente y quebradiza.
– ¡Que se vayan a tomar por culo!
Cruzó la calle. Se metió en una tienda de confección y se compró una chaqueta de tweed.
La prensa anunciaba la desarticulación de un golpe de Estado preparado para la víspera de las elecciones del 28 de octubre. De momento se había detenido a tres jefes militares, dos coroneles y un teniente coronel, y se conocía el plan general del golpe. A juzgar por el plan, los dos coroneles y el teniente coronel debían ser los encargados de llevar los bocadillos a los golpistas, pero el gobierno se mantenía en la prudente reserva que le había caracterizado desde el día en que nació y que, sin duda, podía acompañarle hasta el día en que muriera víctima de un golpe de Estado. El milagro de haber sobrevivido a la explosión de la primera materia existente en el universo se relativizaba en el Chad por la carencia de agua y en España por la generación espontánea de salvadores de la patria. En caso de golpe de Estado, Carvalho consideraba que su negocio iría mejor. La democracia liberaliza a las gentes y cada vez eran menos los maridos que buscaban o seguían a sus mujeres y los padres que le ponían tras la pista de adolescentes fugitivos de las oligarquías familiares. Sin duda las dictaduras dan una mayor clientela a los confesionarios, a los detectives privados y a los abogados laboralistas. Las contraindicaciones estéticas y éticas no iban con él. Ni siquiera le alcanzarían las salpicaduras de sangre ni los gemidos provocados por la represión. Estaba al margen del juego, como un tendero, exactamente igual que un tendero. Anduvo hasta el portal de la casa donde tenía el despacho, levantó la cabeza para ver a través de las ventanas la luz encendida por Biscuter y dio media vuelta. Mañana sería otro día. Pero fue media vuelta tardía o insuficiente porque allí, cortándole el paso, estaba Marta Miguel, con una expresión de sorpresa desigualmente repartida por el rostro. La boca decía oh, pero los ojos estudiaban a Carvalho como si hiciera ya tiempo que le estuvieran observando.
– ¡Caramba! ¡Ya es casualidad!
Carvalho asintió y quedó a la expectativa de lo que decidiera la mujer. Ni se justificó ni se despidió.
– ¿Sigue husmeando lo de Celia?
– No.
– Bien. Así me gusta, hombre. Parece que ha entrado en razón. ¿Sabe que la policía ha vuelto a llamarme? Claro, no puede saberlo. Era para preguntarme sobre posibles amistades de Celia. Parece que sospechan de un medio ligue que tuvo hace unos meses. ¿Qué iba a decirles yo? Yo apenas la conocía.
Carvalho asumió con un gesto lo poco que conocía Marta a Celia.
– Pero ya se sabe cómo es esa gente. Tienen ideas fijas.
– Si tuvieran ideas sueltas se dedicarían a otra cosa.
– ¿Ya se le ha quitado la perra?
– Soy un profesional. Y sólo acepto casos por encargo.
– Le invito a un café.
Era una propuesta pistoletazo para la que la mujer había reunido oscuras fuerzas internas.
– ¿Un café a estas horas? Podemos tomar un gimlet o un mojito en el Boadas. Basta subir Rambla arriba. Como es un capricho mío, invito yo.
– Ni hablar. Yo invito a lo que sea.
Marta Miguel caminaba a su lado como si fuera la primera vez que se veía obligada a compartir un paseo con un hombre. Ni se adecuaba a los pasos de Carvalho ni imponía su propio ritmo andarín, y en sus bandazos a veces daba con un hombro en Carvalho o se quedaba adelantada y entorpeciendo el paso a su acompañante.
– ¿A quién va a votar?
Preguntó la mujer después de ojear los titulares de los periódicos y revistas colgados en los quioscos de las Ramblas.
– En efecto, la temperatura es excelente, incluso impropia de la estación, lástima de la humedad.
La respuesta de Carvalho desconcertó a Marta y la hizo detenerse y coger a Carvalho por un brazo para que él no continuara avanzando.
– Le he preguntado a quién va a votar.
– A mí me ha parecido que decía: hace un tiempo excelente.
– Pues no se parece en nada.
– Por el tono de su voz se parecía en todo.
– ¿Insinúa que sólo puedo hablar del tiempo?
Carvalho consiguió reemprender la marcha sin preocuparse de si Marta salía de su voluntario atasco. Oyó su taconeo pesado y sintió la desocupación de aire provocada por su volumen al situarse de nuevo a su lado.
– Estoy hasta las narices de este país.
Dijo ella.
– Te pasas toda la juventud rompiéndote los codos para tener una carrera. Luego nada es como lo esperabas y además unos cuantos pueden dar el golpe de Estado cuando quieran y te meten en la cárcel o te queman los libros. ¿Sabe cuántos libros tengo?
– Todos.
– Eso es imposible. Pero tengo casi siete mil volúmenes. En mi casa apenas si hay sitio para mi madre y para mí. Todo lo demás lo ocupan los libros.
– ¿Por qué van a quemarle los libros los golpistas? ¿Se ha significado políticamente?
– No. Menos mal. No tuve tiempo para eso. Pero soy profesora de universidad y eso es sospechosísimo.
– Tranquilícese, al menos cuente con treinta mil cadáveres por delante del suyo.
Marta masticaba en el cerebro las palabras de Carvalho y reaccionó con indignación veinticinco metros después.
– ¡Oiga! El hecho de que no me haya metido en política no me impide tener mis ideas y mis sentimientos. Yo no toleraría una matanza de treinta mil personas, ni de las que sean.
– Matar sólo es un problema cualitativo. Si se viola el tabú una vez, la acción puede repetirse todas las veces que haga falta.
– Se puede matar por un impulso, por un arrebato, pero liquidar fríamente a gente y por ideas políticas…
– Matar es fácil.
– ¿Y usted qué sabe?
Carvalho jugueteó con las manos ante los ojos de Marta.
– Estas manos son manos asesinas. He sido agente de la CIA y he matado todo lo que he podido. Deje de pensar en los libros. Haga como yo. Quémelos. Ha llegado la hora del mojito.
Pero no pidió un mojito. Nada más acodarse en la barra del Boadas pidió un Singapur Sling a la dama blanca lunar con sonrisa de "cocktail" que estaba tras el mostrador. Marta Miguel dejó un mohín de asco como quien deja una mirada.
– Y eso ¿qué es?
– Un "cocktail" asiático inventado seguramente por un inglés.
– O sea que de asiático, nada.
– El nombre. Singapur está en Asia, creo.
– En efecto. Es un Estado libre situado en la punta de la península de Malasia.
– En los libros de geografía de mi infancia se llamaba península de Malaca. No sé por qué.
Marta quería algo suave y Carvalho solicitó un Alexandra. Él repitió el Singapur.
– ¿Siempre bebe tanto? Va a acabar con el hígado hecho polvo.
– Ya lo tengo.
– ¿Y le gusta tenerlo hecho polvo?
– No siento el menor afecto por mi hígado. Ni siquiera lo conozco. No nos han presentado.
– El hígado no es como el riñón, sólo se tiene uno.
– ¿Está usted segura?
El tercer Singapur puso luces portuarias en los ojos de Carvalho, lo que no le impidió comprobar que Marta consultaba la hora en el reloj.
– Tiene prisa.
– Es que mi madre está sola y a estas horas se va la señora que la cuida. Casi no puede moverse. Le invito a cenar. Tengo buenas cosas. Sé cocinar. No mucho, pero lo que sé hacer lo hago bien. Además tengo embutido del pueblo. Chorizos.