Cr?menes imperceptibles
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Pocos d?as despu?s de haber llegado a Oxford, un joven estudiante argentino encuentra el cad?ver de una anciana que ha sido asfixiada con un almohad?n. El asesinato resulta ser un desaf?o intelectual lanzado a uno de los l?gicos m?s eminentes del siglo, Arthur Seldom, y el primero de una serie de cr?menes. Mientras la polic?a investiga a una sucesi?n de sospechosos, maestro y disc?pulo llevan adelante su propia investigaci?n, amenazados por las derivaciones cada vez m?s riesgosas de sus conjeturas.
Cr?menes imperceptibles, que conjuga a los sombr?os hospitales ingleses con los juegos de lenguaje de Wittgenstein, al teorema de Godel con los arrebatos de la pasi?n y a las sectas antiguas de matem?ticos con el arte de los viejos magos, es una novela policial de trama aparentemente cl?sica que, en el sorprendente desenlace, se revela como un magistral acto de prestidigitaci?n.
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– Sólo por teléfono. Me pidió que escribiera en los términos más sencillos posibles la justificación del tercer símbolo, la ley de formación de la serie, como yo la imagino. Le envié desde Cambridge la explicación. Es apenas media página, contra ese informe tan… imaginativo que nos leyó. Creo que tiene un plan, pero seguramente todavía duda. Es interesante el poder de seducción de las conjeturas psiquiátricas. Aunque sean falsas o incluso absurdas resultan siempre más atractivas que un razonamiento puramente lógico. La gente tiene una resistencia natural, una desconfianza instintiva hacia los esquemas lógicos. Y aun con todas las razones equivocadas, en el fondo de esta resistencia, si uno estudia la formación histórica de la lógica en el cerebro humano, hay quizás algún fundamento.
Seldom había bajado insensiblemente la voz. Los murmullos a nuestro alrededor cesaron y las luces se atenuaron casi hasta extinguirse. Un poderoso haz blanco iluminó dramáticamente a los músicos en la glorieta. El director dio dos golpes breves sobre el atril, extendió la mano hacia el violinista y escuchamos la primera línea solitaria de la sonata que abría el programa, como una voluta de humo que se esforzaba por elevarse y se abría paso a tientas en el silencio.
Con extrema suavidad, como si recogiera en el aire hilos sutiles, el director hizo entrar en escena a Beth y a Michael, a los vientos, al piano, y por último al percusionista. Miré a Beth, aunque en realidad ni aun cuando escuchaba a Seldom había dejado de mirarla. Me pregunté si allí en el escenario estaría la verdadera conexión con Michael, pero parecían los dos absortos y reconcentrados, cada uno siguiendo la partitura y dando vuelta con rapidez las páginas. Cada tanto un brusco golpe de timbal me hacía levantar la mirada hacia el percusionista. Era, por mucho, el más anciano en la orquesta, un hombre muy alto, encorvado por la edad, con un bigote blanco ya algo amarillento en las puntas que alguna vez debió ser su orgullo. Tenía un aspecto vacilante y tembloroso que contrastaba con el vigor espasmódico de sus golpes, como si estuviera ocultando a la vista de los demás un incipiente mal de Parkinson. Noté que retiraba sus manos a la espalda después de cada golpe y que el director se esforzaba con una cómica seña por atemperar sus intervenciones. Hubo un crescendo majestuoso y el director marcó el cierre con un movimiento enérgico antes de darse vuelta para recibir, con una inclinación de cabeza, los primeros aplausos del público.
Le pedí a Seldom el programa. La pieza que venía a continuación era "Primavera Cheyenne", de Aaron Copland, la tercera de la serie de estaciones, para triángulo y orquesta. Le devolví el programa a Seldom, que le echó a su vez una rápida ojeada.
– Tal vez veamos aquí -me dijo susurrando por lo bajo- los primeros ruegos artificiales.
Seguí su mirada a lo alto, a los techos del palacio, donde se veían, confundidas con las esculturas del friso, las sombras movedizas de los hombres que preparaban las salvas. Se hizo un gran silencio, las luces sobre la orquesta se apagaron y el círculo del reflector iluminó solamente al viejo percusionista, que sostenía como una figura espectral el triángulo en alto. Escuchamos el tintineo hierático y lejano, que hacía recordar el goteo del deshielo en ríos de escarcha. Una luz con tonos naranja, que tal vez quería representar un amanecer, hizo reaparecer al resto de la orquesta. El triángulo se batió en un contrapunto con las flautas hasta que el tintineo desapareció del motivo principal, y el reflector se movió hacia el piano para abrir la segunda melodía. De a poco los demás instrumentos se fueron sumando en lo que parecía el lento desperezarse de flores que se abrían. La batuta del director marcó de pronto a los trombones el ritmo desenfrenado de caballos salvajes galopando en la pradera. Todos los instrumentos se fueron plegando a esta persecución enloquecida hasta que la batuta se elevó de nuevo hacia el pedestal del percusionista. El haz de luz volvió a enfocarlo, como si se esperara que viniera de allí el repique del climax , pero vimos, bajo esa luz blanca y descarnada, que algo estaba terriblemente mal.
El viejo, que aún tenía el triángulo en la mano, parecía esforzarse por boquear en el vacío. Soltó el triángulo, que dio una última nota en falso al caer, y bajó tambaleando de su tarima, seguido por el reflector, como si el ojo del iluminador no pudiera sustraerse a la fascinación horrenda de la escena. Lo vimos extender uno de sus brazos hacia el director en una muda imploración de ayuda y luego llevarse las dos manos al cuello, como si tratara de defenderse de una mano invisible que lo estuviera estrangulando sin piedad. Cayó de rodillas y hubo entonces un coro de gritos sofocados, mientras parte de la primera fila se levantaba de sus asientos. Vi que los músicos rodeaban al viejo, y pedían con desesperación un médico. Un hombre se abrió paso desde nuestra fila para llegar a la glorieta. Me puse de pie para dejarlo pasar y no pude contener el impulso irresistible de seguirlo. Petersen ya estaba sobre el escenario y vi que también Sacks había saltado con su arma a la glorieta desde un costado. El músico había quedado tendido boca abajo en una posición grotesca, con una de sus manos todavía en la garganta, la cara de un azul amoratado, como un animal marino que hubiera dejado de boquear. El médico dio vuelta el cuerpo, apoyó dos dedos en el cuello para revisar el pulso, y le cerró los ojos. Petersen, que se había inclinado en cuclillas a su lado, le mostró discretamente la credencial y conversó un momento con él. Después se movió hacia el pedestal abriéndose paso entre los músicos, buscó en el suelo y recogió con un pañuelo el triángulo que había quedado junto a un escalón. Me di vuelta y vi a Seldom de pie entre la gente que se había agolpado a mis espaldas. Noté que Petersen le hacía una seña para reunirse con él en dirección a las filas de asientos que se habían vaciado y retrocedí hasta quedar a su lado, pero no pareció registrar que lo seguía de regreso entre la gente. Estaba en completo silencio, con una expresión impenetrable, y caminó lentamente hacia nuestros asientos. Petersen, que había bajado por un costado del escenario, se acercaba hacia él desde el otro extremo de la fila. Seldom se detuvo de pronto, como si algo en su butaca lo hubiera dejado paralizado. Alguien había recortado dos frases del programa y los pedacitos de papel formaban sobre la silla un pequeño mensaje. Me incliné para leerlos antes de que el inspector pudiera apartarme. El primero decía "El tercero de la serie” [1] . El segundo era la palabra "triángulo".