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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Tampoco olvidaría Archimboldi la primera pregunta que le hizo Bubis tras las presentaciones de rigor:
– ¿Cuál es su verdadero nombre, porque usted, por supuesto, no se llama así?
– Ése es mi nombre -contestó Archimboldi.
A lo que Bubis respondió:
– ¿Cree usted que los años en Inglaterra o los años en general me han convertido en un estúpido? Nadie se llama así. Benno von Archimboldi. Llamarse Benno, en principio, resulta sospechoso.
– ¿Por qué? -quiso saber Archimboldi.
– ¿No lo sabe? ¿De verdad?
– Le prometo que no lo sé -aseguró Archimboldi.
– ¡Pues por Benito Mussolini, hombre de Dios! ¿Dónde tiene usted la cabeza?
En ese momento Archimboldi pensó que había perdido tiempo y dinero viajando a Hamburgo y se vio a sí mismo viajando esa misma noche en el nocturno Hamburgo-Colonia.
Con suerte, a la mañana siguiente estaría en su casa.
– Me pusieron Benno por Benito Juárez -dijo Archimboldi -, supongo que usted sabe quién era Benito Juárez.
Bubis sonrió.
– Benito Juárez -masculló, y siguió sonriendo-. Conque Benito Juárez, ¿eh? -dijo con un tono de voz algo más alto.
Archimboldi asintió con la cabeza.
– Pensé que me diría que en homenaje a San Benito.
– No conozco a ese santo -dijo Archimboldi.
– Yo, por el contrario, conozco a tres -dijo Bubis-. San Benito de Aniano, que reorganizó la orden de los benedictinos en el siglo nueve. San Benito de Nursia, que fundó la orden que lleva su nombre en el siglo sexto y a quien se le conoce como «Padre de Europa», un título peligrosísimo, ¿no le parece? Y San Benito el Moro, que era negro, de raza negra, quiero decir, nacido y muerto en Sicilia en el siglo dieciséis y perteneciente a la orden franciscana. ¿Cuál de los tres prefiere?
– Benito Juárez -dijo Archimboldi.
– ¿Y el apellido, Archimboldi, no querrá que me crea que en su familia todos se llaman así?
– Yo me llamo así -dijo Archimboldi a punto de dejar con la palabra en los labios a ese hombre pequeñito y malhumorado y salir sin despedirse.
– Nadie se llama así -le respondió Bubis con desgana-. Supongo que en este caso se trata de un homenaje a Giuseppe Archimboldo.
¿Y a santo de qué ese von? ¿Benno no se conforma con ser Benno Archimboldi? ¿Benno quiere dejar patente su pertenencia germánica? ¿De qué lugar de Alemania es usted?
– Soy prusiano -dijo Archimboldi mientras se levantaba dispuesto a irse.
– Espere un momento -refunfuñó Bubis-, antes de que se marche a su hotel quiero que vaya a ver a mi mujer.
– No me marcho a ningún hotel -dijo Archimboldi-, me vuelvo a Colonia. Le ruego que me entregue mi manuscrito.
Bubis volvió a sonreír.
– Ya habrá tiempo para eso -dijo.
Luego tocó un timbre y antes de que la puerta se abriera le preguntó por última vez:
– ¿De verdad no prefiere decirme su verdadero nombre?
– Benno von Archimboldi -dijo Archimboldi mirándolo a los ojos.
Bubis abrió las manos y las juntó, como si aplaudiera, pero sin ningún sonido, y luego la cabeza de su secretaria asomó en la puerta.
– Lleve al señor a la oficina de la señora Bubis -dijo.
Archimboldi miró a la secretaria, una chica rubia y con tirabuzones en el pelo, y cuando volvió a mirar a Bubis éste ya estaba enfrascado en la lectura de un manuscrito. Siguió a la secretaria. La oficina de la señora Bubis estaba al final de un largo pasillo. La secretaria llamó con los nudillos y luego, sin esperar respuesta, abrió la puerta y dijo: Anna, el señor Archimboldi está aquí. Una voz le ordenó que pasara. La secretaria lo cogió de un brazo y lo empujó hacia dentro. Después, tras dedicarle una sonrisa, se marchó. La señora Anna Bubis estaba sentada tras un escritorio virtualmente vacío (sobre todo en comparación con el escritorio del señor Bubis) en donde sólo había un cenicero, un paquete de cigarrillos ingleses, un encendedor de oro y un libro escrito en francés. Archimboldi, pese a los años transcurridos, la reconoció de inmediato. Era la baronesa Von Zumpe. Se quedó, sin embargo, quieto y decidido a no decir, al menos de momento, nada. La baronesa se quitó las gafas, antes, según recordaba Archimboldi, no usaba, y lo contempló con una mirada suavísima, como si le costara salir de aquello que estaba leyendo o pensando, o tal vez ésa era su mirada de siempre.
– ¿Benno von Archimboldi? -dijo.
Archimboldi asintió con la cabeza. Durante unos segundos la baronesa no dijo nada y se limitó a estudiar sus facciones.
– Estoy cansada -dijo-. ¿Le parece bien si salimos a pasear un rato, tal vez a tomarnos una taza de café?
– Me parece bien -dijo Archimboldi.
Mientras bajaban por las oscuras escaleras del edificio la baronesa le dijo, tuteándolo, que lo había reconocido y que estaba segura de que él también la había reconocido a ella.
– De inmediato, baronesa -dijo Archimboldi.
– Pero ha pasado mucho tiempo -dijo la baronesa Von Zumpe- y yo he cambiado.
– No en el aspecto físico, baronesa -dijo detrás de ella Archimboldi.
– Tu nombre, sin embargo, no lo recuerdo -dijo la baronesa-, eras el hijo de una de nuestras empleadas, eso sí lo recuerdo, tu madre trabajaba en la casa del bosque, pero tu nombre no lo recuerdo.
A Archimboldi le pareció divertida la manera que tenía la baronesa de nombrar a su antigua mansión solariega. La casa del bosque evocaba una casa de juguete, una cabaña, un refugio, algo que estaba lejos del correr del tiempo y que permanecía empotrado en una infancia voluntariosa y ficticia, pero seguramente amable e indemne.
– Ahora me llamo Benno von Archimboldi, baronesa -dijo Archimboldi.
– Bueno -dijo la baronesa-, has elegido un nombre muy elegante. Un poco disonante, pero con una cierta elegancia, sin duda.
Algunas calles de Hamburgo, como pudo apreciar Archimboldi mientras paseaban, estaban en peor estado que algunas de las calles más castigadas de Colonia, aunque en Hamburgo tuvo la impresión de que se esforzaban un poco más en los trabajos de reconstrucción. Mientras caminaban, la baronesa ligera como una colegiala que ha hecho novillos y Archimboldi llevando al hombro su bolsa de viaje, se contaron algunas de las cosas que a ambos les había sucedido después de su último encuentro en los Cárpatos. Archimboldi le habló de la guerra, aunque sin entrar en detalles, le habló de Crimea, del Kubán y de los grandes ríos de la Unión Soviética, le habló del invierno y de los meses que estuvo sin poder hablar, y de alguna forma, oblicuamente, evocó a Ansky, aunque sin mencionar su nombre.
La baronesa, por su parte, y como para contrapesar los viajes obligados de Archimboldi, le habló de sus propios viajes, todos voluntarios y buscados y por lo tanto felices, viajes exóticos a Bulgaria y Turquía y Montenegro y recepciones en las embajadas alemanas de Italia, España y Portugal, y le confesó que a veces intentaba arrepentirse del goce que había experimentado durante aquellos años, pero que por más que intelectualmente, o tal vez sería más apropiado decir moralmente, rechazaba esa actitud hedonista, la verdad era que su memoria, al evocarlos, aún se estremecía de placer.
– ¿Tú lo entiendes? ¿Tú puedes entenderme? -le preguntó mientras tomaban capuchinos y bizcochos en una cafetería que parecía salida de un cuento de hadas, al lado de un gran ventanal con vistas al río y a las suaves colinas verdes.
Entonces Archimboldi, en vez de decirle que la entendía o que no la entendía, le preguntó si sabía qué había ocurrido con el general rumano Entrescu. No tengo ni idea, dijo la baronesa.
– Yo sí -dijo Archimboldi-, si usted quiere se lo puedo contar.
– Adivino que nada bueno me dirás de él -dijo la baronesa -. ¿Me equivoco?
– No lo sé -admitió Archimboldi-, según cómo se mire es muy malo y según cómo no es tan malo.
– ¿Lo viste, tú lo viste? -susurró la baronesa mirando el río, donde en aquel momento se cruzaban dos embarcaciones, una rumbo al mar, la otra hacia el interior.