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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Al día siguiente de recibir la carta del señor Bubis, Archimboldi le escribió asegurándole que su novela no estaba comprometida con ninguna otra editorial y que el anticipo que el señor Bubis había prometido darle le parecía satisfactorio.
Poco después le llegó una carta del señor Bubis en donde lo invitaba a Hamburgo, para conocerlo personalmente y de paso proceder a la firma del contrato. En los tiempos que corren, decía el señor Bubis, no me fío del correo alemán ni de su proverbial puntualidad e infalibilidad. Y últimamente, sobre todo desde que volví de Inglaterra, he adquirido la manía de conocer personalmente a todos mis autores.
Antes del 33 publiqué, le explicaba, a muchas promesas de la literatura alemana y en 1940, en la soledad de un hotel londinense, comencé a matar el aburrimiento haciendo un cálculo de cuántos escritores de los que yo había publicado por primera vez se habían convertido en miembros del partido nazi, en cuántos se habían hecho SS, en cuántos habían publicado en periódicos violentamente antisemitas, en cuántos habían hecho carrera en la burocracia nazi. El resultado casi me llevó al suicidio, escribía el señor Bubis.
En vez de suicidarme me limité a abofetearme. De pronto se apagaron las luces del hotel. Yo seguí renegando y abofeteándome.
Cualquiera que me hubiera visto habría creído que estaba loco. De pronto me faltó el aire y abrí la ventana. Entonces se desplegó ante mí el gran teatro nocturno de la guerra: contemplé cómo bombardeaban Londres. Las bombas estaban cayendo cerca del río, pero en la noche parecían caer a pocos metros del hotel. El haz de luz de los reflectores cruzaba el cielo.
El ruido de las bombas era cada vez mayor. De vez en cuando una pequeña explosión, un fogonazo por encima de los globos protectores daba a entender, aunque tal vez no fuera así, que un avión de la Luftwaffe había sido alcanzado. Pese al horror que me rodeaba yo seguí abofeteándome e insultándome. Cabrón, cretino, mequetrefe, imbécil, patán, estúpido, ya ve, insultos más bien pueriles o seniles.
Después alguien llamó a mi puerta. Era un jovencísimo camarero irlandés. En un acceso de locura creí ver en sus facciones las facciones de James Joyce. Qué risa.
– Tié que cerrar los postigones, abue -me dijo.
– ¿Los qué? -dije yo rojo como la grana.
– La contrapuerta, viejo, y bajar volando al subsuelo.
Entendí que me ordenaba que bajara al sótano.
– Espere un momento, joven -le dije, y le alcancé un billete de propina.
– Su excelencia es un manirroto -me dijo antes de largarse -, pero ahora volando a las catacumbas.
– Vaya usted primero -le contesté-, ahora lo alcanzo.
Cuando se marchó volví a abrir la ventana y me puse a contemplar los incendios en los docks del río y luego me puse a llorar por lo que entonces creí una vida perdida y en un minuto salvada por los pelos.
Así que Archimboldi pidió permiso en el trabajo y viajó en tren a Hamburgo.
La editorial del señor Bubis estaba en el mismo edificio en que había estado hasta 1933. Los dos edificios vecinos se habían venido abajo por los bombardeos, así como varios edificios de la acera de enfrente. Algunos de los empleados de la editorial decían, a espaldas del señor Bubis, por supuesto, que éste había dirigido personalmente los raids aéreos sobre la ciudad.
O al menos sobre ese barrio en concreto. Cuando Archimboldi lo conoció el señor Bubis tenía setentaicuatro años y a veces daba la impresión de ser un hombre achacoso, de mal genio, avaro, desconfiado, un comerciante al que poco o nada le importaba la literatura, aunque por regla general su talante era muy distinto: el señor Bubis gozaba o hacía como que gozaba de una salud envidiable, nunca enfermaba, siempre estaba dispuesto a sonreír con cualquier cosa, solía mostrarse confiado como un niño y no era avaro aunque tampoco podía afirmarse que pagara a sus empleados con largueza.
En la editorial, además del señor Bubis, que hacía de todo, trabajaba una correctora, una administrativa, que llevaba asimismo las relaciones con la prensa, una secretaria, que solía ayudar a la correctora y a la administrativa, y un encargado de almacén, que raras veces estaba en el almacén, en el sótano del edificio, un sótano en el que el señor Bubis tenía que hacer constantes reformas pues el agua de la lluvia, en ocasiones, lo inundaba, y a veces hasta el agua de la capa freática, como explicaba el encargado del almacén, subía y se instalaba en el sótano en forma de grandes manchas de humedad, muy perjudiciales para los libros y para la salud de quien trabajara allí.
Además de estos cuatro empleados en la editorial solía encontrarse una señora de aspecto respetable, más o menos de la edad del señor Bubis, si no algo mayor, que había trabajado para éste hasta 1933, la señora Marianne Gottlieb, la empleada más fiel de la editorial, tanto que, según se decía, ella había sido la conductora del coche que había llevado a Bubis y a su mujer hasta la frontera holandesa, en donde tras ser registrado el vehículo por los policías de frontera, sin encontrar nada, habían seguido camino hasta Amsterdam.
¿Cómo habían logrado burlar Bubis y su mujer el control?
No se sabía, pero el mérito, en todas las versiones de la historia, siempre era achacado a la señora Gottlieb.
Cuando Bubis volvió a Hamburgo, en septiembre de 1945, la señora Gottlieb vivía en la pobreza más absoluta y Bubis, que para entonces ya había enviudado, se la llevó a vivir con él a su casa. Poco a poco la señora Gottlieb se fue recuperando.
Primero recobró la razón. Una mañana vio a Bubis y lo reconoció como su antiguo patrón, pero no dijo nada. Por la noche, cuando Bubis volvió del ayuntamiento, pues entonces trabajaba en asuntos políticos, se encontró con la cena hecha y con la señora Gottlieb, de pie junto a la mesa, esperándolo.
Aquélla fue una noche feliz para el señor Bubis y para la señora Gottlieb, aunque la cena terminase con la evocación del exilio y la muerte de la señora Bubis, y con un río de lágrimas por su tumba solitaria en el cementerio judío de Londres.
Después la señora Gottlieb recuperó algo de salud, que aprovechó para trasladarse a un pequeño departamento desde donde podía ver un parque destruido pero que en primavera reverdecía con la fuerza de la naturaleza, la mayor parte de las veces indiferente a los actos humanos, o no, según decía escéptico el señor Bubis, que acataba pero no compartía ese afán de independencia de la señora Gottlieb. Poco después ella le pidió ayuda para encontrar un trabajo, pues la señora Gottlieb era incapaz de estar sin hacer nada. Entonces Bubis la convirtió en su secretaria. Pero la señora Gottlieb, que nunca hablaba de ello, había recibido también su dosis de pesadilla e infierno y a veces, sin causa aparente, se le quebraba la salud y se ponía enferma con la misma velocidad con que luego se recuperaba.
Otras veces lo que se resentía era su equilibrio mental. En ocasiones Bubis tenía que entrevistarse con las autoridades inglesas en un sitio determinado y la señora Gottlieb lo enviaba hasta la otra punta de la ciudad. O le concertaba citas con nazis hipócritas e irredentos que pretendían ofrecer sus servicios al ayuntamiento de Hamburgo. O se ponía a dormir, como picada por la mosca del sueño, sentada en su oficina, con la sien apoyada sobre el secante de la mesa.
Motivos por los cuales el señor Bubis la sacó de allí y la puso a trabajar en el archivo de Hamburgo, en donde la señora Gottlieb tendría que lidiar con libros y legajos, en suma, papeles, algo a lo que ella, según supuso el señor Bubis, estaba más acostumbrada. De todas maneras, y aunque en el archivo eran más permisivos con las conductas extravagantes, la señora Gottlieb siguió manteniendo su actitud a veces errática y a veces de un ejemplar sentido común. Y también siguió visitando al señor Bubis, en horas que robaba al descanso, por si su presencia pudiera ser de alguna utilidad. Hasta que el señor Bubis se aburrió de la política y de los intereses municipales y decidió enfocar su actividad hacia lo que en el fondo lo había traído de regreso a Alemania: reabrir la editorial.