Zigzag
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“Muchos matar?an por ver el futuro. Otros morir?n por ver el pasado”.
Quienes conocen a Elisa Robledo, joven y brillante profesora de f?sica te?rica, presienten que algo extra?o se oculta tras esa mujer atractiva y aparentemente segura de s? misma. Aunque quiz? sea m?s correcto decir que nadie conoce a Elisa Robledo. Y es que guarda un secreto sobre unos experimentos ocurridos diez a?os atr?s, cuando colabor? con su idealizado y prestigioso profesor Blanes y un selecto grupo de cient?ficos en el desarrollo de la llamada “teor?a de cuerdas”, mediante la cual ser?a posible, partiendo de una imagen actual de cualquier lugar geogr?fico y proces?ndola por medio de un acelerador de part?culas, obtener otra imagen de ese emplazamiento en un tiempo pasado, ya sea reciente o remoto. As?, uno podr?a ser testigo en pleno siglo XXI del Jerusal?n de tiempos de Cristo o de cuando los dinosaurios poblaban la tierra.
Pero algo no sali? bien, y el experimento se zanj? con terribles resultados para los participantes en el mismo. Las consecuencias de esos experimentos no deja indemnes a las personas que “ven” esas secuencias, se producen unos extra?os fen?menos que llaman “desdoblamientos”, consecuencia del entrelazamiento entre el pasado reciente el presente. De esa realidad, aparentemente inofensiva, surge lo terror?ficamente inesperado, porque cada fracci?n de segundo somos alguien “distinto”.
Diez a?os despu?s, y tras la noticia de un horrible crimen, Elisa se da cuenta de que ha llegado el momento de huir si quiere salvar su vida. La v?ctima era uno de sus compa?eros en los experimentos. Y s?lo es el principio…
Somoza utiliza sus conocimientos como psiquiatra para elaborar este thriller cient?fico, centrado en experimentos f?sicos y protagonizado por f?sicos, donde el asesino no corresponde a un cuerpo o forma definida; sabemos del peligro que acecha a los personajes de la novela, pero no a ciencia cierta si se trata de algo real, si es producto de la imaginaci?n o si s?lo se aparece en sue?os o en esas “desconexiones” que sufren los protagonistas. En palabras del propio Somoza, “no hace falta buscar fantasmas ni cuestiones sobrenaturales, creo que la f?sica, adentrarse en el conocimiento que poseen los f?sicos hoy en d?a, es un caldo de cultivo muy bueno para cualquier escritor”. As?, el autor ha entrevistado y trabajado con profesionales del CSIC y profesores de f?sica de las Universidades Aut?noma y Complutense de Madrid para entender la f?sica y hac?rnosla entender a los lectores, de manera que algo tan complejo y tan oscuro para la mayor?a de nosotros llegue a ofrecernos una respuesta l?gica y una soluci?n inteligible a los problemas que se plantean en la novela. Realmente, es arriesgado elegir la f?sica como eje principal y motivo de desarrollo en la construcci?n de una novela de intriga; Somoza juega con la posible verosimilitud cient?fica para crear una atm?sfera inquietante, desasosegadora, que crea un universo extra?o que es par?bola de la naturaleza humana.
Como dec?a Montaigne, citado por Somoza, “s? bien de qu? huyo, pero ignoro lo que busco”. Y el lector piensa, ante tanta oscuridad que nos estampa el ser humano y sus acciones, en su ansia de dominar el universo, en la luz de esas estrellas que tarda millones de a?os en llegar a la Tierra.
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– Y tú estabas en casa, claro. Y el móvil estaría en tu habitación.
– Pero no tardaron mucho… Ellos…
– Oh -sonrió Ric Valente-. Tuvieron tiempo hasta de ponerte micros en la tapa del retrete, te lo aseguro. Podrán ser torpes, pero como siempre hacen lo mismo ya tienen cierta habilidad.
Habían llegado a la plaza de España. Valente giró en dirección a Ferraz. Conducía despacio, sin impacientarse con los atascos propios del viernes nocturno. Le había dicho a Elisa que el coche en el que iban era «seguro» (se lo había prestado una amiga para esa noche), pero agregó que lo que menos deseaba era que la policía lo detuviera y le pidiera la documentación. Elisa lo escuchaba pensando que, después de todo lo sucedido y lo que estaba oyendo, la posibilidad de una multa sería lo más insignificante de todo. Su cerebro era un nudo gordiano de dudas. A ratos miraba el perfil de ave rapaz de Valente preguntándose si estaría loco. Él pareció percatarse.
– Comprendo que te resulte difícil de creer, querida. Veamos si puedo aportar más pruebas. ¿Has sentido que te seguían personas semejantes de aspecto llamativo? No sé: pelirrojos, policías, barrenderos…
La pregunta la había dejado sin habla. Le pareció como si acabara de salir de lo que pensaba que había sido una pesadilla y alguien le probara que se trataba de la realidad. Cuando terminó de contar lo de los hombres de bigote gris vio a Valente lanzar una risa hueca al tiempo que frenaba ante un semáforo.
– Conmigo fueron mendigos. En el argot se llaman «señuelos perturbadores». No son ellos los que te vigilan realmente. De hecho, su misión consiste justo en lo opuesto: que tú te fijes en ellos. En las películas es frecuente que el protagonista se percate de que el tipo que finge leer el periódico o el hombre que aguarda el autobús lo están espiando, pero en la vida real solo ves a los «señuelos». Sé de lo que hablo -añadió, y orientó su blanco rostro hacia ella-. Mi padre es especialista en temas de seguridad. Dice que el uso de «señuelos» es pura psicología: si crees que te vigila gente con bigote gris, tu cerebro buscará de forma inconsciente tipos así y descartará a cualquier otro que no tenga esa característica. Luego te convences de que es una paranoia, bajas la guardia y ya no te llaman tanto la atención otros detalles extraños. Y, mientras, los espías reales se dan un festín contigo. Aunque supongo que hoy les hemos dado esquinazo.
Elisa estaba impresionada. Lo que Valente le contaba era justo lo que ella había experimentado durante los últimos días. Iba a preguntar otra cosa cuando sintió que el coche se detenía. Valente había estacionado con rapidez junto a un contenedor. Entonces echó a caminar calle abajo, hacia Pintor Rosales. Ella se acomodó a su paso, aún aturdida. Ignoraba adónde se dirigían (ya lo había preguntado una vez sin obtener respuesta, y tenía demasiadas dudas importantes aguardando detrás como para repetir la pregunta), pero lo siguió sin protestar mientras intentaba encajar mentalmente las fantásticas piezas de aquel enigma.
– Dices que nos vigilan… Pero ¿quién? ¿Y por qué?
– No lo sé con certeza. -Valente caminaba con las manos en los bolsillos y sumido en aparente calma, pero a Elisa le parecía que iba muy deprisa, como si la tranquila exactitud de sus pasos constituyera para ella otra forma de velocidad-. ¿Has oído hablar de ECHELON?
– Me suena. Leí algo sobre eso hace tiempo. Es una especie de… sistema de vigilancia internacional, ¿no?
– Es el sistema de vigilancia más importante del mundo, querida. Mi padre ha trabajado para ellos, por eso lo conozco bien. ¿Sabías que todo lo que dices por teléfono, o compras con tarjeta, o buscas en Internet, queda registrado y es examinado y filtrado por ordenadores? Cada uno de nosotros, cada ciudadano de cada país, es estudiado por ECHELON con una minuciosidad directamente proporcional a nuestro grado de presunta peligrosidad. Si los ordenadores deciden que somos dignos de interés, nos clavan una chincheta roja y empiezan a rastrearnos en serio: señuelos, micros… Toda la parafernalia. Eso es ECHELON, el Gran Hermano del mundo. Vigilemos nuestro propio culo, dicen, no vaya a ser que lo apoyemos sobre un cristal roto. El 11-S y el 11-M nos han dejado a todos como Adán y Eva en el paraíso: en pelotas y controlados. No obstante, ECHELON pertenece a los anglosajones, particularmente a Estados Unidos. Pero mi padre me contó hace tiempo que en Europa ha surgido algo parecido, un sistema de vigilancia que usa tácticas similares a las de ECHELON. Quizá sean ellos.
– Te oigo y me parece… Perdona, pero… ¿Por qué iban a vigilarnos, ECHELON o nadie, a nosotros dos… a ti y a mí?
– No lo sé. Es lo que pretendo averiguar con tu ayuda. Pero tengo una sospecha.
– ¿Cuál?
– Que nos vigilan porque somos los primeros del curso de Blanes.
Elisa no pudo evitar la risa. Era cierto que los grandes estudiantes de física tenían rarezas, pero lo de Valente le parecía excesivo.
– Estás de cachondeo -dijo.
Valente se detuvo de improviso en la acera y la miró. Vestía, como era frecuente en él, de manera llamativa: vaqueros blancos y un jersey marfil con un cuello tan ancho que uno de sus huesudos hombros se hallaba desnudo. Los cabellos pajizos le caían hasta los ojos. Ella percibió una leve irritación en sus palabras.
– Oye, tía: he organizado este encuentro con mucho cuidado. Llevo una semana entera enviándote esos dibujitos y confiando en que fueras lo bastante lista para captar el mensaje, ¿vale? Si sigues sin creerme, allá tú. No perderé más tiempo contigo.
Giró en redondo, alzó el puño y golpeó una puerta. Elisa pensó que la vida junto a Valente Sharpe sería cualquier cosa menos aburrida. La puerta se abrió, revelando la penumbra de un pasillo y las facciones oscuras de un hombre. Valente cruzó el umbral y se volvió hacia ella.
– Si quieres pasar, hazlo ahora. Si no, lárgate cagando leches.
– ¿Pasar? -Elisa miró hacia la oscuridad. Los ojos del hombre de tez aceitunada la observaban con extraño brillo-. ¿Adónde?
– A mi casa. -Valente sonrió-. Lamento que sea la entrada de servicio. ¿Sigues ahí parada? Muy bien. -Y se volvió hacia el hombre-. Ciérrale la puerta en las narices, Faouzi.
La pesada madera retumbó ante ella. Pero casi de inmediato volvió a abrirse y el rostro divertido de Valente asomó detrás.
– Por cierto, ¿ya respondiste al cuestionario? ¿Cómo te lo hicieron rellenar a ti? ¿Fue el chaval que habló contigo la tarde de la fiesta? ¿Quién dijo ser? ¿Periodista? ¿Estudiante? ¿Un admirador?
Y esa vez, sí. Esa vez fue como si él le hubiese entregado la pieza que faltaba, la que había estado buscando inconscientemente desde el principio, y la imagen completa se le revelara sin obstáculos.
Una imagen exacta, obvia, espantosa.
De súbito Valente soltó una carcajada. Hacía más ruido con la sonrisa que con ella: su carcajada se limitaba a mostrar el paladar y la faringe fugazmente, al tiempo que los ojos se le empequeñecían.
– ¡Por la cara de idiota que pones, se diría que…! ¡No me digas que ese chico te gustaba! -Elisa permanecía completamente rígida, sin parpadear, sin respirar siquiera. Valente pareció animarse de pronto: como si la expresión de ella le deleitara-. Increíble, eres más estúpida de lo que había pensado… Podrás ser buena en matemáticas, pero en relaciones sociales eres tan sutil como una vaca, ¿verdad, querida? Qué gran decepción. Para ambos. -Hizo ademán de volver a cerrar la puerta-. ¿Entras o no?
Ella siguió inmóvil.