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Zigzag

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Zigzag
Название: Zigzag
Автор: Somoza Jos? Carlos
Дата добавления: 16 январь 2020
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Zigzag - читать бесплатно онлайн , автор Somoza Jos? Carlos

“Muchos matar?an por ver el futuro. Otros morir?n por ver el pasado”.

Quienes conocen a Elisa Robledo, joven y brillante profesora de f?sica te?rica, presienten que algo extra?o se oculta tras esa mujer atractiva y aparentemente segura de s? misma. Aunque quiz? sea m?s correcto decir que nadie conoce a Elisa Robledo. Y es que guarda un secreto sobre unos experimentos ocurridos diez a?os atr?s, cuando colabor? con su idealizado y prestigioso profesor Blanes y un selecto grupo de cient?ficos en el desarrollo de la llamada “teor?a de cuerdas”, mediante la cual ser?a posible, partiendo de una imagen actual de cualquier lugar geogr?fico y proces?ndola por medio de un acelerador de part?culas, obtener otra imagen de ese emplazamiento en un tiempo pasado, ya sea reciente o remoto. As?, uno podr?a ser testigo en pleno siglo XXI del Jerusal?n de tiempos de Cristo o de cuando los dinosaurios poblaban la tierra.

Pero algo no sali? bien, y el experimento se zanj? con terribles resultados para los participantes en el mismo. Las consecuencias de esos experimentos no deja indemnes a las personas que “ven” esas secuencias, se producen unos extra?os fen?menos que llaman “desdoblamientos”, consecuencia del entrelazamiento entre el pasado reciente el presente. De esa realidad, aparentemente inofensiva, surge lo terror?ficamente inesperado, porque cada fracci?n de segundo somos alguien “distinto”.

Diez a?os despu?s, y tras la noticia de un horrible crimen, Elisa se da cuenta de que ha llegado el momento de huir si quiere salvar su vida. La v?ctima era uno de sus compa?eros en los experimentos. Y s?lo es el principio…

Somoza utiliza sus conocimientos como psiquiatra para elaborar este thriller cient?fico, centrado en experimentos f?sicos y protagonizado por f?sicos, donde el asesino no corresponde a un cuerpo o forma definida; sabemos del peligro que acecha a los personajes de la novela, pero no a ciencia cierta si se trata de algo real, si es producto de la imaginaci?n o si s?lo se aparece en sue?os o en esas “desconexiones” que sufren los protagonistas. En palabras del propio Somoza, “no hace falta buscar fantasmas ni cuestiones sobrenaturales, creo que la f?sica, adentrarse en el conocimiento que poseen los f?sicos hoy en d?a, es un caldo de cultivo muy bueno para cualquier escritor”. As?, el autor ha entrevistado y trabajado con profesionales del CSIC y profesores de f?sica de las Universidades Aut?noma y Complutense de Madrid para entender la f?sica y hac?rnosla entender a los lectores, de manera que algo tan complejo y tan oscuro para la mayor?a de nosotros llegue a ofrecernos una respuesta l?gica y una soluci?n inteligible a los problemas que se plantean en la novela. Realmente, es arriesgado elegir la f?sica como eje principal y motivo de desarrollo en la construcci?n de una novela de intriga; Somoza juega con la posible verosimilitud cient?fica para crear una atm?sfera inquietante, desasosegadora, que crea un universo extra?o que es par?bola de la naturaleza humana.

Como dec?a Montaigne, citado por Somoza, “s? bien de qu? huyo, pero ignoro lo que busco”. Y el lector piensa, ante tanta oscuridad que nos estampa el ser humano y sus acciones, en su ansia de dominar el universo, en la luz de esas estrellas que tarda millones de a?os en llegar a la Tierra.

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– … una persona muy simpática. Dice que el hijo de su amiga ha sido compañero tuyo en la universidad. Hemos estado hablando mucho sobre ti.

Miró a su madre con ojos completamente vacíos.

– ¿Qué?

– Su nombre no te sonaría. Es una clienta nueva, y muy, muy bien relacionada… -Marta Morandé hizo una pausa para ingerir las pastillas adelgazantes que tomaba al medio día con un vaso de agua mineral-. Me dijo: «¿Es usted la madre de esa chica? Pues dicen que su hija es un genio». Aunque te moleste, te diré que presumí de ti con orgullo. Pero lo tuve fácil, porque la señora estaba que alucinaba contigo: quería saber cómo era la convivencia con un genio de las matemáticas…

– Ya. -De inmediato había comprendido por qué su madre se hallaba tan feliz. Los logros de Elisa solo le gustaban cuando podía presumir de ellos en su salón de belleza, ante una «clienta nueva muy, muy bien relacionada». Y, ahora que lo pensaba, ¿por qué podía decirse «clienta» y, en cambio, no podía decirse «genia»?

– «Y además, es guapísima, según me han contado», me dijo. Yo le dije: «Sí, es la chica perfecta».

– Podrías ahorrarte las ironías.

Inclinada ante la nevera abierta, Marta Morandé se volvió y la miró.

– Pues verás, si te soy sincera…

– No, por favor, no lo seas.

– ¿Puedo decir algo? -Elisa no contestó. Su madre se alzó mirándola con fijeza-. Cuando me hablan tan bien de ti, como han hecho hoy, me siento orgullosa, sí, pero no puedo evitar pensar cómo sería todo si, además de ser perfecta, te esforzaras por parecerlo…

– Para eso ya estás tú -replicó Elisa-. Eres… ¿Cómo lo llama ese libro de psicología religiosa que lees? ¿La virtud encarnada? No pienso invadir tu terreno.

Pero Marta Morandé prosiguió, como si no hubiese oído:

– Mientras escuchaba las maravillas que me decía esa señora sobre ti, estaba pensando: «Qué opinaría si supiera lo poco que mi hija lo aprovecha todo…». Hasta me dijo que, sin duda, te lloverían ofertas de trabajo, ahora que has acabado la carrera…

Se puso en guardia. Eso era terreno pantanoso y llevaba, sin remedio, a la ciénaga de una amarga discusión. Sabía que su madre estaba deseosa de que sus estudios «sirvieran» para algo, de verla ocupar algún tipo de puesto en algún tipo de empresa. Nada teórico encajaba en la mentalidad de Marta Morandé.

– ¿Adónde vas?

Elisa, que había iniciado la retirada, no se detuvo.

– Tengo cosas que hacer. -Empujó las puertas batientes y salió de la cocina al tiempo que oía:

– Yo también tengo cosas que hacer, y, ya ves, de vez en cuando pierdo el tiempo contigo.

– Es tu problema.

Cruzó el salón casi corriendo. Al ir a salir por la otra puerta tropezó con «la chica» y fue consciente de que llevaba el albornoz abierto, pero no le importó. Oyó los pasos de tacón a su espalda y decidió volver a enfrentarse a ella en el corredor.

– ¡Déjame en paz! ¿Quieres?

– Por supuesto -replicó su madre fríamente-. Es lo que más deseo hacer en este mundo. Pero se da la circunstancia de que tú también debes ir pensando en dejarme en paz…

– Te juro que lo intento.

– … y mientras no podemos dejarnos en paz mutuamente, te recuerdo que estás viviendo en mi casa y debes acatar mis reglas.

– Claro, lo que tú digas. -Era inútil: no tenía fuerzas ni deseos para luchar. Dio media vuelta, pero se detuvo al oírla de nuevo.

– ¡Qué opinión tan distinta tendría la gente de ti si supieran la verdad!

– Dímela tú -la desafió.

– Que eres una niña -dijo su madre sin alterarse. Nunca levantaba la voz: Elisa sabía que ella era buena calculando en matemáticas, pero para el cálculo de las emociones nadie supe raba a Marta Morandé-. Que tienes veintitrés años y aún eres una niña que no se preocupa por su aspecto, ni por conseguir un trabajo estable, ni por relacionarse con otras personas…

Una niña. -Las palabras fueron como un puño que la golpeara en el vientre-. Lo menos que puede esperarse de una niña es que tenga reacciones infantiles en clase.

– ¿Quieres que te pague el alojamiento? -murmuró apretando los dientes.

Su madre calló un instante. Pero replicó con perfecta calma:

– Sabes que no es eso. Sabes que solo deseo que vivas en el mundo, Elisa. Y aprenderás tarde o temprano que el mundo no es acostarte en esa pocilga de habitación a estudiar matemáticas, o pasearte casi desnuda por la casa mientras comes…

Cerró de un portazo cercenando aquella voz inflexible.

Pasó un tiempo indeterminado apoyada en la puerta, como si su madre tuviera la intención de echarla abajo de un empujón. Pero lo que oyó fueron los lujosos tacones alejándose, perdiéndose en el infinito. Entonces contempló los papeles y libros llenos de ecuaciones y dispersos por su cama y se tranquilizó un poco. Tan solo verlos le resultaba relajante.

De repente se quedó mirándolos absorta.

Creía comprender qué significaban aquellos mensajes.

Se sentó al escritorio, cogió papel, regla y lápiz.

Figuras llevando otras a la espalda. El soldado y la chica.

Realizó un esbozo repitiendo el mismo patrón: un muñeco llevaba a otro sentado sobre el hombro. Entonces, con un lápiz más fino, trazó tres cuadrados que abarcaban a las figuras dejando en el centro un área triangular. Contempló el resultado.

Zigzag - pic_7.jpg

Con una goma nueva borró cuidadosamente las figuras procurando modificar lo menos posible las líneas que había trazado debajo. Por último, completó los segmentos que había borrado sin querer:

Zigzag - pic_8.jpg

Cualquier estudiante de matemáticas conocía bien aquel diagrama. Se trataba del célebre postulado número cuarenta y siete del primer libro de los Elementos de Euclides, donde el genial matemático griego proponía una elegante manera de probar el teorema de Pitágoras. Era fácil demostrar que la suma de las áreas de los cuadrados superiores equivalía al área del inferior.

A lo largo de los siglos la prueba de Euclides se había popularizado entre los matemáticos con dibujos simbólicos alusivos, entre los cuales destacaba el de un soldado llevando a su novia a la espalda en una silla: aquel dibujo -la «silla de la novia» lo llamaban- le había dado la clave. Comprendió que el resto de las figuras tenían que haber sido entresacadas de un libro de arte relacionado con las matemáticas (¡no con el erotismo!). Incluso recordó haber visto un libro así en cierta ocasión.

Si eres quien crees ser, lo sabrás.

Se estremeció. ¿Podía ser cierto lo que imaginaba?

Nadie que no tuviese conocimientos matemáticos profundos habría establecido tal conexión entre las figuras. El anónimo remitente quería decir que solo alguien como ella hubiese sido capaz de dar con la solución. La conclusión le pareció obvia.

El mensaje es para mí.

Pero ¿qué significaba?

Euclides.

El vértigo de aquella nueva idea y las posibilidades que encerraba la aturdieron.

Encendió el ordenador, abrió el navegador y entró en la red. Accedió a la página de mercuryfriend.net y revisó la lista de anuncios de bares y clubes.

Se le secó la boca.

El anuncio del club «Euclides», en apariencia, era como los demás. Mostraba el nombre del local en grandes letras rojas y añadía: «Lugar selecto para un encuentro íntimo». Pero había algo escrito debajo:

Viernes 8 de julio, a las 23.15,

recepción especial: ven y hablemos. Te interesa.

Le costaba esfuerzo respirar.

El viernes 8 de julio era ese mismo día.

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