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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Y el taxista, un paquistaní, durante los primeros minutos los observó por el espejo retrovisor, en silencio, como si no diera crédito a sus oídos, y luego dijo algo en su lengua y el taxi pasó por Harmsworth Park y el Imperial War Museum, por Brook Street y luego por Austral y luego por Geraldine, dando la vuelta al parque, una maniobra a todas luces innecesaria.
Y cuando Norton le dijo que se había perdido y le indicó qué calles debía tomar para enderezar el rumbo el taxista permaneció, otra vez, en silencio, sin más murmullos en su lengua incomprensible, para luego reconocer que, en efecto, el laberinto que era Londres había conseguido desorientarlo.
Algo que llevó a Espinoza a decir que el taxista, sin proponérselo, coño, claro, había citado a Borges, que una vez comparó Londres con un laberinto. A lo que Norton replicó que mucho antes que Borges Dickens y Stevenson se habían referido a Londres utilizando ese tropo. Cosa que, por lo visto, el taxista no estaba dispuesto a tolerar, pues acto seguido dijo que él, un paquistaní, podía no conocer a ese mentado Borges, y que también podía no haber leído nunca a esos mentados señores Dickens y Stevenson, y que incluso tal vez aún no conocía lo suficientemente bien Londres y sus calles y que por esa razón la había comparado con un laberinto, pero que, por contra, sabía muy bien lo que era la decencia y la dignidad y que, por lo que había escuchado, la mujer aquí presente, es decir Norton, carecía de decencia y de dignidad, y que en su país eso tenía un nombre, el mismo que se le daba en Londres, qué casualidad, y que ese nombre era el de puta, aunque también era lícito utilizar el nombre de perra o zorra o cerda, y que los señores aquí presentes, señores que no eran ingleses a juzgar por su acento, también tenían un nombre en su país y ese nombre era el de chulos o macarras o macrós o cafiches.
Discurso que, dicho sea sin exagerar, pilló por sorpresa a los archimboldianos, los cuales tardaron en reaccionar, digamos que los improperios del taxista fueron soltados en Geraldine Street y que ellos pudieron articular palabra en Saint George’s Road. Y las palabras que pudieron articular fueron: detenga de inmediato el taxi que nos bajamos. O bien: detenga su asqueroso vehículo que nosotros preferimos apearnos. Cosa que el paquistaní hizo sin demora, accionando, al tiempo que aparcaba, el taxímetro, y anunciando a sus clientes lo que éstos le adeudaban. Acto consumado o última escena o último saludo que Norton y Pelletier, tal vez aún paralizados por la injuriosa sorpresa, no consideraron anormal, pero que rebalsó, y con creces, el vaso de la paciencia de Espinoza, el cual, al tiempo que bajaba, abrió la puerta delantera del taxi y extrajo violentamente de éste a su conductor, quien no esperaba una reacción así de un caballero tan bien vestido. Menos aún esperaba la lluvia de patadas ibéricas que empezó a caerle encima, patadas que primero sólo le daba Espinoza, pero que luego, tras cansarse éste, le propinó Pelletier, pese a los gritos de Norton que intentaba disuadirlos, las palabras de Norton que decía que con violencia no se arreglaba nada, que, por el contrario, este paquistaní después de la paliza iba a odiar aún más a los ingleses, algo que por lo visto traía sin cuidado a Pelletier, que no era inglés, menos aún a Espinoza, los cuales, sin embargo, al tiempo que pateaban el cuerpo del paquistaní, lo insultaban en inglés, sin importarles en lo más mínimo que el asiático estuviera caído, hecho un ovillo en el suelo, patada va y patada viene, métete el islam por el culo, allí es donde debe estar, esta patada es por Salman Rushdie (un autor que ambos, por otra parte, consideraban más bien malo, pero cuya mención les pareció pertinente), esta patada es de parte de las feministas de París (parad de una puta vez, les gritaba Norton), esta patada es de parte de las feministas de Nueva York (lo vais a matar, les gritaba Norton), esta patada es de parte del fantasma de Valerie Solanas, hijo de mala madre, y así, hasta dejarlo inconsciente y sangrando por todos los orificios de la cabeza, menos por los ojos.
Cuando cesaron de patearlo permanecieron unos segundos sumidos en la quietud más extraña de sus vidas. Era como si, por fin, hubieran hecho el ménage à trois con el que tanto habían fantaseado.
Pelletier se sentía como si se hubiera corrido. Lo mismo, con algunas diferencias y matices, Espinoza. Norton, que los miraba sin verlos en medio de la oscuridad, parecía haber experimentado un orgasmo múltiple. Por Saint George’s Road pasaban algunos coches, pero ellos eran invisibles a cualquiera que a aquella hora transitara a bordo de un vehículo. En el cielo no había ni una sola estrella. La noche, sin embargo, era clara: lo veían todo con detalle, incluso los contornos de las cosas más pequeñas, como si de pronto un ángel hubiese puesto sobre sus ojos unos lentes de visión nocturna. Sentían la piel tersa, suavísima al tacto, aunque en realidad los tres estaban sudando. Por un momento Espinoza y Pelletier creyeron que habían matado al paquistaní. Por la cabeza de Norton debió de pasar una idea parecida, pues se inclinó sobre el taxista y le buscó el pulso.
Moverse, agacharse, le dolió como si los huesos de sus piernas estuvieran desencajados.
Un grupo de personas salió por Garden Row cantando una canción. Se reían. Tres hombres y dos mujeres. Sin moverse, giraron la cabeza en aquella dirección y esperaron. El grupo empezó a caminar hacia donde estaban ellos.
– El taxi -dijo Pelletier-, vienen a por el taxi.
Sólo en ese momento se dieron cuenta de que la luz interior del taxi estaba encendida.
– Vamos -dijo Espinoza.
Pelletier cogió a Norton por los hombros y la ayudó a levantarse.
Espinoza se había sentado al volante y les daba prisa.
A empujones, Pelletier metió a Norton en el asiento posterior y luego entró él. El grupo de Garden Row avanzaba directo hacia el rincón donde yacía el taxista.
– Está vivo, respira -dijo Norton.
Espinoza puso en marcha el coche y salieron de allí. Al otro lado del Támesis, en una callecita cercana a Old Marylebone, abandonaron el taxi y caminaron durante un rato. Quisieron hablar con Norton, explicarle lo que había sucedido, pero ella ni siquiera les permitió que la acompañaran hasta su casa.
Al día siguiente buscaron en la prensa, mientras se servían un copioso desayuno en el hotel, alguna noticia sobre el taxista paquistaní, pero en ninguna parte lo mencionaban. Después de desayunar salieron en busca de los periódicos sensacionalistas.
Tampoco allí encontraron nada.
Llamaron por teléfono a Norton, la cual ya no parecía tan enojada como la noche anterior. Le aseguraron que era urgente que se vieran esa tarde. Que tenían algo importante que decirle.
Norton les contestó que ella también tenía algo importante que decirles. Para matar el tiempo salieron a dar una vuelta por el barrio. Durante unos minutos se entretuvieron contemplando las ambulancias que entraban y salían del Middlesex Hospital, alucinando con cada enfermo y herido que ingresaba, en cada uno de los cuales creían ver los rasgos del paquistaní a quien habían triturado, hasta que se aburrieron y se fueron a pasear, con la conciencia más tranquila, por Charing Cross hasta el Strand. Se hicieron, como es natural, confidencias. Abrieron mutuamente sus corazones. Lo que más les preocupaba era que la policía los buscara y finalmente los atrapara.
– Antes de abandonar el taxi -confesó Espinoza- borré mis huellas con el pañuelo.
– Ya lo sé -dijo Pelletier-, te vi e hice lo mismo: borré mis huellas y las huellas de Liz.
Recapitularon, cada vez con menor énfasis, la concatenación de hechos que los arrastraron a pegarle, finalmente, al taxista.
Pritchard, sin duda. Y la Gorgona, esa Medusa inocente y mortal, segregada del resto de sus hermanas inmortales. Y la amenaza velada o no tan velada. Y los nervios. Y la ofensa de aquel patán ignorante. Echaron de menos un aparato de radio, para enterarse de los sucesos de última hora. Hablaron de la sensación que ambos sintieron mientras golpeaban el cuerpo caído. Una mezcla de sueño y deseo sexual. ¿Deseo de follar a aquel pobre desgraciado? ¡En modo alguno! Más bien, como si se estuvieran follando a sí mismos. Como si escarbaran en sí mismos. Con las uñas largas y las manos vacías. Aunque si uno tiene las uñas largas tampoco se puede decir que tenga necesariamente las manos vacías. Pero ellos, en esa especie de sueño, escarbaban y escarbaban, desgajando tejidos y destrozando venas y dañando órganos vitales. ¿Qué buscaban? No lo sabían.