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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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– ¿El caballo Pegaso salió del cuerpo de Medusa? Joder -dijo Espinoza.
– Sí, Pegaso, el caballo alado, que para mí representa el amor.
– ¿Para ti Pegaso representa el amor? -dijo Espinoza.
– Pues sí.
– Es raro -dijo Espinoza.
– Bueno, son las cosas del liceo francés -dijo Pelletier.
– ¿Y tú crees que Pritchard sabe estas cosas?
– Es imposible -dijo Pelletier-, aunque vaya uno a saber, pero no, no creo.
– ¿Entonces qué conclusión sacas?
– Pues que Pritchard me pone, nos pone, en guardia contra un peligro que nosotros no vemos. O bien que Pritchard quiso decirme que sólo tras la muerte de Norton yo encontraré, nosotros encontraremos, el amor verdadero.
– ¿La muerte de Norton? -dijo Espinoza.
– Claro, ¿es que no lo ves?, Pritchard se ve a sí mismo como Perseo, el asesino de Medusa.
Durante un tiempo, Espinoza y Pelletier anduvieron como espiritados. Archimboldi, que volvía a sonar como claro candidato al Nobel, los dejaba indiferentes. Sus trabajos en la universidad, sus colaboraciones periódicas con revistas de distintos departamentos de germánicas del mundo, sus clases e incluso los congresos a los que asistían como sonámbulos o como detectives drogados, se resintieron. Estaban pero no estaban. Hablaban pero pensaban en otra cosa. Lo único que les interesaba de verdad era Pritchard. La presencia ominosa de Pritchard que rondaba a Norton casi todo el tiempo. Un Pritchard que identificaba a Norton con Medusa, con la Gorgona, un Pritchard del que ellos, espectadores discretísimos, apenas sabían nada.
Para compensarlo empezaron a preguntar por él a la única persona que podía darles algunas respuestas. Al principio Norton se mostró renuente a hablar. Era profesor, tal como habían supuesto, pero no trabajaba en la universidad sino en una escuela de enseñanza secundaria. No era de Londres sino de un pueblo cercano a Bournemouth. Había estudiado en Oxford durante un año, y luego, incomprensiblemente para Espinoza y Pelletier, se había trasladado a Londres, en cuya universidad terminó sus estudios. Era de izquierdas, de una izquierda posible, y según Norton en alguna ocasión le había hablado de sus planes, que nunca se concretaban en una acción definida, de ingresar en el Partido Laborista. La escuela donde daba clases era una escuela pública con una buena porción de alumnos procedentes de familias de inmigrantes. Era impulsivo y generoso y no tenía demasiada imaginación, algo que Pelletier y Espinoza ya daban por sentado. Pero esto no los tranquilizaba.
– Un cabrón puede no tener imaginación y luego realizar un único acto de imaginación, en el momento más inesperado -dijo Espinoza.
– Inglaterra está llena de cerdos de esta especie -fue la opinión de Pelletier.
Una noche, mientras hablaban por teléfono desde Madrid a París, descubrieron sin sorpresa (la verdad es que sin un ápice de sorpresa) que ambos odiaban, y cada vez más, a Pritchard.
Durante el siguiente congreso al que asistieron («La obra de Benno von Archimboldi como espejo del siglo XX», un encuentro de dos días de duración en Bolonia, copado por los jóvenes archimboldianos italianos y por una hornada de archimboldianos neoestructuralistas de varios países de Europa) decidieron contarle a Morini todo lo que les había pasado en los últimos meses y todos los temores que abrigaban con respecto a Norton y Pritchard.
Morini, que estaba un poco más desmejorado que la última vez (aunque ni el español ni el francés se dieron cuenta), los escuchó pacientemente en el bar del hotel y en una trattoria cercana a la sede del encuentro y en un restaurante carísimo de la parte vieja de la ciudad y paseando al azar por las calles boloñesas mientras ellos empujaban su silla de ruedas sin dejar de hablar en ningún momento. Al final, cuando quisieron recabar su opinión sobre el embrollo sentimental, real o imaginario, en el que estaban metidos, Morini sólo preguntó si alguno de ellos, o ambos, le había preguntado a Norton si amaba o si se sentía atraída por Pritchard. Tuvieron que confesar que no, que por delicadeza, por tacto, por finura, por consideración a Norton, en fin, no se lo habían preguntado.
– Pues teníais que haber empezado por ahí -dijo Morini, que aunque se sentía mal, y mareado además por tantas vueltas, no dejó escapar ni un suspiro de queja.
(Y llegados a este punto hay que decir que es cierto el refrán que dice: cría fama y échate a dormir, pues la participación, ya no digamos el aporte, de Espinoza y Pelletier al encuentro «La obra de Benno von Archimboldi como espejo del siglo XX» fue en el mejor de los casos nula, en el peor catatónica, como si de pronto estuvieran desgastados o ausentes, envejecidos de forma prematura o bajo los efectos de un shock, algo que no pasó inadvertido para algunos de los asistentes acostumbrados a la energía que el español y el francés solían desplegar, a veces incluso sin miramientos, en este tipo de eventos, ni tampoco pasó inadvertida para la camada última de archimboldianos, chicos y chicas recién salidos de la universidad, chicos y chicas con un doctorado todavía caliente bajo el brazo y que pretendían, sin parar mientes en los medios, imponer su particular lectura de Archimboldi, como misioneros dispuestos a imponer la fe en Dios aunque para ello fuera menester pactar con el diablo, gente en general, digamos, racionalista, no en el sentido filosófico sino en el sentido literal de la palabra, que suele ser peyorativo, a quienes no les interesaba tanto la literatura como la crítica literaria, el único campo según ellos -o según algunos de ellos- en donde todavía era posible la revolución, y que de alguna manera se comportaban no como jóvenes sino como nuevos jóvenes, en la misma medida en que hay ricos y nuevos ricos, gente en general, repitámoslo, lúcida, aunque a menudo negada para hacer la O con un palito, y quienes, aunque advirtieron un estar y no estar, una presencia ausencia en el paso fugaz de Pelletier y Espinoza por Bolonia, fueron incapaces de apercibirse de lo que verdaderamente importaba: su absoluto aburrimiento por todo lo que se decía allí sobre Archimboldi, su forma de exponerse a las miradas ajenas, similar, en su falta de astucia, a los andares de las víctimas de los caníbales, que ellos, caníbales entusiastas y siempre hambrientos, no vieron, sus rostros de treintañeros abotargados por el éxito, sus visajes que iban desde el hastío hasta la locura, sus balbuceos en clave que sólo decían una palabra: quiéreme, o tal vez una palabra y una frase: quiéreme, déjame quererte, pero que nadie, evidentemente, entendía.) Así que Pelletier y Espinoza, que pasaron por Bolonia como dos fantasmas, en su siguiente visita a Londres le preguntaron a Norton, diríase que resollantes, como si no hubieran dejado de correr o de trotar, en sueños o en la realidad, pero ininterrumpidamente, si ésta, la querida Liz que no había podido ir a Bolonia, amaba o quería a Pritchard.
Y Norton les dijo que no. Y luego les dijo que tal vez sí, que era difícil dar una respuesta concluyente a este respecto.
Y Pelletier y Espinoza le dijeron que ellos necesitaban saberlo, es decir que necesitaban una confirmación definitiva. Y Norton les dijo que por qué ahora, precisamente, se interesaban por Pritchard.
Y Pelletier y Espinoza le dijeron, casi al borde de las lágrimas, que si no ahora, ¿cuándo?
Y Norton les preguntó si estaban celosos. Y entonces ellos le dijeron que hasta ahí podíamos llegar, que celosos en modo alguno, que tal como llevaban ellos su amistad acusarlos de tener celos casi era un insulto.
Y Norton les dijo que sólo era una pregunta. Y Pelletier y Espinoza le dijeron que no estaban dispuestos a responder a una pregunta tan cáustica o capciosa o mal intencionada.
Y luego se fueron a cenar y los tres bebieron más de la cuenta, felices como niños, hablando de los celos y de las funestas consecuencias de éstos. Y también hablando de la inevitabilidad de los celos. Y hablando de la necesidad de los celos, como si los celos fueran necesarios en medio de la noche. Para no mencionar la dulzura y las heridas abiertas que en ocasiones, y bajo ciertas miradas, son golosinas. Y a la salida tomaron un taxi y siguieron discurseando.