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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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– ¿Y ése quién es? -dijo el ex piloto.
– Es mi hijo mayor -dijo el cojo.
– Parece un pez jirafa -dijo el ex piloto, y se echó a reír.
Así pues, en 1933 Hans Reiter abandonó la escuela porque sus profesores lo acusaron de falta de interés y absentismo, lo cual era rigurosamente cierto, y sus padres y parientes le consiguieron un trabajo en un bote de pesca, de donde el patrón lo echó al cabo de tres meses, porque al joven Reiter le interesaba más mirar el fondo del mar que ayudarlo a echar las redes, y luego se puso a trabajar como peón de campo, de donde también lo echaron al poco tiempo por gandul, y de recogedor de turba y de aprendiz en una tienda de ferretería en el Pueblo de los Gordos y de ayudante de un campesino que iba a vender sus verduras hasta Stettin, de donde también lo despidieron, pues resultaba más una carga que una ayuda, hasta que finalmente lo pusieron a trabajar en la casa de campo de un barón prusiano, una casa que quedaba en medio de un bosque, junto a un lago de aguas negras, en donde también trabajaba la tuerta, quitando el polvo de los muebles y de los cuadros y de las enormes cortinas y de los gobelinos y de las diferentes salas, cada una con su nombre misterioso que evocaba etapas de una secta secreta, en donde el polvo se acumulaba irremediablemente, salas que, por otra parte, había que ventilar para que perdieran el olor a humedad y abandono que cada cierto tiempo se adueñaba de ellas, y también sacando el polvo de los libros de la inmensa biblioteca del barón, el cual rara vez leía alguno de sus ejemplares, libros antiguos que había preservado el padre del barón y que a éste le había legado el abuelo del barón, al parecer el único de aquella vasta familia que leía libros y que había inculcado en sus descendientes el amor por los libros, un amor que no se traducía en la lectura de éstos pero sí en la conservación de la biblioteca, que estaba exactamente igual, ni más grande ni más pequeña, a como la había dejado el abuelo del barón.
Y Hans Reiter, que no había visto en su vida tantos libros juntos, les quitaba el polvo, uno por uno, los trataba con cuidado, pero tampoco los leía, en parte porque con su libro de la vida marina ya tenía suficiente y en parte porque temía la aparición repentina del barón, que rara vez visitaba la casa de campo, ocupado como estaba con los asuntos de Berlín y de París, aunque de tanto en tanto aparecía por allí su sobrino, hijo de la hermana menor del barón prematuramente fallecida y de un pintor que se había instalado en el sur de Francia y al que el barón odiaba, un muchacho de unos veinte años que solía pasar una semana en la casa de campo, completamente solo, sin apenas importunar a nadie, y que se encerraba en la biblioteca sin límite de tiempo, leyendo y bebiendo coñac hasta que se quedaba dormido sobre el sillón.
Otras veces la que aparecía era la hija del barón, pero sus visitas eran más cortas, no duraban más de un fin de semana, aunque para la servidumbre ese fin de semana equivalía a un mes pues la hija del barón nunca llegaba sola sino con un séquito de amigos, en ocasiones más de diez, todos despreocupados, todos voraces, todos desordenados, que convertían la casa en algo caótico y ruidoso, pues sus fiestas diarias se prolongaban hasta la madrugada.
En ocasiones la llegada de la hija del barón coincidía con una estancia en la casa del sobrino del barón y entonces el sobrino del barón, pese a los ruegos de su prima, se marchaba casi de inmediato, a veces sin siquiera esperar la carretela tirada por un percherón que en casos así solía acompañarlo hasta la estación de trenes del Pueblo de las Chicas Habladoras.
La llegada de su prima provocaba en el sobrino del barón, de por sí tímido, un estado de envaramiento y de torpeza tal que la servidumbre, cuando comentaba los sucesos del día, no podía sino ser unánime en su juicio: él la amaba o él la quería o él desfallecía por ella o él sufría por ella, opiniones que el joven Hans Reiter escuchaba, comiéndose un pan con mantequilla, con las piernas cruzadas, y sin decir ni añadir una palabra, aunque la verdad era que él conocía mucho mejor al sobrino del barón, que se llamaba Hugo Halder, que el resto de los sirvientes, los cuales parecían ciegos ante la realidad o sólo veían lo que querían ver, es decir a un joven huérfano enamorado y agonizante y a una joven huérfana (aunque la hija del barón tenía padre y madre, como bien sabían todos) descocada y a la espera de una vaga, densa redención.
Una redención que olía a humo de turba, a sopa de col, a viento enredado en la espesura del bosque. Una redención que olía a espejo, pensó el joven Reiter, a punto de atragantarse con el pan.
¿Y por qué el joven Reiter conocía mejor al veinteañero Hugo Halder que el resto de la servidumbre? Pues por una razón muy sencilla. O por dos razones muy sencillas que, entrelazadas o combinadas, daban un retrato más completo y también más complicado del sobrino del barón.
Primera razón: él lo había visto en la biblioteca, mientras pasaba el plumero por los libros, él había visto, desde lo alto de la escalera móvil de la biblioteca, al sobrino del barón dormido, resoplando o roncando, hablando solo, pero no frases enteras como solía hacerlo la dulce Lotte sino monosílabos, jirones de palabras, partículas de insultos, a la defensiva, como si en el sueño estuvieran a punto de matarlo. Él había, también, leído los títulos de los libros que leía el sobrino del barón. La mayoría eran libros de historia, lo que quería decir que el sobrino del barón amaba o se interesaba por la historia, algo que al joven Hans Reiter, a primera vista, le parecía repulsivo. Pasarse toda la noche bebiendo coñac y fumando y leyendo libros de historia.
Repulsivo. Lo que lo llevaba a preguntarse: ¿y para eso tanto silencio? Y también había escuchado sus palabras cuando, por un ruido cualquiera, el ruido de un ratón o el suave raspado que hace un libro de lomo de cuero al ser devuelto a su lugar entre otros dos libros, se despertaba, palabras de desconcierto total, como si el mundo hubiera mudado de eje, palabras de desconcierto total y no de enamorado, palabras de sufriente, palabras que emanaban de una trampa.
La segunda razón tenía más peso aún. El joven Hans Reiter había acompañado, portándole las maletas, a Hugo Halder en una de las tantas ocasiones en que éste había decidido abandonar de prisa la casa de campo ante la repentina irrupción de su prima. Para llegar de la casa de campo a la estación de trenes del Pueblo de las Chicas Habladoras había dos caminos. Uno, el más largo, pasaba por la aldea Cerdo y por la Aldea Huevo y bordeaba en ocasiones los roqueríos y el mar. El otro, mucho más corto, transcurría a través de un sendero que partía en dos un inmenso bosque de robles y hayas y álamos para reaparecer en los alrededores del Pueblo de las Chicas Habladoras, junto a una fábrica abandonada de encurtidos, muy cerca de la estación.
La imagen es la siguiente: Hugo Halder camina por delante de Hans Reiter con el sombrero en la mano y observando con atención el techo del bosque, un vientre oscuro por el que se mueven sigilosos animales y aves que no acierta a reconocer.
Diez metros por detrás camina Hans Reiter con la maleta del sobrino del barón, que pesa demasiado y que por lo tanto se pasa, cada cierto tiempo, de una mano a la otra. De pronto ambos oyen el gruñido de un jabalí o de lo que ellos creen que es un jabalí. Tal vez sólo se trate de un perro. Tal vez lo que han oído sea el motor lejano de un coche a punto de averiarse. Estas dos últimas opciones son altamente improbables pero no imposibles. Lo cierto es que ambos, sin decirse nada, aceleran el paso y de pronto Hans Reiter tropieza y cae y también cae la maleta y ésta se abre y su contenido se desparrama por la senda oscura que atraviesa el bosque oscuro. Y junto con la ropa de Hugo Halder, que no se ha dado cuenta de la caída y que cada vez se aleja más, el joven y exhausto Hans Reiter distingue cubiertos de plata, candelabros, cajitas de madera lacada, medallones olvidados en los muchos aposentos de la casa de campo, que el sobrino del barón seguramente empeñará o malvenderá en Berlín.