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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Y mientras los pescadores hablaban la curiosidad irreprimible del joven Hans Reiter, o su locura, que a veces lo llevaba a hacer cosas que más valía no hacer, provocó que, sin previo aviso, se dejara caer del bote y se sumergiera en el fondo del mar tras las luces o la luz de aquellos o de aquel pez singular, y al principio los pescadores no se alarmaron ni se pusieron a gritar o a gemir pues todos conocían las peculiaridades del joven Reiter, sin embargo, al cabo de unos segundos sin avistar su cabeza, se preocuparon, pues aunque eran prusianos no instruidos también eran gente de mar y sabían que nadie puede aguantar sin respirar más de dos minutos (o algo así), en cualquier caso no un niño cuyos pulmones, por más alto que sea el niño, no son lo suficientemente fuertes como para ser sometidos a tal esfuerzo.
Y al final dos de ellos se sumergieron en aquel mar oscuro, un mar de manada de lobos, y bucearon alrededor del bote intentando localizar el cuerpo del joven Reiter, infructuosamente, por lo que tuvieron que salir y tragar aire y, antes de sumergirse otra vez, preguntar a los del bote si el mocoso ya había salido.
Y entonces, bajo el peso de la respuesta negativa, volvieron a desaparecer entre las olas oscuras que evocaban animales del bosque y uno que no lo había hecho se les unió, y fue éste quien a unos cinco metros de profundidad vio el cuerpo del joven Reiter que flotaba como un alga desenraizada, hacia arriba, albísimo en el espacio marino, y fue él quien lo cogió de las axilas y lo subió, y también fue él quien hizo que el joven Reiter vomitara toda el agua que se había tragado.
Cuando Hans Reiter cumplió diez años la tuerta y el cojo tuvieron a su segundo hijo. Fue una niña a la que pusieron de nombre Lotte. La niña era muy hermosa y tal vez fue la primera persona que vivía en la superficie de la tierra que interesó (o que conmovió) a Hans Reiter. Muy a menudo sus padres lo dejaron al cuidado de la pequeña. Al poco tiempo aprendió a cambiar pañales, a preparar biberones, a pasear con la niña en brazos hasta que ésta se dormía. Para Hans, su hermana era lo mejor que le había sucedido nunca e intentó, en muchas ocasiones, dibujarla en el mismo cuaderno donde dibujaba algas, pero el resultado siempre fue insatisfactorio, a veces la niña parecía una bolsa de basura abandonada en una playa de guijarros, otras veces parecía un Petrobius maritimus, que es un insecto marino que habita en las grietas y en las rocas y que se alimenta de desperdicios, cuando no una Lipura maritima, que es otro insecto, pequeñísimo, de color pizarra oscuro o gris, cuyo hábitat son las charcas rocosas.
Con el tiempo, forzando su imaginación o forzando su gusto o forzando su propia naturaleza artística, consiguió dibujarla como una sirenita, más pez que niña, más gorda que flaca, pero siempre sonriente, siempre con una disposición envidiable para sonreír y tomarse las cosas por el lado bueno, que reflejaba fidedignamente el carácter de su hermana.
A los trece años Hans Reiter dejó de estudiar. Eso fue en 1933, el año en que Hitler llegó al poder. A los doce había empezado a estudiar en una escuela en el Pueblo de las Chicas Habladoras. Pero la escuela, por varias razones, todas ellas perfectamente justificables, no le gustaba, de tal modo que se entretenía por el camino, que para él no era horizontal o accidentadamente horizontal o zigzagueantemente horizontal, sino vertical, una prolongada caída hacia el fondo del mar en donde todo, los árboles, la hierba, los pantanos, los animales, los cercados, se transformaba en insectos marinos o en crustáceos, en vida suspendida y ajena, en estrellas de mar y en arañas de mar, cuyo cuerpo, lo sabía el joven Reiter, es tan minúsculo que en él no cabe el estómago del animal, por lo que el estómago se extiende por sus patas, las que a su vez son enormes y misteriosas, es decir que encierran (o que al menos para él encerraban) un enigma, pues la araña de mar posee ocho patas, cuatro a cada lado, más otro par de patas, mucho más pequeñas, en realidad infinitamente más pequeñas e inútiles, en el extremo más cercano a la cabeza, y esas patas o patitas diminutas al joven Reiter le parecía que no eran tales patas o patitas sino manos, como si la araña de mar, en un largo proceso evolutivo, hubiera desarrollado finalmente dos brazos y por consiguiente dos manos, pero aún no supiera que los tenía. ¿Cuánto tiempo iba a pasar la araña de mar ignorando aún que tenía manos?
– Probte -se decía en voz alta el joven Reiter-, milaño o domilaño o diemilaño. Chotiempo.
Y así caminaba hacia la escuela en el Pueblo de las Chicas Habladoras y, evidentemente, siempre llegaba tarde. Y además pensando en otras cosas.
En 1933 el director de la escuela llamó a los padres de Hans Reiter. Sólo fue la tuerta. El director la hizo pasar a su despacho y le dijo, en pocas palabras, que el niño no estaba capacitado para estudiar. Luego extendió los brazos, como para desdramatizar lo que acababa de decir, y sugirió que lo pusieran de aprendiz en algún oficio.
Ése fue el año en que ganó Hitler. Ese año, antes de que ganara Hitler, pasó una comitiva de propaganda por la aldea de Hans Reiter. La comitiva llegó primero al Pueblo de las Chicas Habladoras, en donde realizó un mitin en el cine, que fue un éxito, y al día siguiente se desplazó hasta la Aldea Cerdo y la Aldea Huevo y por la tarde llegaron a la aldea de Hans Reiter, en donde bebieron cerveza en la taberna, junto con los labriegos y los pescadores, trayendo y explicando la buena nueva del nacionalsocialismo, un partido que haría que Alemania resurgiera de sus cenizas y que Prusia resurgiera también de sus cenizas, en un ambiente franco y distendido, hasta que alguien, un bocazas seguramente, habló del cojo, que era el único que había regresado vivo del frente, un héroe, un tipo duro, un prusiano de pura cepa, aunque tal vez un poco holgazán, un paisano que contaba historias de la guerra que te ponían la piel de gallina, historias que él había vivido, en esto hacían especial hincapié los de la aldea, las había vivido, eran ciertas, pero no sólo eran ciertas sino que quien las contaba las había vivido, y entonces uno de la comitiva, uno con aires de gran señor (esto es necesario recalcarlo porque sus acompañantes no tenían, precisamente, aire de gran señor, eran tipos comunes y corrientes, tipos dispuestos a beber cerveza y a comer pescado y salchichas y a tirarse pedos y a reírse y ponerse a cantar, estos tipos, hay que señalarlo y repetirlo porque es de justicia hacerlo, no tenían esos aires, al contrario, tenían un aire de pueblo, de vendedores que recorren pueblo tras pueblo y que surgen del pueblo y viven junto al pueblo, y cuando mueren su memoria se desvanece en la memoria del pueblo), dijo que tal vez, sólo tal vez, resultaría interesante conocer al soldado Reiter, y luego preguntó por qué motivo el soldado Reiter no estaba, precisamente, en la taberna, departiendo con los camaradas nacionalsocialistas que sólo querían el bien para Alemania, y uno de los aldeanos, uno que tenía un caballo tuerto al que cuidaba más que el antiguo soldado Reiter a su mujer tuerta, dijo que el susodicho no estaba en la taberna porque no tenía dinero ni para pagarse una jarra de cerveza, lo que llevó a los miembros de la comitiva a decir que no faltaba más, que ellos le pagarían su cerveza al soldado Reiter, y entonces el tipo que se daba aires de gran señor apuntó a un aldeano con el dedo y le dijo que fuera a casa del soldado Reiter y lo trajera a la taberna, cosa que el aldeano hizo de inmediato, pero cuando reapareció, quince minutos después, informó a todos los allí reunidos de que el soldado Reiter no había querido ir y que las razones blandidas por éste eran que no tenía la ropa adecuada para ser presentado a viajeros tan ilustres como los que integraban la comitiva, además de que estaba solo con su hija, puesto que la tuerta aún no había regresado de su trabajo, y que su hija, como era lógico, no podía quedarse sola en casa, un argumento que a los de la comitiva (que eran unos cerdos) conmovió casi hasta las lágrimas, pues no sólo eran unos cerdos sino también unos hombres sentimentales, y la suerte de ese veterano y mutilado de guerra les llegó a lo más profundo de sus corazones, no así al tipo que se daba aires de gran señor, el cual se levantó y tras decir, como prueba de cultura, que si Mahoma no iba a la montaña, la montaña iría a Mahoma, le indicó al aldeano que lo guiara hasta la casa del cojo, adonde no permitió que lo acompañara ninguno de la comitiva, sólo él y el aldeano, y así este miembro del partido nacionalsocialista se manchó las botas con el fango de las calles de la aldea y siguió al aldeano hasta casi llegar al borde del bosque, en donde estaba la casa de la familia Reiter, que contempló con ojo de entendido durante un instante antes de entrar, como si calibrara el carácter del páter familias por la armonía o por la fortaleza de las líneas de la casa, o como si le interesaran sobremanera las construcciones rústicas de esa parte de Prusia, y después entraron en la casa y efectivamente en una cuna de madera dormía una niña de tres años y efectivamente el cojo vestía harapos, pues su capote militar y su único par de pantalones decentes aquel día estaban en el barreño o colgando húmedos en el patio, lo cual no fue óbice para que el recibimiento fuera amable, seguramente el cojo, al principio, se sintió orgulloso, privilegiado, por el hecho de que un miembro de la comitiva lo fuera a saludar expresamente a su casa, aunque después las cosas se torcieron o pareció que se torcían, pues las preguntas del tipo que se daba aires de gran señor paulatinamente empezaron a no gustarle y las afirmaciones, que más que afirmaciones eran profecías, también empezaron a no gustarle, y entonces a cada pregunta el cojo respondía con una afirmación, generalmente peregrina o extravagante, y a cada afirmación del otro el cojo le añadía una pregunta que, en cierta forma, desmontaba la afirmación en sí o la ponía en entredicho o la hacía aparecer como una afirmación pueril, totalmente carente de significado práctico, lo que a su vez empezó a exasperar al tipo que se daba aires de gran señor, el cual le confesó al cojo que él había sido piloto durante la guerra y que había derribado doce aviones franceses y ocho ingleses y que sabía muy bien los sufrimientos que uno experimentaba en el frente, en un vano esfuerzo por hallar un territorio común, a lo que el cojo respondió que sus mayores sufrimientos no habían sido en el frente sino en el maldito hospital militar cercano a Düren, en donde sus compatriotas no sólo robaban cigarrillos sino cualquier cosa que se pudiera robar, hasta las almas robaban para comerciar con ellas, puesto que era muy probable que en los hospitales militares alemanes existiera una cifra elevada de satanistas, algo que por otra parte, dijo el cojo, era comprensible, pues una temporada larga en un hospital militar empujaba a la gente hacia el satanismo, afirmación que exasperó al autorrevelado aviador, el cual también había estado internado tres semanas en un hospital militar, ¿en Düren?, preguntó el cojo, no, en Bélgica, dijo el tipo que se daba aires de gran señor, y el trato que había recibido cumplía y no en raras ocasiones excedía todos los requisitos no sólo del sacrificio sino también de la amabilidad y la comprensión, unos médicos varoniles y maravillosos, unas enfermeras guapas y eficientes, una atmósfera de solidaridad y resistencia y valor, incluso hasta un grupo de monjas belgas había mostrado un alto sentido del deber, en fin, que todos habían contribuido para que la estancia de los heridos fuera óptima, dentro de las circunstancias que cabe esperar, claro, porque un hospital no es ciertamente un cabaret o un burdel, y luego pasaron a otros temas, como la creación de la Gran Alemania, la construcción de un Hinterland, la limpieza de las instituciones del Estado a la que debía seguir la limpieza de toda la nación, la creación de nuevos puestos de trabajo, la lucha por la modernización, y mientras el ex piloto hablaba el padre de Hans Reiter se fue poniendo cada vez más nervioso, como si temiera que la pequeña Lotte se pusiera a llorar de un momento a otro, o como si se diera cuenta de golpe y porrazo de que él no era un interlocutor válido para ese tipo con aires de gran señor, y que acaso lo mejor que podía hacer era arrojarse a los pies de ese soñador, de ese centurión de los aires, y acusarse a sí mismo de lo que ya era obvio, de su ignorancia y de su pobreza y del valor que había perdido, pero no hizo nada de esto sino que a cada palabra del otro movía la cabeza, como si no estuviera convencido (en realidad estaba aterrorizado), como si le costara comprender del todo el alcance de sus sueños (que en realidad no comprendía en absoluto), hasta que de pronto ambos, el ex piloto con aires de gran señor y él, vieron entrar al joven Hans Reiter en la casa, el cual sin dirigirles la palabra sacó de la cuna a su hermana y se la llevó al patio.